IV, 4.28 - Alejandro Casona y el cervantismo idealista del Retablo jovial

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Alejandro Casona y el cervantismo idealista del Retablo jovial


Referencia IV, 4.28

 

Lo que sobra es la ley[1].

 


Alejandro Casona y el cervantismo idealista del Retablo jovial

Los límites de la interpretación literaria son hoy día los límites de la cultura contemporánea. La cultura, ese grimorio posmoderno, apellido de la política y prolongación de las ideologías. Desde finales del siglo XVIII hasta prácticamente los comienzos de la segunda mitad del siglo XX, la investigación literaria evolucionó prestando atención al curso de las ciencias naturales, a sus descubrimientos metodológicos y a sus logros experimentales. En nuestros días las llamadas por el idealismo alemán «ciencias de la naturaleza», que parecen buscar para sí mismas nuevas denominaciones, avanzan primordialmente por los terrenos de la cosmología y la biogenética. Una y otra disciplina resultan de difícil acceso a la fragilidad de la epistemología que, en la cultura contemporánea, caracteriza a las tradicionales «ciencias del espíritu». Los estudios literarios avanzan actualmente según los criterios metodológicos del culturalismo posmoderno, hasta disolverse en estudios culturales, que nada tienen que ver con la literatura. Probablemente desde los tiempos de la escolástica nunca hemos estado tan lejos del empirismo científico y sus posibilidades de raciocinio.

En las ciencias humanas la interpretación siempre está obligada a trascender los límites del materialismo gnoseológico, es decir, del conocimiento de la materia que se interpreta y con la que se opera, al igual de lo que sucede en las ciencias naturales, cuyo objetivo fundamental reside en el conocimiento material de los hechos, de sus causas y condiciones. Esta exigencia es precisamente la que olvidan muchos intérpretes de la literatura y del arte, extraviados en formalismos, ideologías y culturalismos que sólo desembocan en vana palabrería y hermenéutica vacía. 

La ficción tiene sentido porque existe la realidad. El sodio, los astros naturales, o el vacío, son objetos reales con los que trabaja la ciencia natural, y forman respectivamente parte esencial y real de la química, la astronomía y la física. Son sus contenidos reales. Las denominadas ciencias humanas disponen igualmente de sus propios contenidos reales, y no sólo analizables formalmente, mediante palabras, imágenes o conceptos teóricos, es decir, mediante supuestas ficciones, por más que se trate de ficciones explicativas. Sólo a través del materialismo gnoseológico las ciencias naturales pueden librarse de la concepción de la ciencia como re-presentación especulativa de la realidad y, en el mejor de los casos, como re-construcción de la verdad. Y del mismo modo las ciencias humanas pueden y deben trascender los límites de un infinito idealismo gnoseológico, en el que parecen residir muchos de sus supuestos intérpretes. 

Algo así se advierte de forma muy explícita en la interpretación literaria contemporánea, que está sustituyendo progresivamente la ciencia de la interpretación literaria por la moral de la interpretación culturalista. Dado que la ciencia no puede reducirse a «actos de conocimiento», resulta suplantada por éstos, en el caso de la investigación literaria, desde la moral dominante. Siempre ha sido así, aunque hoy quizás el énfasis es mayor que antaño, como menor es la disimulación moral del intérprete. La moralina no ha faltado jamás en la Historia de las interpretaciones. Hoy esta moralidad se disfraza de cultura políticamente correcta. Y hoy su poder es tal, que incluso ha conseguido subordinar a sus propios intereses algunas dimensiones fundamentales del discurso, la metodología y el modus operandi que tradicionalmente pertenecieron a la ciencia.

Al tomar como referencia el contexto teórico al que acabo de referirme —toda interpretación literaria está mitificada por la teoría en que se apoya y por la moralina del intérprete que la motiva y justifica metodológicamente—, el presente análisis pretende reflexionar sobre la interpretación creativa e idealista que Alejandro Casona hace en su Retablo jovial de los episodios de la segunda parte del Quijote, en que Cervantes narra el gobierno de Sancho Panza en la ínsula Barataria.

 

 

El teatro de Alejandro Casona

El teatro de Casona ha acusado el paso del tiempo. Lo cierto es que no ha sucedido otra cosa mejor con obras incluso más emblemáticas en su momento que las de Casona: ¿qué ha sido del teatro testimonio de Max Aub?, ¿qué de las piezas políticas de Alberti, con fracasos notables de crítica y público durante las reposiciones de finales de la década de 1970 y en los años 1980 y 1981?, ¿en qué escenarios teatrales se representa hoy día La camisa de Lauro Olmo? Con todo, Casona es, junto con Lorca, el dramaturgo español más representado fuera de España[2].

Durante décadas se ha reprochado al teatro de Casona una tendencia a la evasión y al escapismo, hasta convertir incluso su poética de lo imaginario en un obstáculo capaz de empañar el mérito de sus obras. El dramaturgo criticó con énfasis tales reproches, pero lo cierto es que su teatro es de un idealismo que ha envejecido con infortunio innegable:

 

No soy escapista que cierra los ojos a la realidad circundante […]. Lo que ocurre es, sencillamente, que yo no considero sólo como realidad la angustia, la desesperación y el sexo. Creo que el sueño es otra realidad tan real como la vigilia (Cano, 1961: 5).

 

Desde una intensa poética de lo imaginario, el teatro de Casona quiere desmitificar toda ideología que, siempre sofística, pretende justificar un abuso de poder. Sin embargo, Casona reemplaza una ideología por otra. El idealismo del krausismo no envejece en vano. El dramaturgo censura el artificio de una sociedad gestionada por los medios de producción, cuyo fin no es la democracia, sino la organización de sí misma desde dos grupos dominantes: la oligarquía y los tecnócratas de la información. Nada más actual, en efecto. 

Su teatro revela que la principal fuente de peligro que amenaza una sociedad nace de un sentimiento primario y familiar: el miedo que tiene el ser humano de que sus deseos no queden satisfechos por la comunidad en que vive. Cuando el individuo no vive satisfecho, por la fe, la superstición o la imaginación, no tiene otro remedio que instalarse en la ansiedad. En tales contextos, especialmente sociales, la mitología del miedo, de la ansiedad, se desarrolla en diferentes niveles. Como en la obra de Cervantes, el papel que la imaginación representa en el teatro casoniano es de una relevancia decisiva, y en absoluto puede minusvalorarse ni desestimarse. Los planteamientos de su teatro no sólo constituyen una experiencia literaria superior e irreductible al escapismo, sino que adquieren sentido pleno al expresar un contenido moral de signo aparentemente liberal y laico, y en realidad profundamente idealista y espiritualista, en el que la fuerza de la imaginación y la disposición de la fábula dramática contribuyen a iluminar y censurar los aspectos negativos de una sociedad que se pretende mejorar. La educación científica de sus miembros es el principal instrumento de desarrollo que Casona reconoce en su propuesta ideal de progreso social, al conceder al teatro y a la imaginación literaria un papel decisivo como recursos de educación intelectual. Sin duda Casona habría hecho suyas las siguientes palabras de Frye, en sus consideraciones acerca del lugar de la imaginación y de la literatura en la educación humana.

 

Es esencial que el profesor de literatura, a cualquier nivel, recuerde que, en una moderna democracia, el ciudadano participa en la sociedad principalmente a través de la imaginación […]. A nuestro alrededor existe una sociedad que exige que nos adaptemos o lleguemos a un pacto con ella. Y lo que tal sociedad nos ofrece es una mitología social. La publicidad, la propaganda, los discursos políticos, los libros y revistas populares, los clichés del rumor vienen con sus peculiares mitos pastoriles, caballerescos, heroicos, sacrificiales; y nada podrá arrojar fuera de la mente esas falsas construcciones, salvo sus formas genuinas. Todos sabemos lo importante que es la razón en un mundo irracional; pero la imaginación en una sociedad que ha pervertido la suya, es más esencial para hacernos comprender que la fantasmagoría de los acontecimientos actuales no es la verdadera sociedad, sino sólo su transitoria apariencia. La verdadera sociedad, el conjunto total de lo que la humanidad ha hecho y puede hacer, se nos revela a través de las artes y las ciencias; nada salvo la imaginación puede abarcar la realidad como un todo; y, en una cultura tan verbal como la nuestra, nada salvo la literatura puede preparar la imaginación para luchar por la cordura y dignidad en la humanidad (Frye, 1971/1973: 148).

 

Todo en el teatro de Casona está orientado a la consecución de estos objetivos. En la mayoría de sus obras, los personajes se sitúan en un espacio que constituye un mundo aparte, un marco o contexto cerrado o aislado del resto del mundo. Sin embargo, se trata de utopías. Concretamente, de utopías krausistas: un reformatorio o una comuna en Nuestra Natacha, una casa para suicidas en Prohibido suicidarse en primavera, la primera clase de un trasatlántico en Siete gritos en el mar, una aldea aislada en el tiempo y en el espacio en La dama del alba... 

En el conjunto de estas y otras de sus obras hay una serie de rasgos morales e ideológicos recurrentes. Muchos de estos aspectos nos sorprenden por su analogía con formas y contenidos que están presentes en la recreación idealista y posromántica de varios personajes cervantinos, y de modo sobresaliente en la figura de Sancho Panza, viva encarnación de lo popular en sus múltiples facetas, a las que tantas páginas ha dedicado Casona en su teatro, mediante el uso de recursos diversos: 1) rechazo de un mundo sucio, bajo, indigno, en el que a veces se presenta a los personajes de las clases socialmente bajas, picarescas, menos favorecidas; 2) aislamiento de los personajes, sin incurrir en el ámbito de la marginación legal, social o gremial, sino meramente espacial, familiar, aldeana; 3) intento de evasión que, con frecuencia gracias al amor o la amistad, se resuelve en una nueva integración en la realidad, cuya consecuencia es una mejoría de cualidades individuales, más que sociales; 4) la dialéctica de dos mundos: uno reprobable, malvado u opresor, frente a otro afable, a veces excesivamente rosa o dulce, y con frecuencia inocente o ingenuo; 5) exaltación de un mundo popular, laborioso, no mecanizado (nutrido de signos y símbolos: el pan, un árbol, la intimidad familiar, contacto directo con animales o naturaleza), que se presenta como alternativa a un mundo moderno, estamental, financiero, tecnológico[3]; 6) humanización de elementos tradicionalmente malignos o negativos, como la muerte o el diablo, que pueden presentarse respectivamente como un desenlace feliz (La dama del alba) o como un personaje simpático (Otra vez el diablo); algunas obras, como La barca sin pescador —no muy alejada de ciertos parlamentos del Sancho que abandona convictamente su gobierno—, denuncian sin reservas la corrupción y los crímenes de un mundo que crea miles de víctimas para asegurar su exclusiva y persistente riqueza[4].

 

 

Alejandro Casona y el Retablo jovial

Las obras que integran el Retablo jovial fueron compuestas durante los años de la II República Española, con el fin de incorporar a las «Misiones Pedagógicas» un repertorio de obras teatrales afín a la literatura y los clásicos españoles[5]. Se trata de un conjunto de breves piezas cómicas o farsas, destinadas a una representación rural y popular en diferentes lugares de la España republicana. Como sabemos, dos fueron las compañías teatrales más populares durante estos años: el «Teatro del Pueblo» y «La Barraca»[6]. Así las describe el propio Casona, tomando como referencia inicial la obra cervantina:

 

A semejanza de la Carreta de Angulo el Malo, que atraviesa con su bullicio colorista las páginas del Quijote, el teatro estudiantil de las Misiones era una farándula ambulante, sobria de decorados y ropajes, saludables de aire libre, primitiva y jovial de repertorio. Formado por estudiantes y consagrado a auditorios sin letras, no podía ser de otra manera. Tanto por sus representantes como por su público, la comedia y el drama hubieran resultado géneros demasiado evolucionados para él. En cambio la farsa, el proverbio y la fábula, con su juego violento y su sabor agraz, eran su expresión natural, así como lo eran en la música el romance coral, la cantiga y la serranilla (Casona, 1969: 497).

 

Hay un declarado interés por parte de Casona en los clásicos españoles: «Juan del Encina, Lope de Rueda, el Cervantes de los entremeses, el Calderón de las jácaras y mojigangas, Ramón de la Cruz y el sabroso Molière universal, formaban la nómina de sus autores predilectos» (Casona, 1969: 497)[7]. Casona opta por un teatro determinado por una experiencia cómica en la que el humor y la visión crítica, discreta pero incisiva, resultan privilegiados. Su contexto es la literatura y el teatro clásicos. Pero siempre desde un idealismo francamente notable. El contenido de estas representaciones apunta hacia una valoración trascendente, casi metafísica, de lo popular universal: «No hacíamos más que devolver al pueblo lo que es del pueblo, o por derecho de invención o por colonización tradicional» (Casona, 1969: 499). Semejante creencia es de un idealismo posromántico y de un despotismo ilustrado absolutamente galopante, inspirado, sin duda, desde un imperativo propio de sujetos poseídos por la superioridad y el control del fantasmagórico y sugestivo Volksgeist.

El autor del Retablo jovial atribuye a José María de Cossío la propuesta de «escenificar para nuestro teatro ambulante algún capítulo del Quijote», y pone en boca de Antonio Machado la formulación de la idea: «Los juicios de Sancho, además de malicia y donaire, tienen ese sentido natural de la justicia inseparable de la conciencia popular» (Casona, 1969: 499). Aquí reside una de las cualidades principales del Sancho gobernador que retrata Casona en su interpretación dramática del episodio cervantino: el sentido natural de la justicia inseparable de la conciencia popular. El gusto de los intelectuales por manipular la supuesta inocencia del pueblo, hablar en su nombre e interpretar sus presuntos anhelos y deseos, y hacerlo público desde el propio complejo de superioridad que se arroga idealmente y abusivamente cada intelectual, ha sido y es insaciable.

En este sentido, la composición del Retablo jovial constituye una auténtica interpretación creativa e idealista de episodios literarios en los que Casona parece inspirarse. El escritor asturiano confiesa muy modestamente:

 

Mi trabajo se ha limitado a buscar con el máximo respecto la equivalencia dramática de la narración, sin visibles alteraciones en la fábula y los personajes, y trasladando al diálogo escénico, discretamente remozados, el lenguaje y el tono originales (Casona, 1969: 500).

 

Quisiera advertir que la originalidad de Cervantes no necesita traslados. Sin embargo, el tratamiento que Casona hace de los temas obliga al lector a reconocer e identificar en las cinco farsas que componen el Retablo jovial una interpretación creativa y extremadamente idealista de pasajes y motivos muy distinta de la mera «equivalencia dramática de la narración». La valoración semántica de palabras e imágenes no es en absoluto inocente en la farsa de Sancho Panza en la ínsula, por muy didáctica y modesta que se nos presente. Casona ha sabido intensificar muy bien muchas de las intenciones krausistas —y poco cervantinas— de este episodio. Consideremos algunos aspectos de esta interpretación creativa. Pero tengamos en cuenta algo importante: Cervantes no es soluble en el krausismo.

 

 

Sancho Panza en la ínsula

Uno de los aspectos más destacados desde el comienzo de esta interpretación creativa e idealista del Quijote que lleva a cabo Alejandro Casona es el relativo a la justicia. El tema aparece tratado desde el punto de vista de la conciencia popular, ajena a todo artificio legalista o positivo, y se basa en dos condiciones esenciales e imposibles: la inocencia del juez y la buena fe en la interpretación de la Ley. La acotación inicial sitúa a los espectadores ante un Sancho Panza que habrá de comportarse, en la burla preparada por quienes tienen poder y ocio para ello, como juez: «Sala de Justicia en el palacio de Sancho» (Casona, 1969: 505). Sancho ejerce un admirable sentido de la justicia en un mundo completamente ficticio, pero de consecuencias supuestamente reales para los litigantes, y también para el propio Sancho, en cuanto al desenlace final de su experiencia como gobernante.

La entrada de Sancho en la ínsula, como casi todos los episodios acaecidos en este espacio, se caracteriza por una expresión grotesca que, autores como Urbina, han calificado de «grotesco ingenioso»[8]. Sancho resuelve los pleitos que se le ofrecen de forma digna e ingeniosa, quebrando en el lector o espectador toda perspectiva de fracaso. Sin embargo, las condiciones formales en que se desarrolla toda la escena están determinadas por la experiencia de lo grotesco, más que de lo carnavalesco, como integración insoluble de risa y severidad[9].

El diálogo de los personajes se integra en la referencia de las acotaciones —que remiten a los rebuznos del asno— con la única finalidad de subrayar la presencia grotesca de Sancho, cuyas palabras y fallos judiciales contrastarán vivamente con las perspectivas creadas por el texto y la representación:

 

Cronista: Allí el pueblo le aclama, la guardia le rinde armas y el Alcaide le besa las manos. (Cesa la música y se oye el rijo largo de un rebuzno).

Mayordomo: ¡Qué donosa figura hace nuestro Gobernador en su jumento!

 

Esta visión metateatral de un mundo aparentemente[10] al revés resulta comparable a la que protagoniza Falstaff ante el príncipe Hal en Henry IV. El heredero al trono de Inglaterra, en medio de pícaros tabernarios, y a pesar de sus inclinaciones lúdicas, no pierde en ningún momento el sentido de la realidad[11]. Por su parte, Falstaff se sirve de la ficción para incidir en la realidad: «Him keep with [Falstaff], the rest banish» («Quédate con él [Falstaff] y destierra a los demás»).

 

Prince: Do thou stand for my father and examine me upon the particulars of my life.

Falstaff: Shall I? Content. This chair shall be my state, this dagger my scepter, and this cushion my crown.

Prince: Thy state is taken for a joined-stool, thy golden scepter for a leaden dagger, and thy precious rich crown for a pitiful bald crown.

Falstaff: […]. Harry, I do not only marvel where thou spendest thy time, but also how thou are accompanied. For though the camomile, the more it is trodden on , the faster it grows, yet youth, the more it is wasted, the sooner it wears. That thou art my son, I have partly thy mother’s word, party my own opinion, but chiefly a villainous trick of thine eye, and a foolish hanging of thy nether lip, that doth warrant me. If then thou be son to me, here lies the point: why, being son to me, art thou so pointed at? Shall the blessed sun of heaven prove a micher, and eat blackberries? A question not to be asked. Shall the son of England prove a thief, and take purses? A question to be asked. There is a thing, Harry, which thou hast often heard of, and it is known to many in our land by the name of pitch. This pitch (as ancient writers do report) doth defile; so doth the company thou keepest. For, Harry, now I do not speak to thee in drink, but in tears; not in pleasure, but in passion; not in words only, but in woes also. And yet there is a virtuous man, whom I have often noted in thy company, but I know not his name […]. A goodly portly man, i’ faith, and a corpulent; of a cheerful look, a pleasing eye, and a most noble carriage; and as I think, his age some fifty, or by’r lady inclining to threescore. And now I remember me, his name is Falstaff. If that man should be lewdly given, he deceiveth me. For, Harry, I see virtue in his looks. If then the tree may be known by the fruit, as the fruit by the tree, then peremptorily I speak it, there is virtue in that Falstaff. Him keep with, the rest banish […]. Banish plump Jack, and banish all the world[12].

 

El espacio de Falstaff es la taberna, el lugar en el que se muestra plenamente corrosivo, subversivo, desmitificador. Su nombre podría tener el sentido de false staff, es decir, «falso bastón», considerado como «falso apoyo». Algunos críticos han visto en Falstaff un descendiente de ciertos personajes alegóricos del teatro medieval (Vicio, Iniquidad, Guerra, Lujuria, Corrupción...). Su capacidad de corrupción y subversión está fuera de toda duda. Otros autores, sin embargo, han asociado su nombre a la tradición carnavalesca, especialmente a la figura del Lord of Misrule, es decir, el rey del caos, del desorden, propio de las fiestas medievales afines al carnaval. Otras figuras, como la del pícaro, o el soldado fanfarrón, encuentran sin duda en Falstaff una realización literaria y teatral de primer orden, al mostrar una voluntad de vivir libre de compromisos serios, y una negativa a someterse a los límites y exigencias de la realidad. De cualquier modo, Falstaff representa la idealización cómica de la libertad, y en cierto modo su destino trágico.

Por su parte, Sancho representa la idealización burlada de un sentido recto y bienintencionado de la justicia, cuya esencia se vincula a la inocencia del espíritu popular. Tal interpretación y ejercicio de la justicia es imposible en el mundo real, y sólo como apariencia, como representación, como ficción, es decir, como algo excepcional, puede resultar tolerable. Paralelamente, la justicia que Sancho ejerce es admirable, mas no exactamente por sus resultados, y quizá en absoluto por su procedimiento, sino por provenir de un hombre sin formación ni preparación para ejercerla. Los burladores esperan de Sancho un desenlace rufianesco, en el que cabe sin duda el cohecho y la bajeza habituales. El lector que simpatiza con el escudero de don Quijote puede temer por la integridad o dignidad de Sancho, rodeado de burladores y tramposos, que poseen y esgrimen poder suficiente para cometer todo tipo de abusos frente a las limitaciones y carencias de su «gobernador». Sancho, sin embargo, cuenta con la protección de Cervantes, en el Quijote, y de Casona, en el Retablo. Uno y otro autor coinciden aquí en conferir a su justicia un sentido popular e inocente, que por supuesto sólo es posible en la ficción, sin seriedad en sus consecuencias —el lector sabe que todo es una burla, de ahí la naturaleza cómica que reviste todo el episodio—, y precisamente por ser admirable en sus resultados es grotesco en su realización.

Pero la originalidad de Cervantes, tal como Casona nos la interpreta, adquiere nuevas relevancias, especialmente en lo que se refiere al formato y a la poética de la comedia. Los orígenes de la comedia habían situado a las clases humildes, a los personajes de baja condición social, como protagonistas únicos de toda experiencia risible. Frente a ellos, la grandeza de la tragedia estaba reservada de forma exclusiva a los miembros de la aristocracia, la nobleza o la realeza. La preceptiva clásica del Renacimiento confirma plenamente esta tendencia. Cervantes, sin embargo, la rechaza irónicamente. En su tragedia La Numancia convierte sin reservas a los humildes en protagonistas exclusivos y privilegiados de la experiencia trágica. Nada menos aristotélico. Nada menos clasicista. Con la agonía de las formas clásicas de la tragedia, y su disolución en las formas del melodrama, la burguesía irá asumiendo progresivamente el papel protagonista del conflicto dramático. La tragedia clásica se disuelve así en el melodrama contemporáneo. Sin embargo, un nuevo concepto de tragedia, disidente de la preceptiva clásica y de la poética aristotélica, surge en la literatura y en los escenarios: sólo dentro del desarrollo último de la Edad Contemporánea los seres humanos de condición humilde y común se constituirán de forma definitiva en protagonistas de la tragedia, desde obras como Woyzeck (1837) de Büchner hasta títulos como En attendant Godot (1952) de Beckett, pasando por las piezas dramáticas de Valle-Inclán y las tragedias García Lorca.

Cervantes en el Quijote presenta a Sancho como protagonista de una serie de episodios que sólo resultan cómicos para los duques y sus siervos. El hombre humilde y de escasa o nula formación intelectual se convierte en protagonista de la comedia, pero sólo mediante el engaño y la manipulación degradantes. Sólo así queda convertido en títere o muñeco el hombre que en su humildad es más digno que los dignos, más noble que los nobles, y con cuya inocencia y honradez se mofa y entretiene la honrada y ociosa gentuza de la clase alta. La comedia es así una teatralización, una burla, de las capacidades vitales y de los recursos intelectuales de las gentes humildes. Sin embargo, en esta ocasión, el protagonista no es exclusivamente el Hombre común o vulgar —que acaba comportándose como un ser digno y virtuoso—, sino también los espectadores, artífices de la burla y de la comedia, que queriendo entretener su ociosidad, de casta superior, a costa de la degradación ridícula y grotesca de otros seres humanos, acaban por quedar como criaturas indignas de las cualidades que exaltan la exclusividad de su educación —noble— y las virtudes de su religión —católica—. Sancho no representa una comedia, sino la teatralización de una burla que, sólo para la ociosidad aristocrática, es una comedia. Advirtamos algunos detalles.

Las palabras del diálogo inicial entre dos subalternos de los duques subrayan la visión displicente y villanesca que muestran, ensoberbecidos, ante Sancho:

 

Cronista: ¿Es posible que nuestros señores los duques hayan elegido para gobernador a ese villanote de bota y alforja, con trazas de labrador y barba de dos semanas?

Mayordomo: Los duques nos le envían, en efecto. Pero habéis de saber que todo esto no es más que una famosa burla. Este gobernador que aquí llega no es otro que el gran Sancho Panza, rústico simple y sin sal en la mollera.

 

Las palabras que Casona pone en boca de estos dos engolados personajes están tomadas del narrador del Quijote, en uno de los numerosos fragmentos en los que este narrador se muestra falaz, cínico o simplemente infidente, es decir, en absoluto fiable, según el término propuesto por Avalle-Arce (1991). El lenguaje de estos personajes será desmentido por el comportamiento y el discurso de Sancho, como juez y como gobernador. Los lectores o espectadores del Retablo jovial sin duda pueden interpretar fácilmente las palabras del cronista y del mayordomo como el desprecio de una clase superior hacia las formas de conducta y de vida propias del mundo popular y rural, aquí sublimado mediante la representación estética, y bajo el marco de referencia literaria que ofrecen los episodios cervantinos de una novela como el Quijote.

En una y otra obra, los ociosos cortesanos ducales pretenden llevar a cabo «la más divertida burla»: «hacerle creer al bueno de Sancho que este lugar es la ínsula prometida, y dejarle que la gobierne durante unos días para ver hasta dónde llega su simpleza, pasando de destripar terrones a administrar justicia y a vivir como señor en un palacio» (Casona, 1969: 506). Sin duda es posible observar en episodios como estos la fuerza de lo grotesco, las formas de lo carnavalesco, la estética de la inversión de valores, etc., etc., etc, pero no podemos limitarnos a describir toda esta serie de categorías, tan bajtinianas, y tan del gusto de los aficionados a la teoría literaria, sin advertir que Cervantes primero, y Casona después en su interpretación creativa del Retablo, teatralizan, como una burla indigna del protagonista humilde y honrado —Sancho en este caso—, características esenciales de lo que, entonces y hoy, en el ámbito de la poética literaria, reconocemos con el digno nombre de comedia

Sancho no es Falstaff. Sancho no es un comediante que usa la farsa y sus recursos teatrales para imitar burlescamente al rey de Inglaterra ante las mismas narices de su principesco hijo. No, Sancho es el ser humano común y corriente que la tradición literaria anterior a Cervantes había situado inexorablemente en el formato de la comedia, abstrayendo de él toda cualidad personal para reducirlo de forma simple a un arquetipo, desposeído de toda personalidad propia, y de toda posibilidad de simpatía ante el público. Sancho, muy por el contrario, es un personaje que demuestra la dignidad cómica de los seres humildes, limitados por la educación recibida; es también superior e irreductible a un arquetipo, y lejos de evolucionar como un personaje plano, como un gracioso lopesco o calderoniano, payasete de teatro de masas veterocastellanas seiscentistas, representa la dignidad que no todo ser humano sabe mostrar en el ejercicio de sus limitaciones; y es, finalmente, un personaje que conserva creciente su simpatía ante al lector, así como intacta su inocencia frente a los artificios de las formas de conducta y de los intereses vitales de las clases superiores.

Si los episodios de Sancho en la ínsula no formaran parte del Quijote, si esta pieza del Retablo jovial de Casona no tuviera su precedente o hipotexto en la obra de Cervantes, es decir, si el lector o espectador no supiera quién es Sancho Panza, quién es el gobernador de Barataria, ese lector o espectador se reiría de Sancho como podrían reírse de él los duques y sus ociosos subalternos. Como podría reírse el público de los pasos y entremés del bobo o simple que los protagoniza. Pero, como hemos dicho, Sancho no es un arquetipo, no es un personaje de comedia, ni mucho menos un bobo o un simple. No está en el Quijote para que el lector se ría de él sin más, sino para dignificar la experiencia de la risa en la conciencia y condición de los seres humildes, esos mismos que, hasta Cervantes, habían sido simple combustible de la comedia. Más bien es don Quijote, el hidalgo, y al fin y al cabo el noble, el que constituye el objeto fundamental, o al menos inicial, de la parodia en el libro que lleva su nombre.

Si algo subraya el Retablo jovial de Casona como interpretación creativa de estos episodios cervantinos es la dignidad de Sancho como ser humano común y corriente, vulgar, limitado, desprovisto de una educación superior como consecuencia de un mundo organizado en castas y estratos sociales, que se empeña en presentar como simpático al rústico, como objeto de burlas al inocente, como malicioso al villano —como si la maldad fuera exclusiva de la gente socialmente baja—, y como tonto al que no usa la astucia para enriquecerse a costa de los demás. Ésta es la interpretación moral que subyace a la interpretación literaria de Casona, y que inevitablemente se observa en el texto cervantino. Naturalmente, se trata de una interpretación ideal, mítica, de lo popular como algo inocente, rousseauniano incluso, no perturbado por el artificio de la civilización. Hay un indudable maniqueísmo en esta actitud. 

Sin embargo, por muy ideal y maniquea que resulte tal interpretación, estamos ante la subversión moral de una poética, es decir, ante la crítica, desde la creación literaria cervantina y casoniana, de una potética o teoría clasicista de la literatura que reduce los seres humildes a una impersonalidad y a una indiferencia desde la que es posible y segura la risa espontánea e irreflexiva. Al introducir a Sancho como protagonista de estas burlas, Cervantes nos congela la carcajada, nos distancia mucho antes que Brecht de los burladores, y nos sitúa ante la posibilidad de reflexionar sobre la legitimidad de una comedia que sólo y siempre decidía acordarse de los humildes para burlarse de ellos. Con la modernidad, personajes nobles, burgueses o poderosos, se han convertido progresivamente en objeto público de risa o comedia. Sin embargo, la reina de Inglaterra vivió sin salir representada habitualmente en los muñecos guiñolescos de las televisiones británicas, y en muy pocas viñetas de la prensa española se atrevieron durante años los humoristas a caricaturizar a los miembros de la familia real. Sean los sabios académicos y los inmaculados intelectuales comprometidos, en ocasiones premiados por las monarquías, quienes respondan a la ingenuidad de mi pregunta. Hoy, en cierto modo, las cosas han cambiado, pero no demasiado.

Esta concepción crítica de los estamentos casticistas del Estado está mucho más intensificada en el retablo de Casona que en los capítulos insulares del Quijote. La actitud de Sancho, disidente desde la modestia frente a los cortesanos de los duques, refleja la soberbia de los burócratas y cuestiona hasta la desmitificación los prestigios humanos. Así, por ejemplo, los rebuznos del rucio de Sancho dialogan, de forma deliberada, porque así lo dispone el dramaturgo, naturalmente, con las intervenciones del mayordomo, presentado con altivez y desdén:

 

Mayordomo: Mayordomo soy de este palacio, con licencia vuestra.

(Nuevo rebuzo.)

Sancho: Pues a vos mando en primer lugar, señor mayordomo. Cuidad de ese rucio que me ha traído como si fuera mi propio hermano.

Mayordomo: ¿Qué rucio decís?

Sancho: Mi pollino, que por no avergonzarle con ese nombre vil, le llamo rucio por el color de su pelaje.

Mayordomo (altivo): ¿Y paréceos que soy yo hombre para cuidar pollinos?

 

La orden del cuidado del rucio se reproduce casi hasta el infinito, en una discreta parodia de la actividad administrativa y burocrática, del mayordomo al doctor, de éste al cronista, y del cronista al paje, hasta que finalmente «la orden se repite fuera, alejándose, en rigurosa escala de precedencia» (Casona, 1969: 507). Tiene lugar en este contexto una de las declaraciones más desmitificadoras de los honores y rituales humanos, cuando Sancho responde al mayordomo, sobre el cuidado del rucio: «Y llevad entendido que no será el primer asno que reciba honores por méritos que no son suyos» (Casona, 1969: 507). Cuando personajes humildes como Sancho dejan de ser protagonistas de la carcajada, es decir, objeto de risa, para convertirse en sujeto creador o generador de ella, entonces surge una suerte de humor crítico. La risa conlleva cierto descaro, alguna irreverencia no autorizada por el poder, si bien muy tolerada y propiciada por las circunstancias que la motivan. Humor es el hombre que habitualmente damos a esa risa que, de forma inevitable y recurrente, nos sitúa ante la causa misma que la ha provocado, cuando esa causa no es otra cosa que una experiencia decepcionante, irreparable y acaso superada, que sin duda nos afecta siempre personalmente.

Vengamos al desenlace[13]. A lo largo del retablo casoniano la carcajada disminuye con sorprendente rapidez, y el humor se torna cada vez más grave y menos visible. La declaración final de Sancho, síntesis de la interpretación creativa que Casona hace del texto cervantino, no es simplemente un menosprecio de corte y alabanza de aldea, sino muy especialmente una desautorización, en nombre de la honradez humana, de la ley y de la política subordinadas al ejercicio de la violencia y de la intriga, así como una deslegitimación de la riqueza y del privilegio que se basan en la injusta distribución de los recursos humanos, o en la discriminación social por razones de linaje o posición económica. Sancho renuncia al poder y a la riqueza a cambio de su tesoro más preciado: su paz personal, una suerte de bienestar emocional y laico. Podría hacerse de este desenlace una lectura epicureísta o senequista, pero probablemente estamos lejos de acertar, ya que a Sancho no le mueven impulsos morales, y aun menos creencias éticas de tal o cual signo. Sancho es ante todo un hombre pacífico, es decir, alguien que desea vivir en paz con su propia conciencia (separo, por tanto, de la semántica de este adjetivo toda la corrupción que los actuales movimientos pacifistas han vertido sobre la palabra paz).

 

Sancho (Después de una pausa, con una tranquila tristeza): Digo, señores, que si así es el oficio de gobernar, no es el hijo de mi madre el que nació para esto. (Comienza a despojarse de sus insignias.) Si he de mandar ejércitos y velar sobre las armas, y sentenciar pleitos a todas horas para que la una parte se vaya contenta y la otra me saque el pellejo, y vivir con el temor de que me maten enemigos a los que nunca ofendí, y no comer ni beber vino, como manda ese médico verdugo..., si todo eso es gobernar, quédense aquí mis llaves y mis galas, y tómelas el que quiera. A mi trabajo y a mi tierra me vuelvo; que más quiero vivir entre mantas que no morir entre holandas. Devuélvanme mi pollino, mi único amigo fiel, del que no pienso volver a separarme más. Y si algo merezco por lo que hice, sólo pido a vuestras mercedes que me den medio pan y medio queso, que yo comeré de camino a la sombra de una encina mejor que comí en palacio entre manteles brocados. (Al público.) Y a vosotros, ciudadanos de esta ínsula Barataria, adiós. Si no os hice mucho bien, tampoco quise haceros mal. Nadie murmure de mí, que fui gobernador y salgo con las manos limpias. Desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano. Adiós, señores. (Telón).

 

El texto cervantino difiere bastante del tratamiento que Casona confiere al Sancho de su Retablo jovial. En el Quijote, Sancho no anuncia su decisión, sino que la ejecuta. No deja de ser curioso que, en la pieza teatral de Casona, esta secuencia se narre, por boca del propio Sancho, sin que el público llegue a verla representada sobre las tablas, mientras que en la novela cervantina, la misma escena se dramatiza sin narración. Todos los intermediarios del relato desaparecen en el texto para ceder la palabra y el escenario directamente al protagonista Sancho Panza, que a lomos de su rucio, por su propio dueño enalbardado, dice a los cortesanos y burladores ducales:

 

—Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad: dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero decir que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido. Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador, más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre, y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas. Vuestras mercedes se queden con Dios y digan al duque mi señor que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir que sin blanca entré en este gobierno y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas. Y apártense, déjenme ir, que me voy a bizmar, que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los enemigos que esta noche se han paseado sobre mí […]. No son estas burlas para dos veces.

 

Dos veces pone Cervantes en boca de Sancho la palabra libertad. En un sentido más dativo que genitivo, es decir, refiriéndose a una libertad para, y no a una libertad de. Esta última, en su sentido genitivo, expresa una acepción negativa de libertad, según la cual la libertad significa una negación de dependencia respecto a algo o alguien, de inmunidad, en suma, respecto a alguna determinación. Ésta es quizá la concepción de libertad que Sancho invoca aquí inicialmente para abandonar la ínsula; sin embargo, el desenlace final de su discurso, tanto en Cervantes como en Casona, apunta hacia una concepción dativa de libertad, una libertad para actuar uno por sí mismo. Se trata de una expresión positiva del concepto de libertad, y también metafísica, pues resulta muy difícil de determinar en sus condiciones materiales de realización. Puede entenderse como una libertad de arbitrio, de elección, bien como libertad para hacer algo y decidir no hacerlo (libertad de contradicción, de ejercicio), bien como libertad para hacer una cosa u otra (libertad de contrariedad, de especificación). De cualquier modo, este último concepto de libertad es metafísico, confuso, difícil de objetivar, porque la idea dativa de la libertad (libertad para) es indisociable de las condiciones materiales que la hacen posible, y porque considerar como equivalentes a todas las condiciones materiales que hacen posible la libertad equivale a retrotraernos a una libertad genitiva (libertad de), ya que la elección libre es en sí mismo un concepto contradictorio. No se elige nunca sin determinaciones previas, es decir, no se actúa nunca a partir de un conjunto nulo de condiciones.

En la obra de Cervantes, Sancho regresa a su mundo, torna a su libertad, recupera su yo en el seno de su circunstancia auténtica y genuina. En el retablo de Casona, las palabras finales de Sancho reflejan su personal renuncia, con un desdén que emana de la indiferencia, al poder político, al privilegio clasista y, sobre todo, a los supuestos valores de un estamento socialmente superior. Tal es el mensaje de la interpretación creativa que Casona nos presenta en el Retablo jovial de este episodio del Quijote.

 

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NOTAS

[1] Vid. Alejandro Casona (1969: 510), Sancho Panza en la ínsula, en Retablo jovial. Todas las citas de Casona pertenecen a esta edición, citada en la bibliografía.

[2] Y tampoco hay que olvidar hoy que el teatro de Casona desempeñó un papel importante en la lucha contra el naturalismo en la escena, al lado de Valle-Inclán y García Lorca, especialmente durante los primeros años de la década de 1930.

[3] La tendencia de Sancho a expresarse mediante consignas verbales, refranes y frases hechas, tradicionalmente identificadas con la sabiduría popular, el folclore y la sublimación poética de una suerte de cultura conformada al margen de los artificios urbanos, académicos o científicos, es un aspecto que coincide plenamente con los procedimientos del teatro de Casona.

[4] En este sentido, también se ha reprochado a Casona que su teatro trate de provocar en el espectador una experiencia ética que tiene su consecuencia en la moral occidental y en una suerte de doctrina cristiana secularizada. Es la melodía krausista. Se ha dicho también que sus personajes representan más bien casos, y no arquetipos. No estamos ante referentes éticos de carácter social, sino más bien de naturaleza individual y abstracta. Son personajes que no poseen la fuerza suficiente para asumir la representación de mitos legendarios o sociales.

[5] Se trata de «cinco farsas en un acto»: Sancho Panza en la ínsula (Recapitulación escénica de páginas del ‘Quijote’), Entremés del mancebo que casó con mujer brava (Según el ‘enxiemplo’ XXXV de ‘El conde Lucanor’), Farsa del cornudo apaleado (Según la historia LXXVII del ‘Decamerón’), Fablilla del secreto bien guardado (Tradición popular), y Farsa y justicia del corregidor (Tradición popular). En palabras de Casona (1969: 499), «el Sancho subió a la escena profesional en Buenos Aires, en octubre de 1947, al celebrar los artistas españoles el cuarto centenario de Cervantes».

[6] Entre las últimas publicaciones habidas sobre este tema, es especialmente recomendable el trabajo de Cipolloni (2003), sobre la labor de Casona y Altolaguirre en torno al teatro y las «Misiones pedagógicas». Vid. también Azcoaga (1981).

[7] Más adelante volverá a insistir en tres nombres fundamentales: «Lope el sevillano, Cervantes, Molière» (Casona, 1969: 498). Por otro lado, la pieza Corona de amor y de muerte (Buenos Aires, 1955) refleja de nuevo su interés en un tema muy popular de la dramaturgia del siglo XVII español, los amores de Inés de Castro, la «reina muerta» de Portugal.

[8] Urbina (1989), siguiendo a Thomson (1972: 3), define lo grotesco como la yuxtaposición irresoluble entre una experiencia risible y un elemento incompatible con lo risible que, sin embargo, forma parte de esta experiencia. Urbina distingue tres manifestaciones de lo grotesco en el Quijote, caracterizadas por lo monstruoso, lo ingenioso y lo ambivalente: «Lo grotesco monstruoso es parte primera y fundamental de la parodia ya que a través de ella Cervantes se propone precisamente satirizar los defectos de estilo y forma que encuentra en los libros de caballerías, es decir, su carácter disparatado y extravagante, su fealdad y deformidad grotescas […]. Lo grotesco ingenioso es el aspecto representado por el poder de don Quijote en su locura de imaginar experiencias y realidades a las que llama aventuras y de explicar las desventuras de manera igualmente imaginativa a través del recurso del encantamiento […]. Lo grotesco ambivalente o problemático es el aspecto relacionado con el problema existencial de don Quijote en el Quijote, es decir, como personaje creador en y de su historia» (Urbina, 1989: 674-676).

[9] Como todos sabemos, Redondo (1978, 1989) ha estudiado, a partir del archicitado Bajtín, aunque desde un punto de vista muy positivista, los aspectos carnavalescos de estos capítulos, en trabajos que las citas sucesivas han hecho célebres.

[10] Maxime Chevalier rechaza la posibilidad de ver en estos episodios que protagoniza Sancho la imagen de «un mundo al revés». Basa principalmente su argumento en el hecho de que Sancho renuncie al tratamiento de «don», afirmando de este modo su sentido de la realidad, que no pierde en ningún momento, y su constancia en considerarse, aún gobernador, como una persona cuyo linaje es de condición social humilde y procedencia genuinamente popular: «conviene observar que Barataria no presenta ningún mundo al revés. Lo significan las reflexiones de Sancho tocantes al abuso del don, reflexiones acordes con una corriente crítica que circula en los textos entre mediados del siglo XVI y mediados del siguiente y que llega a impregnar la sabiduría burlona del refrán («¿Tenéis lumbre, doña Lucía?» «La de Dios, doña Mencía»). Los proyectos administrativos de Sancho no han de desmentir tan clara conformidad con las ideas comúnmente admitidas hacia 1600» (vid. introducción al cap. 45 del Quijote, en la ed. de F. Rico). Sería aceptable afirmar que no estamos ante la visión de un mundo al revés, pero resulta inevitable asumir que Sancho es el protagonista de una farsa cómica, es decir, de una ficción risible, sin duda desde el punto de vista de los duques y de cuantos participan conscientemente en tal artificio.

[11] Lo mismo sucede cuando Hal pregunta a Bardolph, uno de los compinches que acompañaban a Falstaff en el momento en que el propio Hal, junto con Poins, les arrebata el botín que poco antes habían robado: «Faith, tell me now in earnest» (Shakespeare, 1993, Henry IV (I), II, 2, l. 275, pág. 702; trad. esp. de Ángel Luis Pujante: Enrique IV (Partes I y II), Madrid, Espasa-Calpe, 2000, pág. 110: «La verdad dímela en serio»).

[12] Shakespeare (1993), Henry IV (I), II, 4, ll. 341-345, 360-387 y 431-432, págs. 702-703; trad. esp., op. cit., págs. 112-114 y 116: «Príncipe: Tú haz de mi padre y pregúntame por mi modo de vida. Falstaff: ¿Sí? Conforme. Esta silla será mi trono, esta daga mi cetro y este cojín mi corona. Príncipe: Tu trono parecerá una banqueta, tu cetro de oro una daga de plomo y tu preciada corona una calva lastimosa. Falstaff: Enrique, no sólo me asombra dónde pasas el tiempo, sino también tus compañías. Pues, aunque la manzanilla, cuanto más la pisan, más rápido crece, la juventud, cuanto más se malgasta, antes se consume. De que eres hijo mío tengo, por un lado, la palabra de tu madre y, por otro, mi propia opinión: me lo confirman, sobre todo, un mísero rasgo de tus ojos y ese labio inferior que te cuelga tan ridículo. Luego si eres hijo mío —ahí están tus señales—, ¿por qué, hijo mío, tantos te señalan? ¿Habrá de hacer novillos el bendito sol del cielo y comer zarzamoras? Pregunta que no ha lugar. ¿Habrá de ser un ladrón y robar bolsas el hijo del rey? Pregunta que sí ha lugar. Enrique, hay una cosa de la que has oído hablar y que en nuestra tierra se llama la pez. Como escribieron los antiguos, la pez mancha, igual que las compañías que frecuentas. Pues, Enrique, no te hablo con licor, sino con lágrimas; no gozando, sino sufriendo; no sólo con palabras, también con penas. Y, sin embargo, hay un hombre virtuoso a quien he visto contigo muchas veces, pero no sé cómo se llama […]. Uno de espléndida presencia y mucho cuerpo, de aspecto alegre, mirada agradable y porte muy noble. Tendrá unos cincuenta años, quizá vaya para los sesenta. Ahora me acuerdo, se llama Falstaff. Si tirase a libertino, Enrique, mucho me engañaría, pues veo virtud en su mirada. Si al árbol se le conoce por el fruto y al fruto por el árbol, te digo decididamente que en ese Falstaff hay virtud. Con él quédate y destierra a los demás […]. Desterrad al orondo Falstaff y desterráis al mundo entero».

[13] Desde el momento en que se inicia la secuencia gastronómica, en la que Sancho desea infructuosamente comer todo cuanto el médico le prohíbe, la farsa de Casona adquiere las formas de un entremés clásico de figuras, en el que diversos personajes van desfilando delante de un personaje principal, de forma muy semejante a la que se daba en el propio entremés cervantino de El juez de los divorcios. Así desfilan ante Sancho varios litigantes, representados en los arquetipos cervantinos del sastre, el labrador, los viejos que disputan por dinero, un gracioso, una buscona y un ganadero.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Alejandro Casona y el cervantismo idealista del Retablo jovial», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (IV, 4.28), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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