VI, 14.52 - Elongación de la Crítica de la razón literaria

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Elongación de la Crítica de la razón literaria


Referencia VI, 14.52


Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro

Como todo el mundo sabe, elongación es, en astronomía, la distancia angular de un astro al Sol con relación a la Tierra. En un sentido coloquial, elongación remite, sobre todo, a una ampliación diferenciadora, una prolongación distintiva, una longitud delimitadora entre dos términos, con frecuencia por relación a un tercero.

Tras la publicación de la Crítica de la razón literaria, en 2017, esta obra entró, sin proponérselo ―ni el autor, ni mucho menos la propia obra―, en un contexto en el que la elongación ha determinado el papel de algunos de sus receptores, lectores e intérpretes.

Es un hecho innegable que la Crítica de la razón literaria ha provocado una fascinación, a veces incluso patológica, en más de un destinatario posible. Y temo, a la vista de cuanto ocurre, que seguirá provocándola.

Esta obra, que es resultado de una investigación sobre la literatura elaborada durante más de 20 años, expone una Teoría de la Literatura nueva y original.

En su conjunto, y teniendo en cuenta sus nueve ediciones impresas ―la décima, digital, está disponible en internet de forma abierta desde 2022―, agotadas en menos de 5 años (2017-2022), la Crítica de la razón literaria es producto de una vida docente e investigadora que se desarrolló en diferentes Universidades de Europa y América sobre Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, entre otras áreas afines y no tan afines. Es también producto de tres décadas de estudio e interpretación de varias literaturas y sus lenguas, así como de la Historia de cada una de esas literaturas en cuestión, décadas comprendidas aproximadamente entre 1992 y 2022. Requirió el análisis, la crítica y la dialéctica de todas las teorías literarias desarrolladas históricamente hasta el presente y, sobre todo, el enfrentamiento con los protagonistas y representantes de las actuales teorías posmodernas sobre ―y contra― la literatura. La obra se concluyó antes de que el autor cumpliera 50 años de edad.

La Crítica de la razón literaria constituye una Teoría de la Literatura nueva y original que interpreta muchos y muy diferentes sistemas de pensamiento. Y hay que hacer constar que interpretar un sistema de pensamiento no equivale, ni significa, adherirse a él. Cuando el autor de esta obra interpreta el materialismo filosófico no lo hace para adherirse al pensamiento de Gustavo Bueno, sino para analizarlo críticamente y servirse de él, de forma explícita y declarada, con las debidas transformaciones, a fin de interpretar la literatura allí donde se consideró puntualmente conveniente hacerlo. En la Crítica de la razón literaria, el materialismo filosófico no es una selección exclusiva y excluyente entre otros sistemas de pensamiento, sino uno más entre varios.

Y cuando esto se produce, el autor utiliza el materialismo filosófico como sistema de pensamiento sobre la base de su propia formación literaria precedente, iniciada en la Universidad de Oviedo en 1985, desde la Teoría de la Literatura y la Literatura Comparada, y ejercida, sin interrupción, hasta el presente, en diferentes Universidades españolas y extranjeras. Esto significa que cuando el autor de la Crítica de la razón literaria utiliza y reinterpreta ―desde criterios propios― el materialismo filosófico de Gustavo Bueno, lo hace desde una cimentación, previa e individual, en estudios literarios. Previa, porque se desarrolla durante muchos años antes de adentrarse en la obra de Bueno, e individual, porque cuando se adentra en la obra del artífice del materialismo filosófico lo hace al margen del propio Bueno, de los buenistas y de todas las instituciones oficialmente afines a esta escuela filosófica, a las que, avanzada su obra, fue invitado en numerosas ocasiones a exponerla y defenderla.

Yo no llegué a la obra de Bueno sin equipaje. Yo llegué a la obra de Bueno con más 20 años de formación literaria, de ejercicio profesional en varias Universidades, y como docente e investigador en posesión de una obra académica y científica previa a la propia Crítica de la razón literaria.

Esto supuso, ante todo, que el materialismo filosófico de Gustavo Bueno no se asumiera de forma virginal ―por así decir―, sino de un modo determinado por las exigencias de la literatura y por mi educación científica y académica precedente. Yo no me formé primero en materialismo filosófico y después en Teoría de la Literatura, sino al revés. Y esto me diferencia de muchas otras personas ―sobre todo de la mayoría de los buenistas y de casi todos los discípulos de Bueno― que se han formado, bien exclusivamente en materialismo filosófico, bien en otras actividades, primero, y en materialismo filosófico, después, de modo tal que su primera formación resultó reinterpretada y remodelada por la segunda. En mi caso, esta segunda situación no se dio jamás. La primera, ni siquiera fue posible. Mi obra no es una cuerda en la circunferencia del materialismo filosófico, sino una tangente. La Crítica de la razón literaria no nació en absoluto dentro del materialismo filosófico y no concluye, de ninguna manera, en el materialismo filosófico, dado que sus consecuencias rebasan completamente los objetivos y visiones de este sistema de pensamiento. Hay más cosas en el mundo ―y sobre todo en la literatura y en el mundo de la literatura― que ignoran los buenistas y en las que nunca pensó Gustavo Bueno.

Es cierto que el materialismo filosófico tiene sobre algunas personas impresionables y neófitas un poder de abducción tal que, en muchos casos, ha hecho que muchas de estas personas subordinen al materialismo filosófico las exigencias de sus respectivas actividades originales, de las que un día partieron. Este último extremo, tan respetable como otro cualquiera, no ha sido mi caso: mi formación en Teoría de la Literatura es la base desde la que he llevado a cabo una reinterpretación académica y propia del materialismo filosófico de Gustavo Bueno y desde la que he escrito la Crítica de la razón literaria. Y no al revés, es decir, no he escrito mi obra tomando como referencia la obra de Bueno, sino que he escrito la Crítica de la razón literaria tomando como referencia la literatura y mi formación en literatura, referencias desde las que he reinterpretado, entre otros sistemas de pensamiento, el materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Decir lo contrario sería mentir públicamente para quedar bien con unos y hacer el ridículo ante todos. Por muy bombástico que suene esto, la verdad es que nunca he necesitado ni buscado el consenso de ninguna mayoría ―ni minoría (sea de posmodernos o sea de materialistas)― para dotar de convicción a mis ideas, que, mejores o peores, conoce todo aquel que me haya leído mi obra.

Con convicción y franqueza declaro que yo no he subordinado la Teoría de la Literatura al materialismo filosófico, pero sí he reinterpretado el materialismo filosófico desde las exigencias de la literatura y desde las exigencias de la Teoría de la Literatura que he construido. Si esto me ha convertido ―a los ojos del prójimo, y en particular a los ojos de alinde de algunos buenistas― en un heterodoxo, respecto a una posible línea oficial u ortodoxa, dada en muchos momentos en el materialismo filosófico, mea culpa. Amén. Agradezco a quien, declarándose ortodoxo ante mi supuesta heterodoxia, reconoce de este modo la posible originalidad que pueda contenerse en mi obra respecto al materialismo filosófico de Gustavo Bueno. La elongación de la Crítica de la razón literaria queda así explícitamente confirmada.

Pongamos, nos obstante, un ejemplo, y pido, por favor, que no se me malinterprete (observación que ningún malicioso respetará, porque la malicia, como la malsinería, exige siempre una malintencionada y sesgada interpretación: sea cada cual responsable de ella). En la Crítica de la razón literaria se propone una interpretación gnoseológica de la literatura. En algún caso, y acaso sólo por ir a la contra, sin más, se ha exigido una interpretación noetológica, como si la noetología fuera «mejor» que la gnoseología para interpretar los materiales literarios. Se ha llegado incluso a aducir que tal cosa «la dijo don Gustavo», y que por lo tanto no puede plantearse nada diferente ni, desde luego, hacerse de modo diferente, pues «lo dijo don Gustavo» y «lo que dijo don Gustavo no se puede alterar ni cuestionar». No es mi caso. Se plantea una suerte de obsecuencia, de fidelidad ciega y dogmática al sistema y al maestro, etc. Es decir, se convierte el materialismo filosófico en una escolástica, y con frecuencia en algo mucho peor: en una preceptiva, en un dogma, en un fundamentalismo filosófico. Este tipo de formas de comportamiento son propias de adolescentes. La libertad e independencia, tanto intelectuales como académicas, en las que yo me he movido siempre reducen este tipo de situaciones a meras anécdotas que no merecen mayor comentario. Yo no vivo ni trabajo en esa línea. Nunca lo hice. Algo así es de una inmadurez superlativa, pero muy común entre jóvenes que buscan seguridad y protección en su impericia. 

El propio Cervantes invocaba, cínicamente, sin duda, la autoridad de Aristóteles para arremeter contra Lope de Vega (Quijote, I, 48), cuando no ha habido en toda la literatura española un autor más dialécticamente antiaristotélico que el propio Cervantes. Cinismo de genios que juegan entre sí, tomándose el juego en serio. No hay otra interpretación.

Al margen de que la noetología sea mejor o peor que la gnoseología, el hecho es que en la Crítica de la razón literaria se optó por la gnoseología, porque, entre otras muchísimas y muy necesarias razones, en la tradición de los estudios literarios, la gnoseología resulta más fácilmente integrable e interpretable que la insólita ―para bien y para mal― noetología. En su momento la desestimé, y hoy la sigo desestimando radicalmente en su aplicación a los estudios literarios. Nada nuevo, porque Gustavo Bueno la desestimó también antes que nadie, y la desestimó con hechos, pues no la desarrolló, aunque con palabras nunca la negara totalmente (¿para qué o por qué habría de hacerlo?). Y a los hechos, más que a las palabras, me remito. Por otro lado, lo hubiera hecho o no Gustavo Bueno, un servidor no es un reproductor acrítico del sistema de un autor precedente, sino un intérprete de la literatura y de la Teoría de la Literatura a partir de una interpretación del materialismo filosófico que, acertada o desacertada, ha dado lugar a la Crítica de la razón literaria, una obra que, a la vista de algunos hechos, parece no dejar a nadie indiferente. Incluso a quienes ni siquiera la han leído (lo cual ya es de un magnetismo extraordinario…). En este punto, he de confesar que no soy un discípulo de Bueno, sino un intérprete de su obra, del mismo modo que soy un intérprete del Quijote, y no un discípulo de Cervantes.

Por otro lado, la conversión que algunos buenistas hacen, sobre todo tras la muerte de Bueno, del materialismo filosófico en una filosofía dogmática, es decir, en un fundamentalismo filosófico, es totalmente negadora de lo que postula el propio sistema que dicen interpretar. Además, trata de preservar en un estado de pureza original un sistema que, si no evoluciona, morirá con los buenistas de forma irremediable. No hay sistemas filosóficos puros. ¿Alguien puede decir hoy que el estalinismo fue una interpretación desacertada del marxismo original? ¿Acaso la filosofía de la literatura tiene una implantación mayor que la Teoría de la Literatura en la interpretación histórica y actual de los textos literarios? ¿Qué obras de interpretación literaria se basan en una noetología, y cómo pueden hacerlo? La gnoseología de la literatura puede identificarse, en la Historia de la Teoría de la Literatura, desde la Poética de Aristóteles hasta los neformalismos teoricoliterarios de la segunda mitad del siglo XX. La noetología literaria está por hacer. Y nadie sabe exactamente lo que es. Entre otras razones porque es imposible ejercerla sin desembocar en la crítica literaria común y corriente. La noetología literaria no permite articular una Teoría de la Literatura, porque no rebasaría los límites de una Crítica de la Literatura. La noetología literaria, de hecho, no existe. La noetología misma, en realidad, no es más que un desideratum una ocurrencia, tras la muerte de Bueno de algunos buenistas, en su afán por ser «originales» en el ejercicio de una espontaneidad filosófica sin consecuencias. 

No deja de ser curioso que en una de esas infinitas y ocurrentes polémicas internas, tan habituales entre los buenistas, casi siempre en las zalagardas de internet, pues fuera de ese ámbito su presencia de diluye hasta el nihilismo, su nieto, Lino Camprubí Bueno, olvidado en 2022 de su presunto interés por la noetología, movido por su anglofilia tan espontánea como ocurrente, y acaso incapaz de servirse de la gnoseología, resucita motu proprio para el materialismo filosófico de todos los de su escuela nada menos que el más idealista de los modos de interpretar la realidad: la epistemología, descartada por Gustavo Bueno desde la constitución misma de su sistema filosófico. ¿Sorprendente? En absoluto. Simplemente ocurrente.

Por otro lado, no dejó de ser irónico, en su momento, que se enarbolara precisamente la noetología ―tratando de demostrar entonces de aquel modo que se era más buenista que Bueno, o más acorde con el sistema―, para plantear una interpretación de las artes, a las que se les negaba una interpretación gnoseológica y científica. Se sometían de este modo, sin saberlo, a la interpretación más anglosajona, idealista y antiespañola de la Historia del pensamiento occidental. Comulgaban, sin ser conscientes de ello, con la filosofía más contraria a los supuestos presupuestos del materialismo filosófico: el idealismo alemán. Curioso.

¿Cómo es posible ser más buenista que Bueno hablando de noetología, cuando el propio Bueno prefirió la gnoseología? Nótese que lo contrario, usar la gnoseología en lugar de la noetología, sería lo que realmente nos convertiría en más buenistas que Bueno. En fin. Es un ejemplo que sólo pretende demostrar cómo los hechos, según los argumentos que se esgriman, puede orientarse, retóricamente, más que filosóficamente, hacia un desenlace u otro. Tan pertinente puede ser el uso de la noetología como el de la gnoseología, pues esa pertinencia estará dada no tanto por la autoridad de un autor ―valga la redundancia―, Gustavo Bueno, como por el desenlace del uso interpretativo y de los logros que se alcancen con los materiales sometidos a crítica, en nuestro caso, los materiales literarios. Pero lo verdaderamente llamativo de la noetología no es que no la haya usado Bueno, sino que algunos buenistas la exhiben sin saber qué hacer con ella ―sin saber incluso qué es, más allá de una palabra inventada, salvo mencionarla como algo contrario a la gnoseología. En esta «exhibición» termina el uso que los buenistas hace de la noetología. Nada más.

A mi juicio, la perspectiva noetológica resulta totalmente insuficiente para explicar lo que la literatura es. En primer lugar, porque nadie la ha desarrollado, empezando por el propio Bueno, el primero en desestimarla. Y en segundo lugar, porque lo que se identificada bajo el término de noetología es una suerte de filosofía: nada más. En consecuencia, no aporta nada, salvo la ocurrencia de un neologismo filosófico inerte. 

Y así queda demostrado en la Crítica de la razón literaria. En la Historia de la Teoría de la Literatura, la noetología podría identificarse fácilmente, en su aplicación a los estudios literarios, con una suerte de neorretórica estructuralista, algo que no daría resultados ni originales ni valiosos, y que no contaría con seguimiento por parte de ningún intérprete ni investigador en materia literaria. Habilitar, hoy, en pleno siglo XXI, la noetología, para la literatura, podría interpretarse, incluso, como retrotraerse al estado del materialismo filosófico correspondiente al momento en el que Bueno desestimó continuar con ella. Pero estas reflexiones son inasequibles ya para la mayor parte de estos buenistas, que no piensan en el materialismo filosófico como sistema de pensamiento para interpretar la realidad, sino en sí mismos como hermeneutas de un fundamentalismo filosófico que usan como jerigonza para justificarse a sí mismos, y acaso para reinterpretar en bucle el propio sistema.

Desconozco si en otras artes la noetología puede dar los resultados exigidos por quienes la enarbolan. Ninguno de los supuestos «noetólogos» ha demostrado nada al respecto. Doctores tienen las artes que lo sabrán bien tañer... No bastan las palabras: exigimos hechos. No hay que negar a quien pretenda hacer un uso de la noetología las posibilidades que pueda ofrecernos. Seguimos esperándolas con interés, sabiendo que del futuro nada está excluido, por más que la mayor parte de aquellos «noetólogos» han desaparecido sin dejar rastro.

Por lo que a mí respecta, en la interpretación de la literatura, he prescindido totalmente de la neotología, a la que considero, en el mejor de los casos, una suerte de Crítica de la Literatura ―una neorretórica, incluso―, en favor de una gnoseología, a la que he situado como fundamento de una Teoría de la Literatura. Quien esté de acuerdo puede seguir la Crítica de la razón literaria, y quien no esté de acuerdo puede seguir lo quiera, desde el camino de Santiago hasta las campañas napoleónicas, pasando, por supuesto, por la República de Platón.

La Crítica de la razón literaria no es una obra de lectura obligatoria. El mundo funcionaba igual de bien o de mal antes de la publicación de esta obra que después de su aparición, y el curso de la Historia no depende, en absoluto, de lo que se dice en este libro de teoría literaria. ¿Para qué prestar atención a una obra que no tiene interés, o que hace planteamientos equivocados? Y si entonces se habla de ella en público, ¿por qué y para qué le dedican su tiempo? ¿Acaso hay sistemas filosóficos puros? ¿Acaso todo lo que se hace desde el materialismo filosófico debe responder a una escolástica del sistema o a una hermenéutica de los buenistas y su fundamentalismo filosófico? ¿O acaso más de uno necesita hablar de la Crítica de la razón literaria para publicitarse a sí mismo?

La Crítica de la razón literaria en unos aspectos se corresponde con el sistema del materialismo filosófico, y en otros no, porque su autor no ha hecho una réplica del sistema, sino una reinterpretación desde criterios propios y sobre materiales determinados por la ontología de la literatura y por la gnoseología de la Teoría de la Literatura. Y en otros casos ni siquiera se relaciona con el materialismo filosófico, dado que la Crítica de la razón literaria se ocupa de muchas cuestiones en las que nunca jamás pensó Bueno y en las que, por consiguiente, jamás pensaron ni pensarán los buenistas de marras, incapaces de dar un paso fuera de «lo que dijo Bueno». Es el síndrome del rapsoda, es decir, el complejo ―es este caso― del que limita su vida a citar y recitar lo que dijo otro. Declararse discípulo de un maestro no es limitarse al recitado de unas palabras supuestamente magistrales. Con todo, no hay nada más obsecuente y menos original que un discípulo. Ningún discípulo sobrevive a la genialidad de su maestro. La genialidad no se estudia ni se aprende: se demuestra. Nunca he querido tener discípulos. Un discípulo es un intérprete sin originalidad. El discípulo obedece, el intérprete expone su criterio.

Podemos enrocarnos invocando la ortodoxia de un sistema, pero eso no impedirá que el sistema siga sus desarrollos abiertos por nuevas investigaciones ―si es que el sistema lo vale―. Nadie tiene las llaves de la Fortuna. Y desde luego, la Crítica de la razón literaria no es, y no será, la única obra que incurra en estas u otras dialécticas, pues de otro modo el sistema sería la gramática de una filosofía muerta, una preceptiva o una escolástica, es decir, el dogma arqueológico de un discurso fosilizado. A mi juicio, discípulos y buenistas como Tomás García han contribuido a convertir el materialismo filosófico en un fundamentalismo filosófico, esto es, en una escolástica cuyo dogmatismo sólo sirve para que el sistema se interprete a sí mismo, como una hermenéutica inservible para interpretar la realidad. Esto equivale a llevar al pensamiento de Bueno a un callejón sin salida.

El hecho ―anteriormente señalado―, innegable y decisivo, de que yo haya atravesado el materialismo filosófico con una formación previa en Teoría de la Literatura, ejercida durante décadas, explica que la Crítica de la razón literaria contenga y exija, entre otras muchas razones, una realidad tan imborrable como indiscutible, a saber: una explicación del materialismo filosófico desde las exigencias de la literatura, y no una explicación de la literatura desde las exigencias del materialismo filosófico. Y aún menos desde las exigencias de los buenistas. Insisto en que este hecho resulta determinante para comprender lo que es la Crítica de la razón literaria desde su elongación, o prolongación de sus consecuencias ante terceros, es decir, desde su distancia angular al materialismo filosófico de Gustavo Bueno por relación a la literatura, y por relación ―también― a cualquier lector, intérprete o receptor que tenga en cuenta mi obra en sus posibles correspondencias o correlaciones con la obra de Bueno.

Lo reitero, a fin de ser lo más claro posible en mis declaraciones: en mi obra Crítica de la razón literaria interpreto el materialismo filosófico desde las exigencias de la literatura, no desde las exigencias de cuantos ―mirando hacia mí con ojos de alinde― han pretendido reemplazar a Gustavo Bueno, y explicar la literatura desde las exigencias de Bueno, del materialismo filosófico o de los buenistas. Y digo más: no soy discípulo de Bueno, sino intérprete de Bueno, del mismo modo que no soy discípulo de Cervantes, sino intérprete del Quijote. No procede confundir la cortesía verdadera de un intérprete con la ilusión o espejismo de un discipulado realmente inexistente.

Hay algo, además, que las circunstancias me obligan a declarar. Yo nunca he seguido acríticamente el magisterio de nadie. Tampoco he permitido jamás a nadie que me educara para obedecer. Ni a mis padres ni a ni uno solo de mis profesores. He aprendido muchas cosas y muy importantes de muchas personas, pero nunca me he comportado como un discípulo oficial ni oficioso de nadie. Y jamás me he jactado ni de ser obediente ni de ser desobediente, pero siempre me negué a que me educaran para obedecer. Nunca he fomentado ni el magisterio ni el discipulado. Nunca. No creo en esas formas de servilismo humano dignificado por lo académicamente poderoso o gregariamente celebrado. No me interesa. Ni por mi carácter ni por mi trayectoria profesional puede interesarme nada de eso. No me gustan los discípulos ni los maestros. Desconfío con muchas razones de los unos y de los otros. Prefiero los intérpretes y los críticos. Prefiero los intérpretes a los discípulos y los críticos a los maestros. Mi atención y seguimiento a determinados autores sólo se comprende correctamente si se examina no como una relación de discípulo a maestro, sino como lo que es: una interpretación, desde mis propios criterios, a la obra de autores selectos. No soy un discípulo de nadie, ni quiero ser tampoco maestro de nadie: soy un intérprete. Nada más. Si alguien quiere aprender de mí, lo hará por su cuenta y riesgo, bajo su propia responsabilidad y según sus propias capacidades, leyendo mis obras u oyendo mis conferencias o clases universitarias, todas ellas grabadas en vídeo, y de libre acceso. Yo no busco el seguimiento de nadie ni el consenso de ninguna persona. No hablo ni para que me den la razón ni para que me la quiten. No pretendo tener razón. Ni reconozco a nadie que pueda dar o quitar al prójimo la «razón», como si la razón fuera una moneda, una golosina o un plato de lentejas. No quiero poseer nada de eso. Si hablo o escribo, lo hago para exponer un sistema de ideas, no para tener razón ni para que me den o me quiten la razón (como si el prójimo la tuviera, y pudiera administrarla y yo recibirla). Y si publico lo que digo o escribo, lo publico para que quien lo quiera leer u oír lo tenga a su disposición, al margen de cualesquiera consecuencias respecto a las posibles personas que les presten atención o las ignoren. Me es totalmente indiferente. En unos años me moriré, y todo será absolutamente irrelevante para mí. Y antes de mi deceso estoy seguro de que también será por completo insignificante. En cierto modo, lo ha sido siempre.

Nunca tuve interés en entrar en debates que nunca he necesitado resolver, puesto que ni yo ni mi obra tenemos dudas sobre lo dicho y hecho en relación con la Teoría de la Literatura y las interpretaciones dadas sobre la literatura. Quien tenga la necesidad de debatir puede rivalizar, discutir y porfiar cuanto quiera, pero no conmigo. No dispongo de esa patología propia del querulante. Y no la tengo por el simple hecho de que no necesito ganar debates para probar nada. El éxito de la Crítica de la razón literaria no depende de ningún debate. Y desde luego no depende de mí. Depende de las exigencias de la literatura y de cuantos se dedican a la interpretación de la literatura. La Crítica de la razón literaria se enfrenta a la literatura, no a sus lectores. Sólo la literatura puede desautorizar a la Crítica de la razón literaria. Os he escrito una obra para que interpretéis la literatura desde la razón, y para que, si queréis, ejerzáis una crítica racionalista de lo que la literatura es. Sin duda encontraréis un modo mejor de hacerlo, vosotros o vuestros descendientes, pero tendréis que hacerlo pensando en lo que ha sido y es la Crítica de la razón literaria, aunque os levante dolor de cabeza, en unos casos, o envidia directa, en otros.

Y si nunca he tenido interés por los debates es porque siempre los he considerado una completa pérdida de tiempo. La gente debate cuando ha perdido la razón y necesita dramatizarlo públicamente. Quien dispone de razón exenta de narcisismo está preservado de caer en debates. No me eduqué para protagonizar discusiones inútiles. Todo debate es una farsa colectiva en pos de un protagonismo personal y ególatra que acaba por echar a perder a cualquier interlocutor. «Tu valor te perderá», le dijo Andrómaca a Héctor en su despedida. Claro que no es lo mismo perderse por defender la libertad de tu patria que perderse por entretener a espectadores ociosos, y caídos, bajo el cebo de Narciso, en las redes de Aracne. Haga cada cual lo que quiera: mi ego no necesita de nada que esté en poder del público. No quiero vuestra ansiedad. No soy el ocio de vuestro deleite. No soy el ególatra que necesita el espectáculo de debates para onanismo de trashogueros. El éxito de una obra no se mide por el número de ociosos que le presten atención. Sí quiero vuestra inteligencia, en tanto que intérpretes de obras literarias, una inteligencia que, por ello mismo, es incompatible con debates banales y discusiones inútiles. Bufonadas de corral. Y desde luego lo que no quiero son vuestras miserias: ni los chismes, ni los comentarios maliciosos, ni las palabras contra terceros, ni la malsinería habitual. Todo ese tipo de cuestiones quedan inmediatamente abolidas y proscritas. Mis interlocutores ―que son muy pocos― han de estar siempre seguros de algo esencial e indiscutible: jamás habrá por mi parte una mala palabra contra un tercero. Ésta es la seguridad de la que disponen todas y cada una de las personas que hablan conmigo. Nadie se dirija a mí con tercerías.

Elogio y vituperio siempre me han parecido lo mismo. Quien hoy te elogia mañana te insulta, y viceversa, según intereses personales, gremiales o incluso institucionales y legales. Al fin y al cabo, las leyes no son más que la institucionalización política de los gustos dominantes en cada época. Al adversario, al enemigo incluso, hay que interpretarlo sin burlarse de él: hay que interpretarlo comprendiendo sus miserias, las ilusiones que le inducen a venderse a quien supone que no le traicionará, las esperanzas que le impulsan a ponerse en manos de quien le promete un poder que habrá de abrumarle, la flaqueza que le adentra en la boca del lobo que acaba de seducirle mediante promesas imposibles, los espejismos que le hacen alucinar con la imagen de ser papa o emperador de saberes omnímodos, y que sin embargo lo convierten en un bufón ante las cámaras… La vanidad es el cebo mejor servido a un histrión. La envidia ―cuántas veces me lo habéis oído― es la forma más siniestra de admiración.

Una persona comienza a polemizar cuando ya no tiene argumentos. Cuando ya no tiene nada nuevo que decir, entra en debate. Antes no lo necesita. Debatir es perder la razón. Entregársela a los necios. Cuántas inteligencias naufragan por la vanidad de un debate. Se discute y polemiza cuando ya no se es capaz de decir nada nuevo. El debate, la polémica, es una forma de prostituir la calidad de unas ideas, y de hacerse visible cuando lo que se dice ya no tiene valor, ni actualidad, ni interés. Entonces se reemplaza un contenido valioso por la forma de un espectáculo llamativo. La inteligencia termina donde comienza el debate y la porfía. El espectáculo es el límite del conocimiento. El duelo es el final de todo posible desarrollo. No se puede dialogar con quien no sabe razonar. No vale razón contra porfía, advierte Lope de Vega.

A estas alturas sabemos que la Crítica de la razón literaria es una obra muy golosa. Una obra, también, muy envidiada. ¿Quién puede ignorarlo? ¿Quién puede decir que no? Brotó sin permiso de nadie. Y sin permiso de nadie atravesó ―sea dicho con licencia de Juan de la Cruz― los «fuertes y fronteras» del materialismo filosófico en su propia Fundación. Es una obra que ni estaba ni se la esperaba en ninguna parte, y menos en la Fundación Gustavo Bueno. Fue un libro imprevisible. Y ahí sigue. En los escritorios de los investigadores, en las bibliotecas de las Universidades, en las casas de muchos particulares interesados en la literatura, en las bibliografías de tesis doctorales y trabajos de investigación, en las manos de libreros, distribuidores y bibliotecarios, en las páginas y páginas de nuevos libros y ponencias, en la mente de muchos, en la lengua de casi todos y entre ceja y ceja de otros tantos. Está en internet, en la biblioteca de Google, y también de forma abierta, libre y gratuita en su página oficial, tras nueve ediciones agotadas en formato impreso, y pirateada informáticamente en múltiples ocasiones, en ediciones hoy desfasadas, tras la profunda revisión y ampliación de la décima edición digital. 

Unos no saben qué hacer con ella. Otros la leen. Algunos fingen ignorarla, sin poder lograrlo. Otros más la rebaten metonímicamente, pues aludiendo a una parte ignoran todo lo demás. No falta quien invoque la palabra de un papa para, siendo más papista que el papa, prorrumpir un conjuro.

Todo esto demuestra algo innegable: la fascinación que la Crítica de la razón literaria ejerció y ejerce sobre muchos de sus receptores, algunos de los cuales no llegan a intérpretes, porque no la han leído, aunque pretenden ―nada menos― que ser correctores y transductores de ella. 

Sospecho que la sombra de la Crítica de la razón literaria será larga, y que su elongación ha de extraviar ―e incrementar― los «pecados capitales» de más de un mortal envidioso. No ha sido nunca ésa la intención del autor. Pero comprendo que no hay nada que irrite más a una persona servil que la libertad de sus contemporáneos y el éxito de sus colegas. Si no puedes ignorar lo que supone la Crítica de la razón literaria, sólo tú sabrás por qué. Y si lo que haces, dices o escribes, está determinado por tu elongación respecto a esta obra, pregúntate, también, por qué. Pero antes, no te olvides de leerla, porque sólo un ignorante ―y un patán― habla impunemente de una obra que desconoce. Y recuerda que todo cuando se hace, dice y escribe, tiene siempre una respuesta. Una respuesta que nunca es la que uno se imagina. Porque la respuesta no siempre, y no sólo, te la dan tus posibles interlocutores, a cuya indiferencia ni siquiera llegarán tus palabras: la respuesta te la dan los hechos y sus consecuencias. Y la mala hostia de la Fortuna, que, como la muerte, nunca falla. Esa Fortuna, que ayuda a los valientes, que no perdona jamás a los cobardes, y que se burla, con frecuencia muy cruelmente, de los graves e irreparables errores de los necios. Los hechos tienen siempre artífices imprevisibles. Vivir en la imprudencia es un suicidio. 

En menos de cinco años, desde su publicación en 2017, la Crítica de la razón literaria conoció nueve ediciones impresas: Alea iacta est. Desde 2022 está disponible la décima edición digital, de forma abierta, libre y gratuita en internet. No tengo nada más que decir. Atrás han quedado el materialismo filosófico y, sobre todo, algunos buenistas. Por delante sigue estando la literatura. Y un futuro que acecha... con los ojos abiertos y la memoria intacta.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Elongación de la Crítica de la razón literaria», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (VI, 14.52), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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