VI, 14.54 - Un cabo suelto en Teoría de la Literatura

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Un cabo suelto en Teoría de la Literatura

Sobre los límites de una interpretación «pastoral»
de El coloquio de los perros de Cervantes y otros extravíos teórico-literarios


Referencia VI, 14.54


 

Aunque esta investigación nos resulta difícil por ser amigos nuestros los que han introducido las ideas [...], debemos sacrificar incluso lo que nos es propio cuando se trata de salvar la verdad, especialmente siendo filósofos; pues siendo ambas cosas queridas, es justo preferir la verdad.

Aristóteles, Ética a Nicómaco (s. IV a.n.E.)

 

¡Sembráis cicuta y pretendéis que maduren espigas!

Nicolás Maquiavelo

 

El listón siempre estará colocado a una altura arbitraria, porque quienes lo utilizan jamás explican dónde está situado.

Germán Gullón (El sexto sentido, 2010: 65).

 

Las tetas duras de las nodrizas hacen a los niños chatos…

François Rabelais (Gargantúa, 1534/2008: 279).

 

 

Crítica de la razón literaria Jesús G. Maestro
Planteamiento

Vamos a examinar críticamente las argumentaciones que expone el autor del artículo titulado «Who it was that dreamed it all? Intervalo y pastoral en El coloquio de los perros [sic]»[1], incluido en un libro en el que se exhibe una vitola que reza «Con un ensayo de Joseph Hillis Miller». Aunque en el libro intervienen ocho autores más, en la portada solamente se exhibe el nombre de Miller. Curioso detalle.

 


1. Extravíos conceptuales

Lo primero que llama la atención al lector atento de este artículo es la insuficiencia y confusión que, respectivamente, parece afectar a dos conceptos esgrimidos por el autor. Me refiero a los conceptos de tropelía y sátira.

1.1. Respecto al primero de ellos, el autor reconoce que es clave para la interpretación de El coloquio de los perros, como por otro lado resulta evidente para cualquier lector, pero lo que no explica es qué consiste específicamente su importancia esencial y por qué razones. En su lugar, se limita a citar las palabras de Cervantes —por boca de la Cañizares al can—, sin más, para remitir después a los trabajos de Woodward y Wardropper, de 1959 y 1982, a los que se añade el libro de Asensi sobre Literatura y filosofía (1995), que supone ―para él― la referencia bibliográfica más reciente. Así, en la nota 1 se lee:

 

Tropelía es el término que utiliza la bruja Cañizares para referirse a la capacidad de transformación que explicaría la metamorfosis en perro de Berganza (o Montiel) (Cabo, 2008: 133).

 

Sí, lo sabemos. Es obvio. Cualquier lector de la novela de Cervantes lo sabe. Y los editores lo han repetido hasta la saciedad. Pero cualquier lector sabe también que ése es el sentido que tal término tiene para una vieja chiflada, la cual se atribuye cualidades de bruja, protagonista de viajes astrales que, en realidad, no son sino el resultado del efecto narcótico de ungüentos que sólo provocan desvanecimientos y pérdida de consciencia, en una mente que ha perdido hace tiempo el uso de la razón. Ahora bien, que la bruja Cañizares confíe en los efectos de su «propia magia» no significa que los lectores también estemos obligados a confiar en ellos. La vieja hechicera puede creer en la magia; Cervantes, no. El crítico literario debería explicar lo que sucede (la magia de Cañizares) a partir del racionalismo cervantino, y no a la inversa: apoyarse en la tropelía de una loca para explicar la narrativa del autor del Quijote. Pero lo grave, con todo, no es esto. Lo grave es que se parte de un concepto que queda sin definir y que, acríticamente, se califica de clave, porque así lo han hecho otros autores con anterioridad. Y nada más.

La bibliografía en que se apoya el autor es buena, pero está francamente sobrepasada en el momento mismo de redacción de su interpretación de El coloquio de los perros. Desde 1959 y 1982 hasta 2008 se escribió mucho sobre El coloquio de los perros. Se echa de menos, en relación con la noción de tropelía, los trabajos de Maurice Molho (2005), que Jean-Pierre Étienvre recopiló apenas 3 años antes, en el monográfico titulado «Remarques sur le Mariage trompeur et Colloque des chiens», junto con el clásico «Algunas observaciones sobre la religión en Cervantes», y el no menos relevante «El sagaz perturbador del género humano: brujas, perros embrujados y otras demonomanías cervantinas». Asimismo, habría sido deseable una lectura atenta a la actualización que en 2007 hizo Georges Güntert a la narrativa cervantina, y en particular a las Novelas ejemplares, en su Cervantes: narrador de un mundo desintegrado[2]. Podrían citarse más, si bien estos trabajos, los más inmediatos al tema, y entre los más recientes, sin duda, no se han visto ni considerado.

Por otro lado, el lector no encuentra en este texto que glosamos críticamente un concepto de lo que la tropelía es: una suerte de artificio, obrado por la magia, que permite y dispone la transformación de las apariencias en personas, hechos o cosas del mundo empírico. Éste es el sentido que tal término tenía en tiempos de Cervantes, y el que todavía, si bien en desuso, recogen hoy los diccionarios lexicográficos de la lengua española. El término en cuestión remite, por lo que a El coloquio de los perros se refiere, al menos a tres hechos esenciales y fundamentales: la magia desmitificada por la razón, la apariencia acreditada como un insuficiente conocimiento de la realidad y la idea lúdica del arte como un juego tras el cual se esconden sistemas de ideas sumamente críticos, que es necesario hacer pasar desapercibidos ante los poderes institucionales contemporáneos. Ninguno de estos tres hechos merece la atención de nuestro autor.

En primer lugar, la magia es exhibición de poderes falsos, que simula manipular objetos de la naturaleza con fines diversos. En este punto, la bruja Cañizares es alguien que cree, sumida como está en demencia y locura, en la posesión o manipulación de tales poderes, algo que el relato desmitifica cínicamente, pues nada mágico ni encantador hay en esta anciana tronada y grotesca. Es precisamente el impacto del racionalismo científico y crítico, reiteradamente objetivado y explicitado en toda la literatura cervantina, el que desmitifica y condena una y otra vez toda forma de conducta propia de personajes que, como la Cañizares, sufren una grave patología en el uso de sus facultades racionales. En nuestras sociedades contemporáneas, la magia ha dado origen a nuevas formas de expresión comercialmente rentables, como las pseudociencias, constituidas desde el irracionalismo de discursos ―subrayo discursos, ya que sólo pueden existir formal o verbalmente― que simulan argumentos racionales. Las psudociencias contemporáneas, como la antigua magia, responden a objetivos primarios y prácticos, que favorecen la entropía del sistema y la anomia de masas e individuos, el estado de aislamiento de múltiples personas y la desorganización de la sociedad, mediante la incoherencia de sus normas más elementales (que son las que más fácilmente puede entender una mente elemental).

En segundo lugar, la apariencia, tal como se interpreta desde el materialismo filosófico, es la presentación considerada como diferente del objeto correspondiente, en tanto que obstaculiza el conocimiento de ese objeto[3]. Puede tratarse de apariencia de presencia o de ausencia[4]. En suma, se trata de un hecho genuinamente barroco, del que está bien nutrida la literatura cervantina. La realidad no es lo que parece. Para el ingenuo, y para el sofista, la apariencia es la realidad. Para el filósofo y para el científico, la apariencia es una realidad engañosa. Pero sucede que si no se sabe distinguir bien entre lo uno y lo otro, porque no se dispone de un racionalismo lo suficientemente desarrollado, se puede incurrir en una patología más o menos grave, al suponer que tras la apariencia de un can «vive» una persona, con la que se puede dialogar de forma natural, espontánea y útil. De ahí que la locura resulte ser, con frecuencia, al menos en la literatura, un uso patológico de la razón. Los locos pueden perder la cordura, pero no necesariamente la razón. El significado de este episodio cervantino, pseudobrujeril y eminentemente lúdico, como el de toda la novela en general, es muy explícito: quien no vive en el desengaño (de la apariencia) vive en la ignorancia (de la realidad).

En tercer lugar, la tropelía apela a la idea lúdica del arte que está presente en toda la literatura cervantina, desde La Galatea al Persiles. Torrente Ballester (1975) lo subrayó explícitamente respecto al Quijote, al explicar la naturaleza esencialmente lúdica que mueve al protagonista de la novela mayor cervantina, incluso hasta el punto de fingir su locura. Cervantes concibe siempre el arte desde la ironía que se sustrae a la seriedad y la frivolidad. Para Cervantes el arte de la literatura es un sistema de ideas formalmente objetivado en una serie de materiales que, tomados de la complejidad de la vida real a él contemporánea, se presentan y representan como si no tuvieran que ver directamente ni con la realidad, ni la complejidad, ni la contemporaneidad de esa misma vida. Semejante sustracción de lo real, lo complejo y lo contemporáneo se manifiesta siempre a través de múltiples formas de materia cómica, entre las cuales, la más intensa y recurrente, es la ironía. Es la forma más eficaz de sustraerse a cualquier sospecha o acusación de crítica contra el poder político y sus instituciones estatales o eclesiásticas.

En Cervantes la ironía es siempre la expresión de un discurso o de una fábula en los que los sentidos intencional y literal difieren —a veces incluso dialécticamente— con el fin de provocar una interpretación crítica o humorística. El autor de la ironía siempre expresa lo que siente, pero comunicándolo de modo intencional, nunca de forma literal. La ironía expresa siempre lo que su artífice siente o piensa, pero sin declararlo literalmente. La ironía omite siempre algo esencial: las razones que conducen a ella. De hecho, la ironía suele percibirse antes por sus resultados que por sus motivaciones, es decir, antes por lo que «niega» que por lo que «afirma». La dialéctica es una figura clave en toda interpretación del pensamiento irónico. Y en consecuencia puede afirmarse que la ironía se basa en la dialéctica entre el sentido intencional y el sentido literal.

En un trabajo póstumo publicado en 2005 ―y que el autor al que nos referimos delata ignorar―, Molho considera que «el discurso prologal de Cervantes acerca de sus Novelas ejemplares parece un deliberado intento de descaminar al lector con declaraciones paliativas de ejemplaridad provechosa y virtuoso ejercicio» (Molho, 2005: 147). El hispanista francés subraya, con un racionalismo muy difícil de refutar, que la pretendida rigurosidad moral que exhibe Cervantes en este prólogo se cierra sin embargo con una maliciosa y astuta irreverencia tomada del juego de naipes: «Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida, que al cincuenta y cinco de los años gano por nueve más y por la mano» (Cervantes, 1613/2001: 19)[5]. «El jugarse los años de la vida mortal como una combinatoria de naipes —glosa Molho (2005: 149)—, más es de tahúr que de devoto».

Lo cierto es que las palabras de Cervantes en el prólogo al lector de las Novelas ejemplares, si bien siempre ambiguas, en ocasiones resultan confusas hasta la incoherencia. ¿Qué quiere decir cuando escribe que «será forzoso valerme por mi pico, que aunque tartamudo, no lo será para decir verdades, que dichas por señas suelen ser tendidas»? ¿Qué verdades son ésas, que hay que decir «por señas»? ¿Es auténtica o fingida su insatisfacción por no ver reproducida en la edición impresa de las novelas su imagen grabada, «como es uso y costumbre […] en la primera hoja de este libro»? He aquí la ambigüedad cervantina, que imposibilita ya toda confianza en un conocimiento seguro, por más que la interpretación pueda proseguir, con incertidumbres crecientes, a través de los más diversos umbrales del texto literario.

Sucede que, además de expresarse de forma ambigua, Cervantes habla también desde la incoherencia ―sin duda deliberada―, e incluso posiblemente desde la mentira o acaso la farsa. ¿Por qué?, pues porque entre las sucesivas relamidas de dulzura que profesa al «lector amable», impone una propuesta de lectura que niega y excluye en sus Novelas ejemplares toda posibilidad de inquisición racionalista y crítica:

 

Y así te digo otra vez, lector amable, que destas novelas que te ofrezco en ningún modo podrás hacer pepitoria, porque no tienen pies, ni cabeza, ni entrañas, ni cosa que les parezca (17-18).

 

Si Cervantes quiere decir con esta declaración, apoyándose, por una parte, en una figura analógica o metafórica, de naturaleza orgánica y culinaria (novelas = aves) y, por otra parte, en una figura sinalógica o antifrásica, de naturaleza lógica y ontológica (novelas ≠ cuerpo irracional), que sus Novelas ejemplares no son dignas o susceptibles de análisis serios, de examen sustancial —porque «en ningún modo podrás hacer [de ellas] pepitoria»—, o no son objeto de interpretación rigurosa, racionalista, crítica —«porque no tienen pies, ni cabeza»—, entonces, es indudable que Cervantes miente. Las Novelas ejemplares no sólo son objeto de análisis profundos y rigurosos, sino que lo exigen incesantemente de forma crítica. Como siempre, Cervantes juega con el lector —y juega para desorientarlo—, antes incluso de penetrar en la escritura novelesca propiamente dicha. No hemos empezado a leer la primera novela cuando ya nos dice que sus historias y contenidos no son para romperse la cabeza con ellos, es decir, que no pueden leerse como materia para pensar, como objeto de discurso, buscándole cinco pies al gato, diríamos, porque no tienen lógica, «no tienen pies, ni cabeza, ni entrañas».

La única consecuencia interpretativa que se desprende de este discurso farsesco del Cervantes prologuista es que el autor no quiere que sus contemporáneos aborden las Novelas ejemplares como objeto de crítica, inquisición o análisis excesivamente exhaustivo. Es decir, como lo que, de hecho, son. Prueba de ello es que llevamos criticándolas desde hace ya casi cuatrocientos años. Es posible que sus palabras hayan conseguido despistar a alguno que otro de sus contemporáneos, tal vez a censores oficiales y oficiosos, y a alguno que otro de nuestros contemporáneos, lectores y críticos con deudas que tributar a determinadas confesiones religiosas y creencias ideológicas, pero lo único seguro es, en primer lugar, que Cervantes ha conseguido expresar en sus textos literarios y paraliterarios —como los prólogos— una confusión objetiva, y, en segundo lugar, que se ha esforzado mucho en difundir los mecanismos de esa confusión, hasta el punto de delatar la causa precisamente en el ocultamiento del motivo que le induce a tanta disimulación: la importancia esencial del contenido crítico de sus Novelas ejemplares, que el autor niega con tanto afán, y sin que nadie se lo pida. Acusatio manifesta... Cervantes sabe, porque lo practica a cada paso, que el discurso crítico es funcionalmente tolerable en la medida en que resulta formalmente imperceptible.

En este triple contexto que he tratado de describir ―porque no lo he visto en el artículo de marras― debe interpretarse el concepto de tropelía que caracteriza no sólo El coloquio de los perros, sino de forma esencial toda la literatura cervantina.

1.2. Las apelaciones a la sátira remiten al lector atento al segundo de los extravíos conceptuales que pueden observarse en este artículo que glosamos.

La referencia que el autor hace a la sátira es fugaz y superficial, e incluso desemboca en la exaltación de un nihilismo gnoseológico que, francamente, no es útil a nadie, y aún menos a una literatura cuya finalidad, lejos de ser la imitación de la realidad, el deleite, la instrucción o la contemplación desinteresada, es la exigencia de una interpretación humana y normativa. Hay que demostrar que la literatura es inteligible, y no que es lo contrario, porque en este último caso lo único que se demuestra es que el aprendiz de crítico literario no sabe ni qué interpretar ni cómo hacerlo. Por todo ello se observará que este tipo de declaraciones contribuyen más a incrementar la confusión de la interpretación literaria que a hacer inteligible lo que la literatura es:

 

Pero el Coloquio —que bien puede leerse como un viaje nocturno a la sátira desde el ámbito del relato moral— es una de esas obras que se resiste muy eficazmente a ser reducida a la consideración de documento o de monumento. Es demasiado patente que la información que pueda proporcionar sobre su contexto inmediato está superada por el exceso de la escritura y que ese contexto previo no puede, por tanto, explicarla. De otra parte, la resistencia que ofrece a la atribución de cualquier significado estable perjudica la posibilidad de ser entendida como hito monumental de una tradición cualquiera (Cabo Aseguinolaza, 2008: 135).

 

El peligro de atribuir a una obra literaria una resistencia, más o menos aguda o grave, a ser interpretada de forma constructiva o estable, es que tal atribución puede convertirse en un atributo más del crítico de turno que de la obra en cuestión. No faltan ni faltarán personas que afirmen que es imposible decir nada nuevo sobre el Quijote, delatando así su propia incompetencia para, en efecto, escribir nada nuevo sobre esta obra literaria. Conviene, pues, ser prudente a la hora de objetar a un texto resistencia a la interpretación, porque, en primer lugar, todos la ofrecen, y, en segundo lugar, lo que se pone de manifiesto —si bien de forma muy elegante, pero indisimulable— es la impotencia del intérprete.

Ante todo, es necesario definir con rigor de qué hablamos, sobre todo cuando se atribuyen propiedades satíricas a una obra como El coloquio de los perros. Cuidado con tratar de disolver lo satírico en la creación literaria cervantina, en la que difícilmente es soluble. Y no sólo por su declaración, bien conocida, al respecto:

 

Nunca voló la pluma humilde mía
por la región satírica: bajeza
que a infames premios y desgracias guía[6].

 

La sátira es la expresión de una experiencia cómica determinada formalmente por la agudeza crítica, la mordacidad y la acritud de su artífice, cuyo objetivo es ridiculizar, desde criterios morales, hechos o hábitos codificados como «vicios», es decir, desde las normas establecidas por un grupo dominante, un determinado referente o arquetipo socialmente reconocido como «vicioso»[7]. La acritud de la sátira es formal, no física, es decir, que sus consecuencias son estrictamente morales: definen las normas del grupo satírico frente al grupo o al individuo satirizado. En esto se diferencia del escarnio, cuya agresividad adquiere consecuencias éticas, al afectar con frecuencia de forma física y psicológica a la persona escarnecida. La sátira provoca en el espectador dos reacciones simultáneas y, pese a su posible contrariedad, no incompatibles: la risa y el desagrado. La risa está provocada por la experiencia cómica, al expresar la disidencia dialéctica entre los hechos consumados y los hechos exigidos, y el desagrado está motivado por la realidad social que deja críticamente al descubierto. En el caso de lo grotesco, estas dos reacciones simultáneas se presentan como incompatibles, mientras que en el caso de la sátira se presentan conjugadas e inseparables. Además, la sátira opta por privilegiar determinados valores: considera «buenos» a unos sujetos, y a otros, de los que se burla, los considera «malos». Lo grotesco suele ser anti-racional e ideal, y la sátira suele ser muy racional y muy crítica.

En los años previos a la publicación de este artículo que analizamos, se han escrito dos trabajos especialmente importantes sobre la sátira en su relación con Cervantes. Me refiero a los llevados a cabo por Anthony Close (1990, 1993, 2000) y Eduardo Chivite Tortosa (2008)[8]. Sin embargo, ninguno de ellos se menciona, ni se reconoce como consultado, en el artículo de marras.

Close ha examinado con mucho detalle la relación de Cervantes con los géneros cómicos de la literatura del Renacimiento y Barroco (obras celestinescas, comedias, entremeses, novela italiana, sátira, novela picaresca, etc.)[9], y ha demostrado que los conceptos de lo cómico y la risa que maneja Cervantes proceden de una tradición culta, que atraviesa la Poética de Aristóteles, De Oratore (Libro II) de Cicerón, Institutio Oratoria (Libro VI) de Quintiliano, Ars Poetica de Horacio, la comedia de Terencio, el mito tradicional sobre el filósofo Demócrito y su concepto de la risa, y desemboca en las concepciones renacentistas de tratadistas sobre lo cómico, como Castiglione[10], Pontano, Robortello, Burton, López Pinciano[11], Erasmo, Rabelais y el propio Quijote. No tiene en cuenta Close la anónima Vida de Esopo, sin embargo ―que el autor del artículo de marras realmente ni siquiera sospecha―.

La tesis de Close apunta a que en el siglo XVI español parece dominar un sentido del humor fundamentalmente aristofánico —duro, agresivo, juvenil, tosco, punzante, escatológico—, que en torno a 1600 tiende a ceder, a través de autores como Cervantes, Lope, Góngora, Rufo, Alemán..., en favor de una concepción más terenciana de lo cómico. En este sentido, Jammes (1980: 3-11) considera que la comedia nueva de Lope de Vega cumple, entre otros objetivos, la tendencia a elevarse hacia un nivel más culto, que relega lo ridículo, lo grotesco, lo aristofánico, lo carnavalesco —dirían con Bajtín—, lo plebeyo, en fin, al entremés. En este contexto, Cervantes opta por un sentido terenciano de lo cómico, frente a la tendencia aristofánica, y modifica en su obra determinadas situaciones y referencias que pueden identificarse intertextualmente, analógicamente, con otras situaciones semejantes, de tendencia claramente aristofánica, existentes en obras y tradiciones anteriores, como el Guzmán de Alfarache, que es una de las más inmediatas.

De este modo, respecto a la tradición literaria precedente, Cervantes introduce modificaciones en la ficción de lo cómico, que afectan sobre todo a los sujetos de la acción y al narrador, así como a un enfoque teatral o dramático de los hechos (Close, 1993: 96 ss). Cervantes transforma la construcción de determinados personajes prototípicos, así como sus relaciones y cambios frente a los demás personajes. Es, por ejemplo, el caso del burlador[12], o del bobo, en cuya configuración de desarrollan aspectos tradicionalmente incompatibles con ellos: el siglo XVI nunca asociaría la estulticia a personajes como el rufián o la celestina[13]. La experiencia de lo risible y de lo cómico en la obra cervantina, de clara orientación terenciana, frente a lo aristofánico, se caracteriza según Close por los siguientes aspectos y objetivos: 1) carácter didáctico, culto y preceptista, en la línea de la cultura española del siglo XVI; 2) fuerte influencia en Cervantes de los géneros en los que inicia su formación literaria: teatro y novela sentimental; 3) a lo largo del siglo XVII la literatura española experimenta un proceso de urbanización y democratización: se convierte en un discurso que refleja la sociedad en todos sus ámbitos e impulsos; 4) un «síndrome barroco» (Lázaro Carreter, 1974) que consiste en percibir la distancia y descomposición de los grandes tópicos y valores renacentistas; y 5) el objetivo fundamental del concepto de lo cómico que maneja Cervantes persigue evitar los posibles excesos de didactismo (que no serían adecuados en la comedia, ni en obras como el Quijote, o Rinconete y Cordadillo), y en adoptar una postura crítica y ejemplar (terenciana) ante lo ridículo y lo risible, evitando, por un lado, actitudes moralistas como las de Mateo Alemán y, por otro, posturas aristofánicas, como las dominantes en buena parte de la literatura europea del siglo XVI.

No se comprende la simpleza de la argumentación de Cabo, al apoyarse en una acepción de la sátira, por otro lado muy discutible, que toma además, muy incidentalmente, de Forcione (1984), y asumir «que una de las características de la sátira es la expresión de su conciencia de anomalía, muchas veces mediante la comparación con algún tipo de imagen monstruosa» (167).

Por su parte, Eduardo Chivite (2008) se centra en la sátira y su implicación cervantina de forma, si cabe, mucho más explícita.

 

La terminología y preponderancia de la sátira en un momento dado (siglos XV-XVII...) responde a un mayor o menor peso histórico, ya sea el de la tradición satírico-medieval o el de la adaptación de los moldes neoclásicos. El término «sátira» surge por una confusión etimológica entre una tradición teatral griega, satyros, y un término romano de carácter culinario, satura lanx. A la par que las definiciones dadas por parte de los tratadistas indican dos concepciones de la sátira respectivamente: una aristotélica, defendida por Robortello, relacionada con la idea de lo maldiciente y su origen mítico-ritual (próxima a lo «satírico»); y otra platónica de carácter formalista, seguida por Diomedes, cuya naturaleza literaria está relacionada con la flexibilidad y variedad a la que aluden ya en el siglo XVI los versos de Garcilaso (sátira formal) (Chivite, 2008a: I, 43).

 

 Pero es que además —y sorprende que Fernando Cabo no haya advertido esto en ningún punto de su artículo—, la sátira es inconcebible en Cervantes y en El coloquio de los perros al margen de la filosofía de los cínicos. Y este lapsus no es una deficiencia cualquiera, sino absolutamente capital.

 


Filosofía de los cínicos

Los cínicos no mienten. El casamiento engañoso concluye cediendo la palabra al antropomorfismo animal, en el que se deposita, para mayor ridículo de algunos prototipos humanos, el discurso más racional y la moral mejor definida. El animal es depositario de los valores más preciadamente humanos y logocéntricos: el lenguaje y la razón. Irónicamente, habla desde la oscuridad de la noche, acaso desde un cosmos onírico, y siempre rodeado de enfermos, locos o necios, gentes aisladas de la sociedad, de la ley incluso, y por supuesto de los ideales del Estado.

Con mucha frecuencia se ha hablado del cinismo en relación con El coloquio de los perros. Casi nada a propósito de El casamiento engañoso. Además, siempre se trae a colación en tales casos el cinismo de los antiguos griegos, más como una suerte de retórica ilustrativa de la crítica literaria que como lo que realmente fue: una filosofía y una forma de vida. Por otra parte, nunca he leído nada relativo a las Novelas ejemplares de Cervantes que considere el cinismo desde el punto de vista de su implantación en el presente crítico, es decir, que siempre se aborda como algo exento del presente de la interpretación literaria. En este sentido, cuando se habla de cinismo en El coloquio de los perros se suele incurrir, de forma sin duda inconsciente ―pero no por ello menos irresponsable―, en una reiterada doxografía o doxosofía sobre los tópicos cínicos.

La etimología que siempre se aduce para señalar los orígenes del cinismo filosófico parte del término griego kyón (perro). No obstante, Diógenes Laercio sugiere el término Cinosargo (perro ágil)[14] para designar a los cínicos, los cuales habrían recibido estas denominaciones como un atributo honroso, pues reflejaría con la mayor autenticidad el tipo de vida que deseaban seguir: vivir conforme a la naturaleza, del modo más natural posible. Como viven de hecho Cipión y Berganza, por ejemplo, testigos privilegiados e intérpretes singulares de cuantos «secretos» encierra la vida humana real.

De un modo u otro es aceptable suponer que la filosofía cínica tiene su origen en el ideal de un modo de vida que pretende identificarse lo más posible con la naturaleza. Este ideal de vida, basado en un proyecto de retorno a la naturaleza desde las leyes de la polis, implica que es más natural para el ser humano vivir a imitación de los animales que vivir conforme a las leyes del Estado. El proyecto de los cínicos es, pues, posible únicamente desde la civilización. No se puede regresar a la naturaleza cuando todavía no se ha salido de ella. Por ello no es casualidad que la filosofía cínica surja precisamente en un momento histórico de deterioro de la polis griega. Estas escuelas son posteriores a la entrada en escena de Macedonia en el panorama griego. Filipo y Alejandro acabaron con la idea de polis, ya que eliminaron la independencia política de las ciudades-estado. Atenas siguió conservando su fama de lugar relevante para la educación, pero la cultura helenística va a tener ya otros protagonistas. Los cínicos son la respuesta a esta decadencia política. Es una filosofía que quiere alejarse de todos los asuntos de la polis, una polis debilitada y frágil. Los cínicos tomarán a Sócrates como uno de sus referentes, con cuya imagen pretenden recuperar en cierto modo el estilo del filósofo mendicante, y en su concepción de la filosofía como una autarquía, en el sentido de ser la propia fortaleza del individuo. La filosofía —decían— nos hace indemnes a la fortuna.

Las ideas de los cínicos están rehabilitadas en buena parte de la obra de Rousseau, al propugnar la reducción del hombre al estado y condiciones de la naturaleza pura, negando los valores de la civilización y las ventajas del progreso. Las leyes del Estado se discuten, y se propugna una suerte de panfilismo cuyo desenvolvimiento sólo puede darse en una naturaleza, por supuesto más imaginaria que real. Con todo, los cínicos no pretendieron nunca la Arcadia que siguen buscando los seguidores de Rousseau, al plantear contemporáneamente, en términos teológicos, la subordinación o reducción del Hombre a la Naturaleza, la cual desempeñaría las funciones de un Dios ultrajado, consumido y explotado por los seres humanos. Desde un punto de vista político, el referente inmediato es el ecologismo trascendental de nuestros días.

Al margen del cinismo compartido por Antístenes, Rousseau y las ideologías contemporáneas, hay que afirmar que la filosofía cínica exhibe un discurso contracultural que nace del seno mismo de las sociedades culturalmente más desarrolladas y sofisticadas. En este sentido, el cinismo es un producto cultural más de las sociedades avanzadas, que no existiría sin el lujo y la comodidad que lo hacen materialmente visible y factible. Difícilmente podemos imaginarnos un diálogo de cínicos en el Pleistoceno superior.

Con todo, lo que quiero subrayar aquí es que la filosofía cínica, que se manifiesta más por lo que niega —la civilización— que por lo que afirma —la naturaleza—, se fundamenta —al igual que la deconstrucción derridiana— sobre una contradicción insuperable: niega los medios que hacen posible sus fines. Bien conocida es la imagen que ofrece Diógenes Laercio de Diógenes el Cínico, quien, al ver a un muchacho beber agua del arroyo con las manos, arroja su cuenco con el fin de adoptar una forma de comportamiento más próxima a la naturaleza. Lo que podría preguntársele entonces al cínico de Diógenes, como —en términos igualmente filosóficos— al cínico de Derrida, es por qué no renuncian también al lenguaje y a la razón para expresarse, y así alcanzar un estado mucho más próximo entre el Hombre y la Naturaleza. Los póngidos y los homínidos, primeros antropoides del Oligoceno, estaban mucho más próximos a la naturaleza que cualquiera de los cínicos griegos o de los deconstructivistas contemporáneos. Apenas disponían de recursos racionales, mientras que los cínicos y los deconstructivistas, poseyéndolos en grado sumo, actúan para inducir y educar a los demás en el abandono, respectivamente, de la civilización y del racionalismo. Recuérdese el célebre soneto en el que Lope de Vega cuestiona, sin regatear burlas, la filosofía de los antiguos cínicos:

 

     Aquel filosofar antiguo, Octavio,
jamás le diera yo tan falso nombre,
platar el hombre, sin que el verlo asombre,
más parece de bestia, que de sabio.
 
     Sacar los ojos, dar silencio al labio
un lustro, acción de bárbaro se nombre,
buscar de día con un hacha un hombre,
de cuantos han nacido fuera agravio.
 
     Con propia mano en una fuente un día
vio un sabio un hombre, que bebiendo estaba,
y quebró la escudilla que tenía.
 
     ¡Qué hermosa necedad, pues se obligaba
a quebrarse la mano, si bebía,
porque también la boca le sobraba![15]

 

El cinismo contemporáneo —que es el cinismo que caracteriza igualmente a los personajes de El coloquio de los perros—, desprecia las convenciones morales y sociales, pero —frente a la escuela griega de filosofía cínica— finge aceptarlas. El cínico contemporáneo, al igual que los cínicos que protagonizan los relatos de la vida de Berganza, fingen aceptar lo «políticamente correcto» para introducirse de lleno en la sociedad y, confundiéndose con el medio, disponer de inmunidad moral para despreciar y burlarse de todas las convenciones que dicen respetar. Las únicas fidelidades del cínico son sus intereses prácticos, nunca las normas morales. La ideología que el cínico contemporáneo dice poseer no es más que un salvoconducto retórico, un discurso que exhibe para codificarse socialmente como alguien respetable. En El coloquio de los perros los cínicos no son Cipión y Berganza, sino todos los demás. A Cipión y Berganza corresponde la manifestación, nada cínica, dicho sea de paso, del desencanto, descreimiento y desmitificación de la vida social humana. Su crítica ni siquiera es denuncia, evita en lo posible la murmuración, y jamás se permite el sarcasmo, ni la sátira o la risa sardonia. Cipión y Berganza hablan incluso como dos ingenuos, cuyas palabras carecen por completo de ironía —salvo por el intertexto literario en que se sitúa su autor, Cervantes—, y sólo tienen en común con los auténticos cínicos la obscenidad, es decir, en su sentido más etimológico, el hecho de mostrarse a sí mismos, en calidad de mensajeros o relatores —y por la acción transcriptora, mediadora o transductora de Campuzano—, publicando sin reservas ni reticencias todo aquello que es moralmente reprobable en una determinada sociedad. Desde este punto de vista, el cínico se comporta como un moralista que critica y denuncia los vicios que impiden la prosperidad de una sociedad humana. El único cinismo que poseen Cipión y Berganza es el cinismo que pone de manifiesto la falsa moral, el fraude de las convenciones sociales y la falacia de lo políticamente correcto en las ascuas imperiales de la España aurisecular. Cervantes no quiso poner en boca de personajes humanos el relato de semejante ruina. En tal caso, habría sido inevitable crear la figura de un pícaro adulto, en la órbita de Guzmán, o al menos considerando las leyes gravitatorias generadas por la novela picaresca de Mateo Alemán. No son los objetivos de Cervantes.

El cinismo del autor de El coloquio de los perros no descubre nada que no se sepa sobradamente. Su crítica no revela ninguna dimensión moral inédita, ni tampoco inmoralidades incógnitas. Ni siquiera pone al descubierto la fragilidad ignorada de las convenciones sociales. Cervantes hace algo mucho más sencillo, dentro de su amplia complejidad, al idear la aventura de la frustrante relación entre el alférez Campuzano y doña Estefanía, y al abatir al soldado en el delirio onírico de dos perros parlantes, cuyos locuaces coloquios relatan a un no menos singular licenciado Peralta. Cervantes dice en público lo que tácitamente se silencia. Lo que todos sabemos y nadie se atreve a decir. El coloquio de los perros es su obra más valiente, la mejor elaborada en términos filosóficos y, pese a ser la menos verosímil de todas sus creaciones, la más íntimamente ligada a la verdad. Al fin y al cabo, la verdad del mundo es una mentira que estamos obligados a creer sólo en la medida en que participamos en ella. Sólo los cínicos, los que se sustraen a ella, al no participar en sus estructuras, con frecuencia civilizadas y políticas, pueden criticarla libre y obscenamente. Es el privilegio de la independencia, es decir, el privilegio de quienes viven emancipados de la vanidad propia y del poder ajeno.

 

 

2. Extravíos críticos

El mayor de los extravíos que, desde el punto de vista del ejercicio de la crítica literaria, puede observarse en este artículo que glosamos es el que consiste en ver en El coloquio de los perros rasgos propios del género literario de la pastoral. Sin duda es posible explicar al lector los caminos de tales extravíos. La premisa de Cabo se basa en lo que él mismo llama «un ligero desplazamiento de perspectiva» (136). A poca atención que preste el lector atento, semejante «desplazamiento de perspectiva» conduce al intérprete a un extravío crítico de una gravedad irreversible. Examinemos las palabras de Cabo:

 

A veces un ligero desplazamiento de perspectiva puede resultar muy revelador. ¿Qué sucedería, por ejemplo, si consideramos el Coloquio desde el prisma de la pastoral? (136)

 

Y…, ¿qué sucedería si consideramos el Coloquio desde el prisma del budismo zen, la física cuántica o la acupuntura de la dinastía Ming? Pues no pasaría nada, porque el estado actual de la crítica y la teoría literarias está en tal situación que todo es permisible. Todo. Incluso calificar de pastoral una obra como El coloquio de los perros de Miguel de Cervantes. La literatura es una trampa para el que no sabe razonar. No ha faltado entre los cervantistas uno que afirma haber visto en La Numancia de Cervantes un auto sacramental.

Ahora bien, consideremos las razones que aduce Cabo para propugnar una interpretación de tal naturaleza:

 

No hay duda de que a lo largo de toda su obra, desde la Galatea al Persiles, al ámbito pastoral fue un motivo de profunda atracción para Cervantes, quien frecuentó ese espacio genérico e ideológico con curiosidad tan productiva al menos como la dedicada al relato de caballerías o al picaresco (136-137).

 

Cabo basa su premisa en una «atracción» cervantina. A Cervantes le gusta lo pastoral. Consecuencia: es posible interpretar todo lo cervantino como perteneciente o relativo a lo pastoral, que Cabo no duda en calificar de espacio, ámbito o, incluso, ideología. Sucede, sin embargo, que aún hay más. Cabo se apoya nada menos que en una obra de un representante de la Nueva Crítica norteamericana («nueva» lo era allá por 1940…), William Empson, para justificar lo «pastoril» de El coloquio de los perros:

 

Pero, más allá de este comentario específico, incluso el conjunto del Coloquio podría entenderse a la luz de la pastoral, al menos en el sentido que dio a esta noción William Empson en un célebre libro del año 1935 (137).

 

El célebre libro, al que le faltan poco menos de tres décadas para cumplir cien años en el momento en que escribe Cabo, es Some versions of Pastoral. A Study of the Pastoral Form in Literature (1935). Es un trabajo, bastante secundario, por otra parte, en el que el autor hace crítica literaria, muy poco o nada sistemática, sobre materiales literarios diversos, dispersos e incluso lúdicos. Pero examinemos cuestiones clave. ¿Qué entiende Empson por «pastoral»? ¿Cuál es ese concepto de pastoral empsoniano en el que se basa Cabo, nada menos que para atribuírselo a Cervantes en una obra como El coloquio de los perros? Helo aquí:

 

A Empson se le ha reprochado a menudo que no llegase a definir con precisión en qué consiste este modo [pastoral], y es cierto que no encontramos una caracterización directa (137-138).

 

La cursiva, sin intención irónica alguna, es mía, no de Empson, ni de Cabo. ¿He de entender, como lector, que Cabo usa a su vez un concepto indefinido ―de «lo pastoral»― para interpretar, desde tal indefinición, El coloquio de los perros cervantino como producto pastoral de tal concepto indefinido? Llegados a este punto, el lector esperaría encontrarse con una explicación que aclarara o indicara, por parte de Cabo, qué sentido otorga a este término que toma, reconocidamente indefinido, de Empson. Y esta explicación llega, pero llega de esta manera, que primero cito literalmente y luego gloso críticamente:

 

No es difícil, pues, recoger los aspectos fundamentales de su entendimiento [de Empson] del modo pastoral. Seguramente el más decisivo de todos sea la idea de que la pastoral consiste en «putting the complex into the simple» (p. 25): conciliar, esto es, la simplicidad del enunciador —por no decir, su supuesta inferioridad intelectual o social o incluso su idiotez, en el sentido más estricto del término— con la expresión de contenidos de alcance general, cuando no pretendidamente universal (138).

 

La explicación es, cuando menos, de una candorosa simpleza. No es la primera vez que Cabo se sirve de ella[16]. Me refiero a la explicación que aduce, muy libérrimamente, por cierto, en «simplicidad y representación literaria». Pero, fijémonos, ante todo, en la fórmula interpretativa: ¿puede aceptarse críticamente que la pastoral sea una forma de hacer de lo complejo algo simple? Pero, ¿de qué estamos hablando? ¿Es esto crítica literaria? ¿Es esto teoría de la literatura? Yo sólo puedo calificarlo de simpleza. Más rigurosamente: de sofística. O incluso de candidez. En el mejor de los casos, sólo cabe hablar de un reduccionismo formalista, cuyo extremo es el teoreticismo más absoluto, al que apuntan indefectiblemente los excesos de las teorías literarias estructuralistas y posestructuralistas. Fijémonos en las siguientes palabras de Cabo, que constituyen un ejemplo de lo que se denomina la falacia teoreticista (Bueno, 1992; Maestro, 2007b):

 

Evidentemente, la pastoral se concibe como expresión conciliatoria de una serie de tensiones muy palpables, de entre las que tiene una especial relevancia la que afecta a la relación del enunciador con el enunciado, que adquiere una explícita dimensión social e ideológica al aunar «clases de gentes» (sorts of people) diversas (138-139).

 

Evidentemente, semejante concepción de la pastoral resulta, dentro y fuera de cualquier contexto, de un enigma notable. ¿Qué quiere decir? ¿Es la pastoral una suerte analgésico social capaz de aliviar las tensiones sociales entre enunciador y enunciado? Estamos ante una incursión, seguramente inconsciente, en el monismo axiomático de la sustancia: todo es pastoral y todo puede reducirse formalmente a la pastoral. Lo que importa es la estructura formal de nuestra teoría, de modo que, si algo falla, la culpa es de la realidad (falacia teoreticista). Dicho de otro modo: El coloquio de los perros de Cervantes es una demostración de la pastoral, y si el lector no asume esta interpretación teórica, es que no comprende a Cervantes o no sabe suficiente teoría de la literatura. Bien, pues ante una premisa de tales características hay que afirmar, en primer lugar, que esta novela ejemplar de Cervantes no pertenece en absoluto al género de la pastoral, y, en segundo lugar, que asegurar su pertenencia a tal género implica desconocer gravemente los fundamentos de cualquier teoría sistemática de lo que son los géneros literarios.

 

 

3. Extravíos interpretativos

El problema es que si los extravíos conceptuales conducen a extravíos críticos, estos últimos desembocan inexorablemente en extravíos interpretativos. De este modo se llega a afirmar algo que, si se piensa mínimamente, no se escribiría jamás:

 

Los perros del Coloquio cervantino son instancias notorias de esas voces simples que enuncian la complejidad. Es decir, suponen una versión de la pastoral (140).

 

Semejante afirmación es tan gratuita que en cierto modo recuerda aquella de Lacan, tan aplaudida, por otra parte, en que se afirma que el pene es igual a la raíz cuadrada de menos uno. No se diga más.

Afirmar que Cipión y Berganza son voces ya nos sitúa en un contexto formalista de categoría. Quien tal cosa escriba delate situarse en la época de la teoría literaria de nuestros abuelos ―o bisabuelos― estructuralistas. Añadir que voces simples enuncian complejidades es de una tautología rotunda, pues tal cosa puede predicarse no sólo de Cipión y Berganza, sino de la gitanilla, de Tomás Rueda, de Chirinos y Chanfalla, de don Quijote y más aún de Sancho, por no citar igualmente los dos sostenidos de la armadura de Re Mayor o el sistema molecular que constituye el genoma de la mosca tsé-tsé. ¿Hay algo que no discurra de lo simple a lo complejo o viceversa?

Pero es que de inmediato el mismo Cabo advierte de las contradicciones de su propia interpretación, que, evidentemente, su artífice no puede hacer circular sin visibles tropiezos:

 

No obstante, el Coloquio incumple de forma nítida otro de los principios cruciales de la pastoral ortodoxa. Me refiero a la necesidad de no llamar la atención sobre el conflicto primario de la pastoral, puesto que si algo hacen continuamente estos canes es admirarse de su repentina capacidad discursiva (140).

 

La pregunta, en realidad, es, ¿qué requisitos cumple El coloquio de los perros de Cervantes para ser calificado de «pastoral»? Más allá del episodio de las ovejas y las cabras, apenas caben relaciones posibles desde criterios racionales y coherentes. Aun si Cipión y Berganza fueran dos ovejas o dos cabras, en lugar de ser dos perros, tal vez Empson o Cabo llevaran más razón en sus argumentos. Y ni siquiera necesariamente, pues hablamos de literatura, no de zoología. De todos modos, no hay que olvidar que los luteranos o derridianos de la teoría literaria contemporánea, muy posmoderna ella, son muy amplios, y otorgan al intérprete plenos poderes para sacar de la chistera de los hechos literarios cualquier conejil interpretación.

Con todo, Cabo sigue luchando por tratar de dar una explicación convincente de la idea o concepto de pastoral que, a su juicio, y siguiendo las frágiles y extemporáneas tesis de Empson, puede proyectarse sobre El coloquio de los perros. He aquí la afinación de su argumento:

 

Antes de seguir, viene bien apuntar cuál de las versiones de la pastoral que recoge Empson presenta las afinidades más sugestivas [cursiva mía: «sugestivas» no son precisamente científicas, racionales o coherentes] con el Coloquio. Cabe discutirlo, pero a mi parecer es la última de la serie que él considera; también la más alejada cronológicamente del autor de las Novelas ejemplares. Se trata de las Alicias, de Lewis Carroll. Y las razones de esta sorprendente afinidad [cursiva mía: en eso estamos de acuerdo, porque la «afinidad» es, a no dudarlo, «sorprendente»] ayudan a apreciar algunas de las facetas de la complejidad del texto cervantino. Tanto los textos de Carroll como el de Cervantes se caracterizan por vincular las conversaciones de los simples —niña, animales o seres extravagantes de toda índole— con la visita de un mundo distinto e imprevisto: el de los perros para Campuzano, el de las maravillas y el del otro lado del espejo para Alicia (141).

 

Conviene recordar aquí aquellas palabras de Gustavo Bueno respecto a Aristóteles, cuando aquél escribe que «el que no es matemático —decía Aristóteles— se asombra de la inconmensurabilidad de la diagonal y del lado del cuadrado; el matemático, se asombra del asombro de quien no es matemático» (Bueno, 1992: III, 116). Sólo quien desconoce el perspectivismo en Literatura Comparada puede sorprenderse del uso de esta técnica en cualquier literatura, de Daniel Defoe en Gulliver’s Travels hasta Cartas marruecas de José Cadalso, pasando por los diarios de Colón y todas las crónicas de Indias, y desembocando, por supuesto, en Alicia en el país de las maravillas… Y para no poner ejemplos muy difíciles, ¿recuerda el lector el diálogo de un «ingenuo» don Quijote con la sarta de galeotes encadenados?

La verdad es que lo que «ayudan a apreciar» estas interpretaciones no es lo que de pastoral hay en El coloquio de los perros, sino lo que de arbitrario hay en lo que escribe Empson, y que Fernando Cabo sigue acríticamente y a pies juntillas, tratando de adaptarlo como puede a una novela cervantina que es superior e irreductible a toda interpretación formalista y neorretórica.

Por otro lado, ni Cipión ni Berganza son simples. Mucho menos don Quijote ante los galeotes. Cervantes difícilmente construye personajes simples. Simples, en realidad, y mal que nos pese, suelen ser más los críticos literarios que se enfrentan a Cervantes que los personajes de la literatura cervantina.

A partir de este momento, Fernando Cabo inicia un proceso de búsqueda de paralelismos entre El coloquio de los perros de Miguel de Cervantes y Alicia en el país de las maravillas de Luis Carroll. El itinerario, sin duda, es de cuidado... Por sí mismo, el propósito es muy audaz. Pero hay que examinarlo sin prejuicios. ¿Cuáles son estos paralelismos y analogías? ¿En qué criterios de relación gnoseológica se basan? ¿Cuál es la figura comparativa de referencia para fundamentar la analogía, esencial en el ejercicio de toda Literatura Comparada? ¿Cuál es?...: el sueño. Sí, el sueño. En el sueño reside la «relación» entre una y otra obra. ¿Cómo es posible? He aquí la explicación:

 

Hay además otra concomitancia bien llamativa. Las experiencias extraordinarias de Campuzano y Alicia coinciden en presentarse en algún momento como sueños (142).

 

Evidentemente no sobran ejemplos. Desde los Sueños de Quevedo hasta los dramas y autos sacramentales calderonianos donde la vida se afirma como sueño, hasta los múltiples sueños de don Quijote, pasando por los sueños de Edipo e incluso «la señorita Elvira» en La colmena, la literatura universal está llena de personajes que sueñan, y no por ello todas y cada una de esas obras a las que tales personajes pertenecen son obras de literatura pastoral capaces de tratar de tú al Quijote. Precisamente de lo que no da cuenta la literatura, al menos por lo menudo, y de momento, es de los sueños de las cabras, ovejas, y demás especies zoológicas propias de la literatura pastoral[17]. Sucede que la analogía que Cabo establece aquí entre una y otra obra no es una relación gnoseológica, sino una ocurrencia temática. Y francamente espontánea. Alicia sueña, Campuzano sueña, luego El coloquio de los perros y Alicia en el país de las maravillas mantienen entre sí una relación de analogía. Proceder de este modo en Literatura Comparada equivale a instituir una fenomenología ―en realidad una pura ocurrencia― en categoría temática de interpretación intertextual. Apurando tales «ocurrencias» podríamos decir que todas aquellas obras literarias en las que aparecen personajes que sean bípedos implumes mantienen relaciones intertextuales entre sí. Y no sería un disparate: sería una vacuidad.

A partir de este momento Fernando Cabo se enreda en una suerte de retórica del sueño para tratar de justificar el estatuto de ficción que exige El coloquio de los perros por su implicación en la novela precedente y contenedora, metanarrativamente hablando, El casamiento engañoso. El resultado de la argumentación, al carecer de una teoría definida del concepto de ficción en la literatura, conduce al lector a una enredadera. Durante varias páginas (143 y ss.), Cabo trata de dar una explicación realista al supuesto sueño de Campuzano, precisamente allí donde Cervantes es completamente lúdico y lucianesco. Cínico, habría que decir, para ser más precisos. Lo que pretende Cabo es algo parecido a tratar de explicar el realismo de una ilusión óptica (un espejismo) negando las leyes de la óptica y afirmando la patología de lo real. En filosofía, lo más próximo a una tal gnoseología sería el idealismo materialista de David Hume (en el mejor de los casos…). Entremos en detalles a partir de las palabras de Cabo:

 

Lo que aproxima a Carroll y a Cervantes es, entonces, el procedimiento metaléptico, en el sentido que Genette ha dado últimamente a este término, de poner en cuestión relaciones de causalidad de los mundos representados en los textos a través del enmascaramiento o la subversión de sus relaciones. ¿Cuál es la relación entre el mundo alucinante de los perros sevillanos [cursiva mía: ¿sevillanos?, ¿no están Cipión y Berganza en Valladolid?] y el tantas veces definido como realista del malparado Campuzano? Es una relación entre mundos que no puede entenderse más que como relación entre textos: he aquí otra de las claves de la apuesta cervantina (146).

 

No. He aquí no una apuesta cervantina, sino una nueva y reincidente reducción formalista: todo es texto, todo es relación entre textos y el mundo (los mundos: ¿cuántos hay?) es, también, un texto. Y una tal reducción teoreticista nos conduce de nuevo al mismo callejón sin salida, donde habita la teoría literaria de nuestros abuelos y bisabuelos del siglo XX, cuyo canto del cisne es la Métalepse del Genette de 2004.

Explícitamente, Cabo reconoce que su propuesta es, indudablemente, forzada:

 

No pretendo forzar el aire de familia entre el Casamiento / Coloquio y los dos relatos de Lewis Carroll, pero sí utilizarlo para sugerir algunas de las aristas de la complejidad tan fecunda del autor del Quijote. La problematización de lo que Empson llama el resorte de pensamiento propio de la pastoral constituye una afinidad entre ambos autores, quienes además coinciden en algunos procedimientos como la introducción del sueño (146).

 

Ningún estudio intertextual, y aún menos de Literatura Comparada, puede fundamentarse en un forzado «aire de familia». En primer lugar, la relación gnoseológica de la intertextualidad literaria y de la Literatura Comparada es algo muy diferente. En segundo lugar, sigue sin entenderse lo que se quiere decir con «lo que Empson llama el resorte de pensamiento propio de la pastoral». Y en tercer lugar, la analogía del sueño como procedimiento coincidente no revela, en sí mismo, absolutamente nada. Malos tiempos para Cervantes, si necesitamos acudir a Alicia en el país de las maravillas para explicar el sentido de su obra literaria. O acaso… ¿malos tiempos para la teoría de la literatura?

Tras la irresoluta cuestión de la ficción en El coloquio de los perros, Cabo se sitúa ahora en una nueva situación que, de nuevo, desemboca en un confusionismo creciente: el autor no logra explicar si El casamiento engañoso y El coloquio de los perros son una novela, dos novelas, una novela dentro de otra novela, etc. ¿Superfetación? ¿Hiponimia o hiperonimia? ¿Intertextualidad o hipertextualidad? ¿Metanarración o metaficción? ¿O simplemente metalepsis genettiana…? Podríamos agotar todos los términos convocados por Cabo, e incluso añadir todos los que no monopoliza, procedentes de las teorías formalistas, estructuralistas, semiológicas y posestructuralistas, y no haríamos sino incrementar la confusión sin desembocar en ninguna parte.

 

Se ha hablado de encuadramiento, de incrustación, de encastramiento y, por supuesto, se ha discutido muchas veces si se trata de dos novelas o de una sola que contiene a la otra. Y si bien lo pensamos entre las dos cosas hay un cierto conflicto: si el encuadramiento fuese evidente no cabría la cuestión de considerar el Coloquio como la duodécima novela de la colección. Lo malo es que, por la vía de los hechos, esto último es lo que hace la inmensa mayoría de los estudiosos y editores de las Novelas ejemplares, avalados en apariencia por el propio Cervantes, al hablar de «doce cuentos» en su dedicatoria al Conde de Lemos, y por los preliminares e índice de la primera edición (147).

 

Es que los hechos son así, y si los editores editaran otra cosa, no tendríamos las novelas que escribió Cervantes, sino «otra cosa». A los teoreticistas, formalistas y deconstructivistas la realidad les molesta mucho, porque constituye el principal obstáculo represor —dirían Freud, Lacan y Foucault— de su imaginación y su sofistería. Cabo no se decanta por nada ―carecer de criterios es siempre muy ecléctico―, y para argumentar acude a la pragmática de la narración made in década «de los 60» del siglo pasado, que se importa a España desde el último tercio del Novecientos (y lo que queda). Los resultados son los más conocidos del mundo: narrador, narratario, pacto narrativo, emisor, receptor, lector implícito, lector implicado, lector explícito, etc., etc., etc. En bucle. ¿Para cuándo una Teoría de la Literatura hecha en España? Si existiera, los primeros en desestimarla y negarla serían los colegas españoles…

La conclusión de Cabo es que Julio Rodríguez-Luis «es uno de los pocos estudiosos de las Novelas ejemplares que insiste en estos aspectos» (148). Sí, en un trabajo de 1980 que Cabo cita en 2008 como «único» sobre el tema. El dato es revelador, no tanto por lo que se afirma, sino cuanto por lo que se ignora con tal aserto. De hecho, la conclusión a la que nos conduce Cabo es muy simple: una novela irrumpe dentro de otra novela, «irrumpe el texto dentro del texto: el texto en su forma más objetiva» (148). Y, ¿cuál es su forma subjetiva?..., cabe preguntarse. El remate de Cabo es el siguiente:

 

Porque el texto del Coloquio que leemos dentro de El casamiento engañoso es, sobre todo, eso, un texto en el sentido más material que cabe (149).

 

I miei complimenti… Inapelablemente, El coloquio de los perros es un texto materialmente existente y como tal constatable. Palabra de materialista. Por el momento, el ser humano no ha demostrado ser capaz de manipular formas incorpóreas. Si exceptuamos la experiencia mística y el viaje astral, entre otras actividades así de emocionantes (pero poco recomendables en el ejercicio de la crítica literaria).

Sin embargo, esta sorprendente evidencia, a la que hemos llegado tras arduas argumentaciones teoreticistas y formalistas, se desvanece apenas unas palabras más adelante, puesto que el texto de El coloquio de los perros se convierte e interpreta ahora en una «imagen»:

 

El Coloquio es, en uno de sus aspectos esenciales, una imagen: la imagen de un texto que se interpone en la relación oral entre los dos amigos Peralta y Campuzano, cuyo referente último es el paratexto que titula la Novela del casamiento engañoso, y al mismo tiempo los otros diez títulos de las anteriores piezas de la serie cervantina (154).

 

Pregunta: entonces, El coloquio de los perros, ¿es un «texto» o una «imagen», es la imagen de un texto o el texto de una imagen, o es un texto interpuesto entre los dos amigos, indudablemente textos también, cuyo referente es el paratexto de una novela que padece superfetación… textual? ¿Imaginaria? Sólo Derrida podría responder a una duda de tal envergadura.

 

El texto contenido en el cartapacio del soldado es señalado como aquello que ve peralta; y, de hecho, esa relación indicial apunta sólo al título, aunque los (sic) que se nos dé como lectores, metonímicamente, es la integridad del texto escrito por Campuzano. Recordemos el pasaje: «Recostose el alférez, abrió el licenciado el cartapacio, y en el principio vio que estaba puesto este título». Lo que sigue es el título, sí, y también su propia imagen, con la capacidad de remisión extratextual que hemos señalado, además, por supuesto, de la primera parte de la conversación entre Cipión y Berganza (155).

 

Por lo que se ve, la visión sustituye a la lectura… La visión de un espejismo, indudablemente.

Pero el confusionismo interpretativo no hace sino crecer, especialmente cuando Cabo trata de dar una respuesta estructuralista y posmoderna a la ontología literaria que constituye El coloquio de los perros. Consideremos críticamente algunas de sus afirmaciones:

 

El coloquio se convierte en novela en la medida en que trasciende su situación contextual en la Novela del casamiento engañoso (157).

 

¿Cabe entonces suponer que al margen del Casamiento y su lectura, deja de ser una novela, y pierde toda entidad genérica y literaria? ¿Por qué? ¿Acaso los entremeses, representados al margen de los entreactos de las comedias auriseculares, dejan de ser teatro?

 

[El coloquio de los perros] es y no es una novela, del mismo modo que el Casamiento es una y dos novelas al mismo tiempo (157).

 

A partir de este momento Cabo comienza a desgranar juegos de palabras, que en más de un caso darán lugar a curiosos y poco originales trabalenguas, al modo de figuras retóricas propias de sofistas y posmodernos varios, a los que sigue acríticamente en su discurso, como tendremos ocasión de comprobar.

 

Sin mucha exageración podría hablarse de un auténtico cortocircuito narrativo, que implica la posición de las novelas en la serie, como undécima y duodécima de la secuencia, y la relación interna de implicación mutua. Sólo así se entiende que El coloquio de los perros sea la duodécima novela y, simultáneamente, una parte de la undécima, la cual, como hemos visto, se extiende más allá de los límites de la que supuestamente la sigue. Por eso es legítimo hablar a la vez de novela y de coloquio (157).

 

Con todo respeto, estas palabras son francamente pobres ―aunque muy graciosas―, no sólo porque no dicen nada, sino porque incluso llegan a promulgar la conclusión de que es legítimo para el autor, Cervantes, darle a su novela el título que le dio: Novela, y coloquio, que pasó entre Cipión, y Berganza… Por otro lado, el título de la novela última no se explica por la sintaxis de la serie, sino desde los criterios de una teoría de los géneros literarios, a los que El coloquio de los perros desafía abiertamente, como obra genuinamente cervantina. El título reproduce el esquema oximorónico que subraya del resto de las novelas: española inglesa, amante liberal, dos doncellas (que no lo son), ilustre fregona, casamiento engañoso, novela y coloquio (narración y drama, diégesis y mímesis). Personalmente creo que la respuesta a las dudas y confusiones interpretativas de Cabo se encuentra en una teoría de los géneros literarios que este autor está muy lejos de considerar. De lo contrario, no acudiría a fórmulas estructuralistas, que incurren una y otra vez en la falacia teoreticista ―aunque él no sepa que es la falacia teoreticista en la que incurre―, para dar cuenta de lo que es consecuencia de una concepción genérica de los materiales y formas literarios.

 

Escapa, en otras palabras, a la racionalidad implacable de la metadiégesis —basada en el encasillamiento sucesivo de narraciones— por cuanto lo que encontramos en Cervantes respeta muy poco la jerarquía estricta de niveles que es tan querida de la tradición narratológica. Si hubiese que buscar un término para expresar esta forma de inserción, tan cervantina como poco genetteana, seguramente no habría otro mejor que el de intervalo, que sugiere fundamentalmente un efecto de montaje (158).

 

Aquí hay mucho que discutir. En primer lugar, hablar de tradición narratológica anterior a Cervantes es, cuando menos, cuestión más que delicada y de fuerte calado. En segundo lugar, sí, estoy de acuerdo en que Cervantes es, más que probablemente, poco «genetteano»… Varios siglos los separan, y no en balde. Exigirle a Cervantes conocer el estructuralismo «genetteano» es algo indudablemente audaz. En tercer lugar, me permito dudar más que mucho de que el término «intervalo» sea el más adecuado para designar la inserción de un relato dentro de otro relato. Cabe debería ser consciente de que los términos no valen por lo que «sugieren», sino por lo que explican. Y la inserción de un material narrativo en otro puede designarse de formas mucho más claras y precisas, que permiten que todos nos entendamos, aunque algunos «teóricos de la literatura» no puedan lucir, en beneficio del conocimiento compartido, sus dotes de transmutación de neologismos. Pero Cabo, lejos de tales consideraciones, enfatiza iterativo:

 

Repitámoslo: el Coloquio —como texto o como imagen de un texto— no se integra en la relación entre Campuzano y Peralta, sino que, literalmente, la interrumpe. Inaugura una temporalidad radicalmente inconmensurable […]. Se trata de un texto ad-scrito [sic], situado al lado o entre los márgenes del texto principal (158).

 

Atrapado en los límites de una terminología anticuada (por estructuralista) y vacua (por posmoderna y sofista), Cabo discurre en su interpretación de El coloquio de los perros a través de una serie de declaraciones cada vez más vacías de todo contenido. Todo en esta última cita es de una fragilidad sorprendente: El coloquio de los perros es «texto o imagen de un texto», como si fuera lo mismo ser una cosa que la metáfora imaginaria del genitivo de la cosa; «no se integra en la relación entre Campuzano y Peralta»…, ¿por eso entonces es genuinamente El coloquio de los perros el hecho que los une en el proceso de lectura del alférez al licenciado? (adviértase que lo que supuestamente separa, explícitamente une: la interrupción es una de las principales formas de conexión); «inaugura una temporalidad radicalmente inconmensurable»…: cómo lo sabe Cabo, ¿ha medido lo inconmensurable?, o simplemente incurre, sin saberlo, en una hipóstasis del presente…; por último, la retórica posmoderna basada en la transformación y creatividad ortográfica, de la cual se espera brote una nueva y afortunada concepción o sugerencia de cuanto se dice: ad-scribir, se diría de situar un texto al lado o entre los márgenes de otro texto principal… Audaz verbo… La escritura posmoderna tiene un salvoconducto: nunca se sabe si lo que se escribe es una errata o no. Todo vale.

Tras su discurso estructuralista, anclado en Genette, Cabo pasa fluidamente a la retórica posmoderna, y hace lo que con frecuencia hacen quienes practican esta forma de comunicación, crítica sólo en apariencia: dada la falta de un pensamiento sistemático, racionalista y coherente, toman palabras aisladas, con frecuencia con contenido conceptual en otras disciplinas, y las aplican a textos, literarios o no, con objeto de aducir argumentaciones de vistosa calidad, tras las cuales, en verdad, no hay nada. Es lo que hace Cabo con la palabra «intervalo», que toma de Deleuze (La imagen-movimiento. Estudios sobre cine, 1984), el cual la toma a su vez del realizador Dziga Vertov (El hombre de la cámara, 1929). Veamos qué sentido conceptual da Deleuze a la palabra «intervalo», y qué uso hace Cabo de ello aplicándolo a Cervantes. Habla Deleuze en primer lugar:

 

El intervalo no será ya lo que separa una reacción de la acción recibida, lo que mida la inconmensurabilidad y la imprevisibilidad de la reacción, sino por el contrario lo que, dada una acción en un punto del universo, encontrará la reacción apropiada en otro punto cualquiera y por distante que esté (encontrar en la vida la respuesta a la cuestión tratada, la resultante entre los millones de hechos que presentan una relación con esa cuestión). La originalidad de la teoría vertoviana del intervalo estriba en que éste ya no indica el abrirse de una desviación, la puesta a distancia entre dos imágenes consecutivas, sino, por el contrario, la puesta en correlación de dos imágenes lejanas (inconmensurables desde el punto de vista de nuestra percepción humana) (apud Cabo, 159-160).

 

Me gustaría saber qué diría Alan Sokal, si leyera estas palabras de Deleuze… Yo, que no sé física cuántica, sólo puedo imaginarme a Deleuze, en los márgenes del Universo (nunca en el centro, por su puesto [sic]), midiendo la inconmensurabilidad de las reacciones de las que habla. Las palabras de Deleuze me parecen un ejemplo perfecto de trabalenguas posmoderno, la figura retórica más usada por la sofística derridiana.

En segundo lugar, habla Cabo, y éste es su parecer:

 

Este carácter relacional entre aspectos inconmensurables, a partir de una suspensión o una desviación, resulta muy iluminador para atisbar la potencialidad teórica de la invención cervantina (160).

 

La pregunta más sencilla que podemos hacernos ante tal afirmación es cómo se pueden relacionar dos aspectos inconmensurables… Supongo que del mismo modo que se puede trazar una circunferencia de radio infinito. Ahora bien, ¿es esto crítica literaria?, ¿es esto teoría de la literatura?

Pero Cabo prosigue, infatigable:

 

No es cuestión, claro, de proponerlo como antecedente de la teoría del montaje de Vertov ni de propugnar a Deleuze como clave interpretiva de Cervantes (160).

 

En esto último estamos de acuerdo: no consideraré a Deleuze como clave interpretativa del autor del Quijote. Pero dejemos proseguir a Cabo, ¿es cuestión, entonces, de qué?:

 

[…] de tomar nota, a partir del propio texto cervantino, de la necesidad de trascender la conexión entre acción y reacción, entre antecedente y resultado, para abrir el terreno a la teoría en el sentido más amplio de término. La suspensión o la desviación que se vincula con el intervalo abre, como recuerda Deleuze, un lugar vacío desde el que se genera una percepción (160).

 

No sé si los místicos lograban o no percibir algo en el vacío. Sí sé que desde la Teoría de la Literatura no es posible interpretar nada a partir de un conjunto nulo o vacío de premisas. Debe ser fantástico confundir los conceptos y campos categoriales libérrimamente, sin que nada lo impida, y usar en Teoría de la Literatura el concepto de «vacío» con el valor que el supuesto teórico de la literatura de turno quiera darle, cual físico o astrofísico competente en la inconmensurabilidad de todas las materias.

Escribe Cabo que «cabe entender el intervalo como el fundamento de la intertextualidad cervantina, a partir de la desviación y el retardo» (162). ¿La desviación de qué? ¿El retardo de qué? Y a continuación se afirma el «relativismo entre la escritura y el mundo, entre la ficción y lo que se sitúa más allá de ella» (163). ¿Alguien podría decirme qué es lo que se sitúa más allá de la escritura? Y el remate:

 

En el texto cervantino se privilegia, en efecto, la fluidez de las interrelaciones constantes entre los diferentes espacios textuales conectados por la lógica del intervalo (163).

 

Confieso que me gustaría mucho que alguien me explicara lo que significa tal concatenación de palabras. Porque en realidad sólo hay una enumeración caótica. Acaso una eufónica jitanjáfora.

El desenlace final del trabajo de Cabo nos sitúa en una suerte de nihilismo gnoseológico absoluto, con los subsiguientes temas y motivos de todo discurso posmoderno: difuminación de fronteras, disolución de autores, el mundo como escritura, la literatura como margen de un centro excéntrico, etc., etc., etc. Veámoslo:

 

Por ello resulta irresistible la tentación de apuntar, ya como conclusión, a la relación del escritor con su escritura. Es uno de los temas básicos de esta novela dual: de hecho, toda la complejidad propia de la relación entre el Casamiento y el Coloquio se sustancia en el cuestionamiento de la vinculación genética y causal que liga el escritor a su obra […]. Lo que en un caso es relación directa con el oyente e implicación personal del narrador se vuelve en el otro dilación y difuminación de la presencia del escritor, que duerme o parece dormir tanto dentro como fuera de su escritura […]. El efecto de intervalo no hace más que reforzar esta extrañeza […]. Ciertamente, la escritura de Campuzano ha ganado su objetividad mediante el recurso al intervalo […]. Su lugar es un lugar-otro, una heterotopía en término de Foucault, que mantiene con el mundo una relación de representación y de comentario […]. Es una heterotopía negativa, o para volver a la terminología de Foucault una heterotopía de desviación y a la vez de crisis […]. En efecto, el Casamiento / Coloquio constituye un cuestionamiento del principio pastoral sin dejar de ser un comentario distanciado de la sátira (164-168).

 

La confusión de Fernando Cabo entre conceptos de Teoría de la Literatura y de Crítica de la Literatura no puede ser más visible. Lo mismo cabe decir respecto a la confusión interpretativa respecto a las formas de la materia cómica. Y lo mismo, y más grave, ha de añadirse a las exigencias que requiere El coloquio de los perros frente a una teoría de los géneros literarios, por completo ausente de la interpretación presentada por Cabo.

¿Hasta cuándo la falta de originalidad y de criterio seguirá haciendo beber en fuentes francesas y extemporáneas a la supuesta teoría literaria escrita en España? ¿Es esta la Teoría de la Literatura de la que cabe extraer una interpretación de los materiales literarios?

Hay normas que se inventan para dar crédito a un mundo que carece de contenido. Y esto es lo que precisamente sucede en el mundo académico posmoderno, en España y, sobre todo, fuera de nuestro país, donde la productividad sólo reside en el narcisismo de una presunta labor investigadora que en realidad es un vano simulacro, y cuyos artífices son, con harta frecuencia, incapaces de construir una obra y un pensamiento originales, que merezcan, de hecho, este nombre.

La geometría no es concebible en el espacio vacío. La Teoría de la Literatura tampoco se puede ejercer de espaldas al conocimiento de lo que la literatura es. Durante años, la presunta teoría literaria que se ha impartido en casi todas nuestras universidades ha dado lugar a artículos como el que acabamos de glosar.

 

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NOTAS

[1] Fernando Cabo Aseguinolaza, «Who it was that dreamed it all? Intervalo y pastoral en El coloquio de los perros [sic]», en Julián Jiménez Heffernan (ed.), la tropelía hacia el coloquio de los perros (sic), Madrid, Artemisaediciones, 2008 (133-170).

[2] Publicado precisamente en Vigo, a menos de cien km del autor al que dedicamos esta interpretación crítica, en Editorial Academia del Hispanismo.

[3] Vid. a este respecto la Enciclopedia Filosófica Symploké.

[4] Vid. imprescindiblemente el artículo al respecto de Alfonso Fernández Tresguerres (2008).

[5] En las citas de las Novelas ejemplares de Cervantes sigo la edición crítica, citada en la bibliografía final, de Jorge García López, con estudio preliminar de Javier Blasco (Barcelona, Crítica, 2001). En adelante, detrás de cada cita, indico, entre paréntesis, en guarismos árabes, sólo la página.

[6] Cf. Viaje del Parnaso (1614: IV, vv. 34-36).

[7] Adviértase que Juvenal, por ejemplo, en sus primeros libros de sátiras, rechazaba —al menos desde su poética literaria— el uso del humor, porque desde su punto de vista la expresión cómica relajaba la intensidad de la experiencia satírica. Según él, la sátira tenía que ser furiosa, indignante, enérgica, y el sentido del humor sólo podía atenuar tales exigencias. Con todo, Juvenal irá progresivamente sirviéndose del humor en la escritura de sus libros satíricos.

[8] La investigación de Eduardo Chivite Tortosa, en el momento de escribir estas líneas, se encuentra, que sepamos, inédita. Se trata de una tesis doctoral, de excepcional calidad, dirigida por Pedro Ruiz Pérez, y presentada en la Universidad de Córdoba en mayo de 2008, titulada «La sátira contra los malos poetas (1554-1610): textos y estudio». De referencia es su trabajo La sátira contra la mala poesía, publicado en 2008, y que cito en la bibliografía final.

[9] Sobre los estudios críticos que se han ocupado de la actitud de Cervantes ante la risa, vid. los indicados por Close (1993: 89, nota 1).

[10] Il Cortegiano, Libro II, 36 y 46.

[11] A. López Pinciano (1596) dedica a la comedia y lo risible la epístola nueve de su Philosophia antigua, poética (III, 31).

[12] «El fruto más importante de este proceso de ejemplarización fue el transformar la tradicional relación maliciosa y conflictiva entre el burlador y su víctima —pensemos en Lázaro y el ciego— en una relación deportiva, lúdica, paródica, y desinteresada, cuyo fundamento es el espíritu de juego o de fiesta en que ambos personajes comulgan» (Close, 1993: 102).

[13] «La transformación del burlador va acompañada de una expansión de la categoría del bobo, a la que se incorporan muchas figuras tradicionales que parecen incompatibles con ella. ¿A quién se le ocurriría convertir en tontos al jefe de la Mafia sevillana y a una descendiente de la astuta Celestina? Pues a Cervantes, quien logra ambos prodigios en Rinconete y Cortadillo» (Close, 1993: 102).

[14] Cinosargo era también el nombre de la ciudad en que Antístenes fundó de la escuela cínica, según Diógenes Laercio (1887/2004: 324): «Disputaba en el Cinosargo, gimnasio cercano á la ciudad, de dónde dicen algunos tomó nombre la secta Cínica». Si esto fuera cierto, los cínicos procederían directamente de Sócrates, de quien Antístenes fue discípulo, y formarían, así, parte de los llamados «socráticos menores», de los que Diógenes de Sinope fue la figura más relevante.

[15] Lope de Vega, Félix (1634), «Reprehende los filósofos antiguos». Rimas humanas y divinas del Licenciado Tomé de Burguillos, Salamanca, Ediciones Almar, 2002, pág. 350. Edición de Antonio Carreño.

[16] Y con gran simplicidad, desde su propio título, explícitamente: «Simplicidad y representación literaria», en Enric Bou et altera (eds.), Sin fronteras. Ensayos de Literatura Comparada en homenaje a Claudio Guillén, Madrid, Castalia, 1999 (269-280).

[17] Sorprende que Cabo cite un solo y único trabajo relativo al sueño en la literatura cervantina (Egido, 1994), y no haga constar ninguna otra referencia bibliográfica.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Un cabo suelto en Teoría de la Literatura», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (VI, 14.54), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro