III, 8.3.4.2 - Interpretación de la Literatura Comparada como construcción nacionalista


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Interpretación de la Literatura Comparada como construcción nacionalista


Referencia III, 8.3.4.2



Esta comparación de obras nacionales y extranjeras había dejado de ser un simple pasatiempo de eruditos y curiosos: era la lucha misma por la independencia del pensamiento nacional.

Joseph Texte (1893/1998: 23).



Jesús G. Maestro y la teoría literaria comparatista

En 1903, el comparatista norteamericano Charles Mills Gayley se dirigía a la Literatura Comparada en términos semejantes a los que puede utilizar el narrador de un relato épico. La definía así:


Un medio distinto e integral de pensamiento, una común expresión institucional de la humanidad, diferenciada, sin lugar a dudas, por las condiciones sociales del individuo, por influencias, circunstancias y restricciones raciales, históricas, culturales y lingüísticas, pero siempre, independientemente de la época o de la apariencia externa, impulsada por las necesidades comunes y las aspiraciones de todo ser humano, surgiendo de facultades psicológicas y fisiológicas comunes y obedeciendo a leyes comunes de material y modo, de la humanidad individual y social (Gayley, 1903: 56).


Lo cierto es que esta forma de concebir la Literatura Comparada llega incluso a autores tan socorridos como Wellek y Warren (1949), Jost (1974), o Guillén (1985) y, por supuesto, a todos los que, desde la retórica posmoderna, han hecho de la Literatura Comparada la más alta síntesis metafísica entre las diferentes partes de la Tierra y sus culturas cardinales (que son todas, naturalmente, porque todas las culturas son, para la posmodernidad, iguales).

Cuando Wellek y Warren (1949/1985: 62) afirman que «la literatura es una, como el arte y la humanidad son unos, y en esta concepción estriba el futuro de los estudios histórico-literarios», incurren en un idealismo —monista, sin duda— cuyas consecuencias ignoran por completo. Hablar de la Humanidad como una realidad única y unívoca supone suprimir las dialécticas que se dan en el seno de la Humanidad, es decir, supone negar las diferencias que caracterizan a todos y cada uno de los diferentes seres humanos. Hablar de Humanidad como de un ente único, además de postular un idealismo monista y metafísico, científicamente intolerable, y realmente inexistente, equivale a negar la existencia efectiva de ricos y pobres, de clases sociales y grupos humanos diferentes entre sí, de culturas que en absoluto pueden identificarse ni económica ni históricamente, y, por supuesto, de literaturas que de ninguna manera son isovalentes, ni podrán serlo jamás. Hablar de Humanidad como de un todo enterizo implica identificar al pobre con el rico, sin desposeer al primero de su miseria y sin reconocer en el segundo la supremacía de su poder. Es decir, hablar de Humanidad, en cualquier ámbito categorial, equivale a negar y a ignorar la verdad sobre la cual esa Humanidad está materialmente construida. Negar esta verdad en el campo categorial de la literatura conduce a una idea completamente idealista y metafísica de la Literatura Comparada, cuya primera piedra coloca, sin empacho, Goethe (1827), al postular el término de Weltliteratur, y tildar la literatura de un bien común (Gemeingut) que pertenece a la Humanidad, excluyendo, por ejemplo, de este modo a los analfabetos de su pertenencia a la Humanidad, desde el momento en que sólo una persona alfabetizada puede acceder a un texto literario, que permanecerá ilegible para quien ignore lo que la escritura es. La cuestión que no detalla Goethe, ni Eckermann, ni tampoco la posmodernidad —quien ha mostrado en este punto el mayor cinismo de la Historia—, es quién administra el uso y consumo de los bienes comunes, esto es, de los bienes que por derecho natural pertenecen a la Humanidad. Me adhiero en este punto a la crítica que Susan Bassnett hace a Wellek y Warren (1949) con toda razón:


Los altos ideales de esta visión de la literatura comparada no han sido realizados. Una década después de la publicación de Teoría de la Literatura, Wellek ya estaba hablando de la crisis de la literatura comparada, e incluso cuando la disciplina parecía ganar terreno en los años sesenta y a comienzos de los setenta, la idea de los valores universales y la visión unitaria de la literatura, tal como ya habíamos visto, empiezan a resquebrajarse. Los grandes movimientos del pensamiento crítico que se han ido sucediendo desde el estructuralismo al posestructuralismo, desde el feminismo a la deconstrucción, de la semiología al psicoanálisis, han desviado la atención de la actividad de comparar textos y de establecer modelos de influencia entre escritores hacia el papel del lector. Y en este proceso en el que cada nueva ola crítica arrollaba la anterior, se perdió la noción de una lectura única y armoniosa para siempre (Bassnett, 1993/1998: 92).


No para siempre, sin embargo, pues, como aquí trataré de demostrar, la Literatura Comparada no se ha desarrollado nunca con la intención de aunar pueblos ni aproximar literaturas nacionales. No. Eso es un idealismo absoluto, y también una creencia académicamente muy extendida. La Literatura Comparada nació, creció y se desarrolló, para satisfacer una necesidad académica esencial a todo imperio y nación imperialista: interpretar y codificar las literaturas ajenas a partir de la literatura propia[1]. Si alguien me preguntara si considero que la Literatura Comparada es una forma de «colonización» de otras literaturas, mi respuesta es, indudablemente, que sí. Núcleo, cuerpo y curso del comparatismo literario se han orientado siempre a juzgar las otras literaturas a partir de los criterios de la literatura propia. El canon, el paradigma, el prototipo, y en suma todos los códigos de juicio de cualesquiera valores literarios, sólo pueden construirse a través de una cultura dominante, que es la única cultura capaz de expandir e imponer de forma efectiva su propia interpretación de lo que cada literatura es. En el momento de escribir estas líneas, la cultura dominante es la angloamericana, y los códigos de interpretación son los que esta cultura —la Anglosfera—, a través de su sistema político —la democracia posmoderna impone, en lengua inglesa y, sobre todo, con una mano de obra —nada despreciable— de procedencia hispanoamericana. ¿Cuántos profesores procedentes de la América Hispana trabajan en el imperio de las universidades estadounidenses

Las etapas históricas que han proporcionado a los estudios de Literatura Comparada desarrollos relevantes han estado siempre asociadas a períodos de nacionalismo cultural y estatal. Nacido en el estatalismo institucional de la Francia posrevolucionaria, el comparatismo francés elabora modelos paradigmáticos de interpretación literaria desde los que la crítica academicista francesa interpreta la literatura europea (Texte, Études de littérature européenne, 1898). Goethe postula en la supremacía del idealismo alemán una idea de literatura del mundo o Weltliteratur en la que la poesía es un «bien común» de la Humanidad o Gemeingut, sin duda codificado y administrado por la filosofía alemana y los sistemas de pensamiento germanos, cuyo interés por el mundo crecía en la medida en que crecían sus posibilidades de interpretarlo y manipularlo en beneficio propio[2]

Si el nacionalismo es causa en cierto modo de la Literatura Comparada, el internacionalismo es una de sus consecuencias inevitables. Tras la II Guerra Mundial, cuando los Estados Unidos se convierten en el país que lidera la política del bloque occidental, los modelos internacionalistas del comparatismo francés ceden su puesto a la supremacía creciente de los comparatistas afincados en las universidades norteamericanas, encabezados por Wellek y su idea de desarrollar la Literatura Comparada a partir de criterios de «supranacionalidad»[3]. El monopolio contemporáneo que desde el imperialismo universitario y editorial de los Estados Unidos, a través de la lengua inglesa, se lleva a cabo en nombre de la posmodernidad, de la solidaridad entre los pueblos y de la isonomía de todas las culturas, dispone la consideración y examen de las culturas ajenas en la medida en que la cultura angloamericana las interpreta, codifica y custodia. Y somete. La democracia se ha convertido, contemporánea y posmodernamente, en uno de los regímenes políticos fundamentales de la Anglosfera para imponer globalmente sus imperativos ideológicos. Hasta tal punto esto es así que la democracia se ha convertido más en una ideología política que en un sistema de gobierno o régimen político propiamente dicho. Y se olvida con frecuencia que son los Estados quienes preservan los sistemas políticos y las ideologías quienes los hacen fracasar. Convertir a la democracia en una ideología es el primer paso hacia el su fracaso como sistema político. La posmodernidad cree que en nombre de la solidaridad y de la isovalencia todo está justificado: desde la adopción de niños negros del tercer mundo por parejas infértiles y blancas del primero hasta la interpretación de la literatura china o africana mediante el uso —no se olvide— de la lengua inglesa y de métodos de interpretación de manufactura europea y norteamericana, esto es, occidental. La colonización posmoderna se ejerce contemporáneamente bajo el imperativo de la solidaridad entre los pueblos y de la isovalencia entre las culturas. Se disimula de esta forma la injerencia y el control de la cultura dominante, angloamericana ya no europea, en cualesquiera otras culturas, cuyas infraestructuras, cuando se poseen, son de manufactura, procedencia e importación estadounidense. Las palabras de Texte siguen siendo hoy día, precisamente por su idealismo —todo nacionalismo es un nacionalismo fabuloso— de máxima actualidad:


Después del Renacimiento, especialmente, la literatura se ha convertido en la expresión por excelencia de la personalidad moral de una nación. Cada pueblo ha intentado darse un «alma», principalmente mediante la literatura. Y, a decir verdad, es la oposición misma entre las «almas» nacionales la que ha hecho nacer la crítica comparativa tal y como hoy la concebimos. Ha nacido, no del deseo de unir a las naciones entre sí, no del cosmopolitismo al modo del siglo XVIII, sino, por el contrario, de la tendencia a defender el genio de cada nación contra la influencia de las naciones vecinas: por ejemplo, en el siglo XVI, Francia combate el italianismo; en el XVIII, Alemania, por boca de Lessing y Herder, se rebela contra la influencia francesa; en el XIX, la Italia de Manzini o de Foscolo toma conciencia de su genio propio y se revuelve contra la imitación extranjera. A estas rebeliones generosas se une el recuerdo de las primeras historias nacionales de las literaturas modernas, que son la base necesaria de la historia comparada de las literaturas. Esta no puede y no debe existir más que cuando la historia de las grandes literaturas directrices haya sido suficientemente explorada (Texte, 1900/1998: 27-28).


La Literatura Comparada ha sido siempre un salvoconducto para intervenir académicamente en el territorio que corresponde a otras literaturas. La concepción del Estado posnapoleónico como nación-étnica y como nación-política potenció enormemente esta tendencia. La relación entre Literatura Comparada y nacionalismo es el motor del comparatismo, y no su negación, como tantas veces se nos ha repetido. No por casualidad en España apenas ha existido ningún interés por la Literatura Comparada desde el siglo XIX hasta la década de 1980, momento en que, tras la implantación de la democracia de la tercera restauración borbónica, comienzan a desarrollarse políticamente los nacionalismos secesionistas subestatales. No es hasta comienzos del siglo XXI cuando empiezan a surgir proyectos de estudio, desde los presupuestos de una Literatura Comparada, de las denominadas literaturas ibéricas (gallega, catalana, vasca, castellana), incurriendo en gravísimas aberraciones, como si todas ellas fueran isovalentes, como si hubiera razones para que, desde tales criterios, se excluyan las literaturas asturiana y valenciana, como si las fronteras entre lo gallego y lo lusista fueran tan claras como se dice —o como se niega— que lo sean, como si Cela y Valle-Inclán fueran castellanos por escribir en español, o como si en Gijón se hablara castellano, y no el español dialectal que se habla en la geografía de la Asturias central. Se trata de cuestiones extremadamente polémicas que están cada día más lejos de resolverse, y que no son objeto de este trabajo.

La Literatura Comparada existe porque hay literaturas nacionales, no para que la Humanidad «se sienta» más unida. Para «unir» solidariamente a la Humanidad, así como para desunirla, en categorías más o menos poderosas y estables, sean clases sociales, estados políticos, o credos religiosos, por poner tres ejemplos de muestra, hay métodos mucho más eficaces —y desde luego mucho más discutibles, en varios casos— que los de la Literatura Comparada, métodos tales como la guerra, el Derecho Internacional Público o la telefonía móvil, sin ir más lejos. Utilizar la Literatura Comparada para «unir» a la Humanidad es como servirse de la pedagogía para alcanzar experiencias místicas. Semejante unión sólo será fruto psicológico de un transporte estático. Una Humanidad unida es una «ilusión internacional», del mismo modo que una literatura nacional es, en muchos casos, una ilusión política o estatal no menos nacionalista.

No han faltado voces autorizadas que nieguen y combatan las implicaciones y causalidades nacionalistas de la Literatura Comparada. Desde este punto de vista, Wellek, en su célebre ponencia de 1958, no regateó palabras contra el nacionalismo como motor del comparatismo, especialmente por lo que de nacionalismo observaba en la escuela comparatista francesa de Baldensperger y Tieghem, cuando afirma que «la literatura comparada surgió como una reacción contra el nacionalismo estrecho de muchos de los estudios del siglo XIX, como una protesta contra el aislacionismo de muchos historiadores de las literaturas francesa, alemana, italiana, inglesa, etc.» (Wellek, 1959/1998: 82). Sí, por supuesto, «la literatura comparada surgió como una reacción contra el nacionalismo estrecho de muchos de los estudios del siglo XIX», cuando este nacionalismo era el nacionalismo de los demás, pero no el propio. La Literatura Comparada surge contra el nacionalismo foráneo, contra el nacionalismo del otro, cuando el otro es el vecino, el prójimo, el extranjero, o incluso el bárbaro, pero no surge contra el nacionalismo propio. 

La Literatura Comparada no surge para interpretar la propia literatura, sino para interpretar la propia literatura frente a las demás, o incluso contra ellas, cuando las demás son las literaturas foráneas que interactúan en la nuestra, y cuya influencia se hace constar de forma efectiva en la cultura propia. A esa conciencia de necesidad responde el nacimiento y desarrollo de la Literatura Comparada. Cuestión diferente es la consecuencia que posmodernamente se exige al comparatismo, como si se tratara de un imperativo categórico kantiano, cual deber ser, o como si se tratara de una preceptiva de lo que debe ser la literatura comparada políticamente correcta, a saber: la inclusión en los estudios literarios del primer mundo como una obra académica de misericordia religiosa o de laica solidaridad— de las literaturas de países del tercer mundo. Me pregunto si son intereses científicos o si son preceptos morales —o políticos los que inducen a este tipo de inclusiones. Si los intereses son científicos, habrá que justificarlos, y examinar sus resultados; si los preceptos son morales —o políticos, entonces habrá que imponerlos, y esperar sus consecuencias. Pero el científico nunca espera por desenlaces morales o políticos, siempre fluctuantes, aleatorios y poco fiables. La ciencia no presta atención a la moral y con frecuencia desconfía de la política—, sino a la lógica de su desarrollo. Y quien no lo crea, que eche un vistazo a la historia de la ciencia y a la historia de la moral. Y al papel que entre la una y la otra han desempeñado siempre la política y la religión.

Sucede que hoy día la Literatura Comparada se encuentra enquistada en una gravísima crisis, de la que sin duda no saldrá hasta que se abandonen definitivamente los criterios de interpretación usados por la posmodernidad. ¿Por qué? Porque la retórica y la ideología posmodernas dominan actualmente el debate crítico en torno a la Literatura Comparada y la Teoría de la Literatura, y porque ese debate se encuentra paralizado en una paradoja irresoluble dada en los límites del discurso posmoderno. Por un lado, la razón de ser de la Literatura Comparada es un referente nacionalista, que se toma como modelo (metro, prototipo, paradigma o canon) para interpretar otras literaturas, otras culturas, otras nacionalidades. Otras identidades, las llama la posmodernidad (que siempre se expresa con palabras baúl, en las que cabe todo, y de cualquier manera), como si ser miembro de un Estado fuera cuestión de identidad, y no de estar en posesión de un pasaporte en regla. Por otro lado, la posmodernidad niega las diferencias entre naciones, culturas, literaturas, etc., porque todas —dice— son iguales. Esto supone que se niega la posibilidad de actuar desde criterios estatales y políticos, y por supuesto imperialistas —un imperio es un Estado, o protoestado, que posee competencias (militares, económicas, culturales...) para intervenir en otros Estados más débiles políticamente—, pero que sí se reconoce la posibilidad de actuar desde criterios gremiales, corporativistas, sectarios. 

La posmodernidad odia a los Estados y a los imperios, pero ama a los gremios, a las sectas, y a toda esa suerte de grupos humanos asociados entre sí al margen de sociedades políticas normativistas, las únicas sociedades que hacen a sus miembros iguales bajo el amparo de un ordenamiento jurídico legítimamente codificado en una Constitución. La posmodernidad considera al Estado represor de las libertades, y estima que los grupos humanos sectarios y gremiales que desafían la opresión estatalista o imperialista nos darán un bienestar y una seguridad que el Estado no nos proporciona. Feminismos, nacionalismos, ecologismos, credos religiosos de todo tipo, culturalismos, indigenismos, etc., quieren ser nuestros nuevos ángeles custodios. El grupo quiere imponer por encima de las normas políticas del Estado sus costumbres gremiales para gestionar desde los hábitos del gremio la vida del individuo. La paradoja se manifiesta al descubrir que tales gremios funcionan desde el amparo y la infraestructura del globalismo imperialista de la Anglosfera. Curiosa paradoja, cuyo objetivo fundamental es la disolución posmoderna de los Estados mediante una suerte de democracia global. 

En este contexto, la Literatura Comparada no puede desarrollarse estatalmente, sino gremialmente. Y, en realidad, ¿para qué? Porque si todas las literaturas son iguales, no hay nada que comparar. Una Literatura Comparada gremial o sectaria es un círculo cuadrado. Y vicioso. Porque sólo un Estado puede desarrollar competencias e infraestructuras lo suficientemente sofisticadas como para promocionar y articular unos estudios literarios, destinados a examinar su literatura propia por relación y comparación frente a otras literaturas, a las que une un determinado tipo de conexión, de naturaleza analógica, dialéctica o paralela. Si no hay Estado, si no hay nación, no hay unidad política desde la que articular una comparación. Si las naciones y los Estados se disuelven en una Humanidad sin fronteras, tal como postulaba Goethe en su ideal Weltliteratur, y tal como impone la posmodernidad, entonces no hay nada que comparar, porque no hay términos posibles de comparación. La Literatura Comparada, o existe a partir de un Estado, o no existe. Porque los gremios, aunque dispongan de una literatura, no disponen de recursos para imponerla como canónica, por lo que necesariamente habrán de implantarse parasitariamente dentro de un Estado, cuyo canon literario pretendan socavar. 

No cabe hablar de Literatura Comparada sin una idea precisa y definida de literatura nacional, bien para afirmarla, bien para negarla. La posmodernidad ha esterilizado los estudios contemporáneos de Literatura Comparada al implantarlos en una tetrapléjica polémica que se ha convertido para cualquier investigador en un auténtico callejón sin salida, ya que no se puede ejercer la Literatura Comparada en un mundo en el que todas las culturas son iguales, porque entonces no hay nada que comparar. Si todo es uno y lo mismo, no es posible establecer relaciones; si todo es igual a todo, no hay grados de superioridad ni de inferioridad (algo que el discurso posmoderno detesta rabiosamente: la comparación); si no hay valores ni contravalores, no es posible ejercer ningún tipo de crítica ni de criba; si todas las literaturas son iguales, la Literatura Comparada no existe. Si no hay criterios, no es posible objetivar el valor. Por esta razón, la «teoría literaria» posmoderna está inhabilitada para ejercer la Literatura Comparada. Esto explica que sus contribuciones en el campo del comparatismo hayan sido —y sigan siendo— nulas. De hecho, en los Estados Unidos y Canadá, los departamentos de Literatura Comparada se han ideo disolviendo en las últimas décadas hasta su desintegración en una suerte de estudios culturales indefinidos.

Los hechos, sin teoría, son caos; y la teoría, sin los hechos, es posmodernidad. No es declaración despectiva mía, es lo que los propios posmodernos se atribuyen acudiendo a Nietzsche: «no hay hechos, sino sólo interpretaciones». Es decir, formas sin contenido material alguno ni significado posible valedero. ¿Cómo se puede hacer legible una forma que carece de sentido? Los posmodernos me dirán. De 1969 data la advertencia de Harry Levin sobre los excesos de un teoreticismo desarrollado al margen de los hechos, es decir, las aberraciones de una forma implantada como explicación de la materia al margen de la materia: «Estamos gastando demasiadas energías en hablar […] de literatura comparada y pocas en comparar la literatura» (Levin, 1969: 76). Desde entonces, es decir, desde mediados del siglo XX, la Teoría de la Literatura no ha hecho más que crecer de la mano de teorías literarias cada vez más teóricas y menos literarias, a la vez que más ideológicas y menos científicas, y, por lo que se refiere al comparatismo, de discursos mucho más gremiales y sectarios (feminismo, culturalismo, indigenismo, nacionalismo, etc.) que académicos, institucionales o estatales. La lucha de clases ha dado lugar a la lucha de gremios.

En consecuencia, puede afirmarse que la expansión de la Teoría de la Literatura durante las últimas décadas, por los caminos retóricos y tropológicos de la posmodernidad, y sus ideales universalistas, isovalentes y metafísicos, ha destruido en la práctica los estudios de Literatura Comparada. Pero no los ha destruido en todo el mundo, sino esencialmente en Europa y América. No cabe decir lo mismo respecto a los estudios de Literatura Comparada que se han desarrollado desde la segunda mitad del siglo XX en India, China o Japón, por ejemplo, lugares en los que los estudios comparatistas, como siempre ha sucedido y sucederá, han cobrado un impulso en su alianza con los estudios de las propias literaturas nacionales. Es actualmente en Europa y en Angloamérica donde la Literatura Comparada se ha visto eclipsada por la Teoría de la Literatura de manufactura posmoderna, que ha suplantado el comparatismo entre literaturas supranacionales por la alianza de culturas subestatales, a las que analiza como si de auténticas civilizaciones se tratara. Un posmoderno puede leer el Quijote, transcrito en spanglish, con el mismo interés con el que un antropólogo puede estudiar la escritura demótica correspondiente a la dinastía XXV o Kushita del Antiguo Egipto. Pero el presunto esfuerzo del primero es un divertimiento académico y curricular, sazonado por la posmodernidad contemporánea, al lado del trabajo del segundo, cuya dedicación no ampara presumiblemente ninguna ideología contemporánea.

Cito las siguientes palabras de Susan Bassnett, cuya pertinencia es decisiva, a propósito de los estudios de Literatura Comparada desarrollados en la India (nótese cómo los traductores trasladan al español de forma abusiva la pasiva anglosajona sin excepciones):


Ganesh Devy […] sugiere que la literatura comparada en la India está directamente relacionada con el surgir del moderno nacionalismo hindú, observando que la literatura comparada fue «utilizada para afirmar la identidad cultural de la nación». Aquí no tiene ningún sentido pensar que literatura nacional y comparada pudieran ser incompatibles. El trabajo de los comparatistas hindúes se caracteriza por un cambio de perspectiva. Durante décadas, el punto de partida de la literatura comparada había sido siempre la literatura desde fuera. Majumdar destaca que lo denominado por los estudiosos hindúes como literatura occidental, sin operar con precisión geográfica, incluye aquellas literaturas que derivan, a través del cristianismo, de la Antigüedad greco-latina, y otorga a las literaturas inglesa, francesa, alemana, etc. [—¿podremos suponer a la española incluida en el etc.?—] el término de «literaturas subnacionales» (Bassnett, 1993/1998: 94) [la glosa en cursiva es aditamento mío].


Aparte de algunas objeciones de cierto calado, como la de preguntarle a Majumdar cuál es la nación estatal de la que las «literaturas inglesa, francesa, alemana, etc.» son subestatalizaciones, o, como he glosado cursivamente, si la literatura española está o no incluida en su «etc.», es posible aceptar con bastante coherencia las palabras de Ganesh Devy, así como la cita de Susan Bassnett. Lo que no puedo aceptar de ninguna manera es una conclusión puntual que parece proponer Bassnett, cuando afirma que «críticos africanos, hindúes y caribeños acaban de retar la actitud de una gran parte de la crítica occidental al no aceptar las implicaciones de su propia política literaria y cultural» (Bassnett, 1993/1998: 95). Bassnett no puede dar nombres con los que identifiquemos a estos críticos «africanos, hindúes y caribeños», si exceptuamos a los hindúes Ganesh Devy (1987) y Swapan Majumdar (1987), cuyas obras conocidas son las que están escritas en inglés, y no en las lenguas de la geografía de la India. En lugar de críticos africanos y caribeños, Bassnett nos pone delante a Terry Eagleton, y a su afirmación según la cual «literatura, en el sentido literal en que la palabra nos fue transmitida, es una ideología» (Eagleton, 1983: 22). 

Bien. Aquí hay que hacer constar lo siguiente. 

En primer lugar, Eagleton ostenta un concepto de «ideología» muy amplio y muy indefinido. Tanto, que en su radio dispone una circunferencia de área infinita. Ideología es, para Eagleton, todo: desde la literatura hasta el teorema de Pitágoras, y desde las siete notas musicales (naturalmente etnocéntricas, y con seguridad también fálicas) hasta la formulación química del benceno. Cuando «todo es ideología», importa muy poco lo que la ideología es verdaderamente, porque lo que está en todas partes no está, de hecho, en ninguna. 

En segundo lugar, a partir de tal premisa, no pueden aceptarse como trabajos de teoría literaria las publicaciones que Eagleton hace sobre la ideología que dice es la literatura, sino que sus escritos habrán de leerse, de acuerdo con los preceptos de su autor, no como teoría literaria, pese a sus títulos engañosísimos —Literary Theory: An Introduction (1983)—, sino como lo que son, de facto y en palabras de su propio artífice: ideología práctica vertida sobre la literatura, con objeto de que los lectores de literatura la consuman a la vez que consumen la literatura hacia la que esta ideología se dirige. 

Y en tercer lugar, la objeción que Eagleton formula a quienes han ejercido la Literatura Comparada como un instrumento de poder estatal e imperial, con el fin de expandir su propio canon literario sobre otros pueblos, es decir, la denominada civilización occidental en su explotación del resto del mundo, debe ser necesariamente enfrentada a esta otra objeción, inquisitiva e interrogativa, dirigida directamente al propio Eagleton mediante esta antipáfora: ¿en qué lenguaje escribe Eagleton? En inglés. ¿Desde qué civilización escribe Eagleton? Desde la occidental: concretamente desde la anglófona. ¿Para quién escribe Eagleton? Para los que saben leer en inglés y han sido educados en los cánones de la cultura occidental. ¿Por qué no escribe Eagleton en náhuatl, en asamés o en swahili? ¿Por qué no renuncia a la educación recibida en Occidente y estudia la literatura hindú, caribeña o africana con los recursos educativos desarrollados por las tribus precolombinas, mayas, aztecas o incas; por primitivas poblaciones hindúes, como Nagas, Suparnas, Vanaras, Vidyadharas; o por grupos africanos como los que practican el rito de iniciación Bwiti? ¿Por qué? Porque no es rentable. Porque la miseria sólo es útil a quienes viven de ejercer la explotación de la miseria, pero no a quienes viven de hecho en la miseria y la protagonizan, sin teatro que valga, en carne propia. Es un cinismo que sólo se pueden permitir quienes viven en el confort de la cultura dominante. Quien condena el imperio, lo menos que debe hacer es renunciar a la lengua, la economía y las ideas político-sociales del Imperio que dice combatir. Pero es muy útil usar la lengua del imperio y trabajar en las universidades del imperio, publicar los libros en las editoriales del imperio y cobrar el sueldo que paga el imperio, en el oasis de las ventajas que supone vivir en el establishment del imperio.

Con todo, y pese a las concesiones de moda que Bassnett hace al discurso posmoderno, no puedo menos que coincidir con ella en puntos concretos, y en cierto modo esenciales, de su argumentación. Por eso suscribo de pleno estas palabras suyas, referidas a los estudios contemporáneos de Literatura Comparada desarrollados en países no europeos, como China, Brasil o India. Y subrayo que se trata de culturas no europeas, cierto, pero que utilizan metodologías europeas en el estudio de los hechos y materiales literarios, lo cual constituye la demostración más rotunda de la colonización europea y americana de que han sido objeto:


Lo que se estudia [en lugares como China, Brasil, la India o en muchas naciones africanas[4] es la manera en que una cultura nacional ha sido afectada por las importaciones, y el enfoque es precisamente esta cultura nacional. El argumento de Ganesh Devy de que el desarrollo de la literatura comparada en la India coincide con el surgir del moderno nacionalismo hindú es importante, porque sirve para recordarnos los orígenes del término «literatura comparada» en Europa, donde surgió por primera vez en tiempos de enfrentamientos nacionales, cuando fueron trazadas fronteras nuevas y todo el debate acerca de cultura e identidad nacionales estaba plenamente en vigor en Europa y Estados Unidos (Bassnett, 1993/1998: 97).


Insisto, en consecuencia, en que la relación entre Literatura Comparada y nacionalismo es estrechísima, no sólo porque permite, en primer lugar, a los intérpretes de una literatura «colonizar» científicamente las posibilidades de analizar otras literaturas y culturas pertenecientes a Estados o sociedades políticas más frágiles, sino porque del mismo modo legitima a determinadas sociedades humanas y gremios ideológicos, especialmente a los nacionalistas e indigenistas, no organizados políticamente como Estado, a combatir el sistema literario y cultural que históricamente los ha dominado y absorbido. La afirmación de Bassnett, escrita en 1993, en la que advierte que sólo «los antiguos países de la Europa del Este […] viven ahora una fase de nacionalismo que ha desaparecido hace mucho tiempo del mundo capitalista occidental», revela un profundo desconocimiento no sólo de la literatura española —ignorancia tan frecuente en el mundo académico anglosajón y angloamericano—, sino también de la realidad política y social de la Historia de España que nace con la Constitución de 1978[5]. No por casualidad la expansión en España de los nacionalismos subestatales y el desarrollo de una «Literatura Comparada» limitada al ámbito peninsular han coincidido, durante las dos últimas décadas, desde criterios sociales, históricos, académicos y, por supuesto, políticos.

Lo que desde sus orígenes renacentistas hasta prácticamente mediados del siglo XX fue sólo una Leyenda Negra antiespañola es hoy material emporofóbico que, desde las ideologías posmodernas, sirve para combatir toda actividad imperialista, de forma muy particular contra Europa y Estados Unidos. Ni un sólo país europeo se libra actualmente de su particular leyenda negra. Lo que en su tiempo fue un invento contra España es hoy una tiranía de penitencia también para sus propios promotores genuinos (Bruckner, 2006). Pero, ¿persiste aún la leyenda negra antiespañola? Sí, ¿dónde?, en la propia España, y en concreto en las ideologías destinadas a promover el negocio de los nacionalismos subestatales de nuestro tiempo. El nacionalismo sobrevive porque es, ante todo, un negocio. Nada más ―y nada menos― que un negocio. Su base ha sido siempre la oligarquía de una limitada geografía. Su ideología, la extrema derecha. El púlpito eclesiástico, una de sus principales cajas de resonancia. La prensa, en nuestros días, su mejor placenta. La prensa, en cierto modo, es la ramera imprescindible de toda democracia.

Ésta es la razón también por la cual en España no prospera en estos momentos un partido político visible de extrema derecha, como puede suceder en Francia, con el Frente Nacional. Porque en la España actual, en la España desvertebrada por las autonomías, la extrema derecha son los nacionalismos, los cuales, ante la ignorancia colectiva, se disfrazan de mitología de izquierdas. Los únicos responsables actuales de la Leyenda Negra son los españoles que promueven la destrucción de su propio Estado. En palabras de Baruch Spinoza: «Es malo lo que introduce la discordia en el Estado» (Ética, 4, XI). Y en palabras de Vélez:


Se trata, en definitiva, de la aplicación de los componentes de la Leyenda Negra a partes formales y constitutivas de una España de la que se reniega, y de cuyo influjo, una vez perdidos los restos del Imperio en los que tantos intereses tenía la burguesía catalana, se intenta escapar (Vélez, 2014: 246).


Unamuno, Ganivet, Altamira…, fueron algunos de los numerosos intelectuales que desde fines del siglo XIX observaron cómo la Leyenda Negra iba instalándose en las ideologías nacionalistas y separatistas. Entonces se hablaba de cantonalismo, de atomización, de federalismo ―ignorando que federar es establecer uniones y alianzas, es decir, que federar es unir, no separar, es agrupar, no desmembrar―[6]. La verdad es que sólo desde la miopía que proporciona y asegura una teoría como la de los polisistemas, como la desarrollada por Itamar Even-Zohar, es posible postular la comparación de lo incomparable, y llevar a cabo de este modo, en términos de isovalencia e isonomía, una deconstrucción metodológica y crítica de lo que la Literatura Comparada es.


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NOTAS

[1] No por casualidad, en 1896, uno de los primeros bibliógrafos de la Literatura Comparada, Louis Paul Betz, en un trabajo aparecido en la Zeitschrift für französische Sprache und Literatur, al que se refieren María José Vega y Neus Carbonell (1998: 16), y reproducido posteriormente por Schulz y Rhein (1973: 133-151), definía la Literatura Comparada como «la consideración de la literatura nacional en términos de literatura general; la historia del desarrollo literario de un pueblo en relación con las literaturas de otras naciones civilizadas» (vid. Schulz, 1973: 138-139). La misma idea está muy presente en los trabajos de Texte, quien tres años antes que Betz afirmaba que la Literatura Comparada proporciona «a cada una de ellas [las literaturas nacionales] la consciencia de su unidad, el sentimiento de una tradición nacional», y que es sin duda este sentimiento el que, «al dar origen a las literaturas nacionales, hizo posible, simultáneamente, su estudio crítico y comparativo» (Texte, 1893/1998: 23).

[2] Texte estaría de acuerdo con esta afirmación que acabo de expresar, cuando afirma que «la crítica comparativa no nació en Francia. Su patria es Alemania, y surgió como una rebelión contra el despotismo del yugo francés. Lessing, Herder, los dos Schlegel, son sus fundadores verdaderos. La lucha contra la influencia francesa y su sustitución por modelos ingleses constituyeron los resortes iniciales. Para combatir al extranjero es necesario estudiarlo y conocerlo, y, para sustituirlo por modelos nuevos, familiarizarse con la literatura a la que representan» (Texte, 1983/1998: 23).

[3] Advierto que la diferencia entre el supuesto «internacionalismo» francés y la no menos retórica «supranacionalidad» norteamericana resulta más formal que funcional. Incluso podría afirmarse, siguiendo etiquetas posmodernas, que el «internacionalismo» atribuido a los comparatistas franceses puede leerse hoy día en términos de hibridismo o binarismo, mientras que el modelo supranacionalista, asociado a los comparatistas norteamericanos y anglosajones, resultará para un posmoderno siempre más legible en términos de multiculturalismo. No se trata tanto de «escuelas» o métodos esencialmente diferentes, ni mucho menos de «horas», como se atrevió a calificarlos Guillén (1985), sino de distintos modos de apelar formalmente a un mismo tipo de estudios disciplinarios, enfrentados dialécticamente en su afán por dominar los estudios de Literatura Comparada. Son, pues, más que «escuelas» u «horas», dominios.

[4] Me habría gustado que Bassnett detallara los nombres de estas naciones africanas a las que alude. Pero no lo hace. ¿Por qué? Sobre África y la Literatura Comparada, véase la obra de Monique Noma Ngamba, cuyo título es precisamente África y la literatura comparada. Perspectivas teóricas y críticas (2016), publicado por Editorial Academia del Hispanismo.

[5] Se hace inevitable reconocer que la tercera restauración borbónica, implantada políticamente en la Transición de 1978, y de raíces explícitamente franquistas, se basó, entre otras muchas cosas, en el negocio de los nacionalismos subestatales, ejecutado todo este vasto programa por una generación de españoles que, nacidos en torno a 1950, y procedentes en su mayor parte de las élites del régimen dictatorial y golpista, esquilmaron corporativa y solidariamente el país, dejando a las siguientes generaciones los restos consumados de su ambición y de sus prejuicios. Esa generación nos ha legado sus ruinas. Es la generación que más poder y mayor ambición ha acumulado en la historia reciente de España. Su herencia, a la vista está: una Universidad corrompida y degenerada, inútil; una Justicia que es una prolongación de la política del régimen actual; una economía basada en la especulación, que no en el trabajo; una seguridad social y un sistema de pensiones desintegrados; una izquierda indefinida e ideológicamente sin contenidos (Bueno, 2003); un sistema educativo especializado en la organización y promoción del analfabetismo colectivo; y un raquitismo explícito en el desarrollo intelectual de sus descendientes, quienes no tienen empacho en identificarse a sí mismos como la generación más preparada de la historia de su país, cuando ni siquiera son capaces de encontrar trabajo, ni fuera ni dentro de España. El trabajo prepara más y mejor que el estudio, porque el trabajo supone y exige un enfrentamiento con el entorno social, laboral y tecnológico del que el estudio nos mantiene muy preservados. Estudiar es como jugar a trabajar... No es posible madurar, ni hacerse adulto, sin enfrentarse al mundo laboral: quien no trabaja no madura. Envejece siendo niño o adolescente. 

[6] Federalismo es, pues, todo lo contrario de lo que creen promover los separatistas. Sólo se puede federar, es decir, unir, algo que está separado, es decir, partes desunidas que, federadas, formarían un todo. Federar es un proceso de agrupamiento, no de desmembración. Quien identifica federar con organizar una separación demuestra no sólo que ignora el significado de la palabra que usa, sino que además no sabe consultar ni leer un diccionario. Dicho de otro modo, ni siquiera es consciente de su propia ignorancia: no sabe que no sabe.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Interpretación de la Literatura Comparada como construcción nacionalista», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 8.3.4.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria




Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria