Editorial Academia del Hispanismo,
2017-2022.
Décima edición digital
definitiva.
ISBN 978-84-17696-58-0
El ilusionismo de las minorías y las culturas minoritarias en el Quijote
Women and minorities are encouraged to apply[1].
Una minoría decidida puede tener una influencia muy desproporcionada en relación a su número o a la fortaleza de sus argumentos.
John Searle (2001/2003: 81).
Antes de explicar lo que es una minoría hay que definir lo que es una cultura, pues el término «minoría» no se esgrime nunca al margen de un grupo humano que vindica para sí una cultura con frecuencia propia, exclusiva y autónoma, y con frecuencia también idealista, a la que de inmediato urge nutrir con algún tipo de «identidad»[2]. En este sentido, desde los planteamientos de la Crítica de la razón literaria, se considera que la cultura es la politización o ideologización del conocimiento, como instrumento de poder cuyo fin es controlar y manipular gregariamente, bajo el signo de una identidad incuestionable, el comportamiento masivo de grupos humanos. Cultura es, pues, sinónimo de gremialización del poder, ejercicio sobre una colectividad humana debidamente subordinada y amaestrada. Es la feudalización o encapsulación del ser humano en grupos o gremios semánticamente intransferibles, impermeables o incluso inintercambiables entre sí. La preservación de la cultura intensifica la endogamia de las sociedades humanas, jibarizadas y reducidas a sus propias fuerzas centrípetas. Hemos insistido, en diferentes lugares de esta obra, en que la cultura es una invención de los pueblos que carecen de literatura. Y no es casualidad que el término cultura haya aflorado, sobre todo, en la geografía política de los países anglosajones, cuya idea de literatura dista mucho de la idea y concepto de literatura desarrollada históricamente en los países de tradición hispanogrecolatina. La cultura es la gremialización del individuo: supone la abducción del ser humano individual por parte de una determinada sociedad humana (natural o política) frente a otras. La cultura exige una conducta gregaria desde la que no se tolera una sola falta de respeto. Su fin es esclavizar al ser humano, al someterlo a los imperativos sacralizados de una forma de comportamiento lingüístico, moral y gremial políticamente correcto. Tiraniza a todo tipo de gentes, hasta el punto de convertirse también en el fetiche preferido de los más ignorantes, esgrimido como primer simulacro o salvoconducto de conocimiento (visitar museos por ocio o turismo cultural, frecuentar bibliotecas para leer libros de autoayuda o de autoengaño, etc.). La cultura es un grimorio posmoderno. Es el mejor disfraz de los ignorantes. No en vano el bienestar de la cultura es el malestar de la libertad. Desde sus orígenes posmodernos, de genealogía romántica, la cultura ha sido siempre el eufemismo de la política, hasta el punto de convertirse en uno de los grandes espejismos de la democracia. La cultura se ha convertido hoy en un monstruo engendrado y preservado por el irracionalismo posmoderno, desde el que se dictan normas e imponen leyes, incuestionables, en nombre de lo políticamente correcto. En la posmodernidad, la cultura está al servicio de la política, no de la libertad.
Bueno (1997) sostiene la tesis de que la cultura es un mito moderno y, sobre todo, posmoderno. Y parte de esta concepción mítica de la cultura, que reinterpreta como una secularización de numerosas ideas dogmáticas propias del Antiguo Régimen, entre ellas la idea de Dios. Bueno parte de la idea de cultura que propone Tylor (1871):
La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos o capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de una sociedad (apud Bueno, 1997: 235).
Lo que me interesa de esta definición de cultura son aquellos hechos que la identifican con el conjunto de conocimientos críticos (ciencias y filosofías críticas) y acríticos (pseudociencias, teología, ideología y tecnología) de las sociedades civilizadas, y con el conjunto de conocimientos artificiales (mito, magia, religión y técnica) propios de las sociedades bárbaras o primitivas, en virtud de los cuales un individuo se integra en una sociedad (pre-estatal o civilizada) frente a otras.
Ahora bien, ha de advertirse que sólo los conocimientos críticos, esto es, sólo las ciencias y las filosofías críticas, trascienden la dimensión fenomenológica de una cultura para alcanzar un estatuto capaz de explicar, desde un sistema trascendental de ideas, otras culturas. La inversa, sin embargo, no es posible: los conocimientos fenomenológicos de una cultura no pueden explicar los conocimientos lógicos o críticos de otra cultura. El teorema de Pitágoras, la teoría gravitatoria de Newton o el concepto métrico de endecasílabo, no pertenecen «en exclusiva», ni de ninguna otra manera, a la sociedad griega, la política inglesa o la geografía mediterránea. Son conceptos que, construidos en una determinada cultura, cuya identidad poco o nada importa a la teoría científica misma, permiten explicar hechos que acaecen en todas las culturas sujetas a saberes geométricos, astrofísicos y literarios, respectivamente. Nada importa, en términos científicos, que Pitágoras haya sido creyente o ateo, que Newton haya sido hombre o mujer, o que Dante, Petrarca o Garcilaso hayan sido ricos, pobres o hermafroditas. Porque el sexo de los científicos, como el de los escritores y el de los ángeles, no es lo que construye los conceptos gnoseológicos. El hecho de que haya sido una persona de sexo masculino quien haya formulado la ley de gravitación universal no dispone que las mujeres se caigan de forma diferente a como lo hacen los hombres. Las ciencias no son, pues, ideologías, salvo en la mente acrítica de culturalistas y sofistas.
Quiero decir con todo esto que el valor de una cultura no reside en sus conocimientos fenomenológicos y acríticos, sino en sus contenidos lógicos y críticos, los cuales, por su naturaleza misma, son trascendentes a los «hechos particulares» de una cultura mayoritaria o minoritaria, cuyos miembros sean altos o bajos, gordos o flacos, de ojos verdes o castaños, etc. Los conocimientos fenomenológicos y acríticos de una cultura tienen un gran interés: sí, para el antropólogo (o el etnólogo en funciones de cultural studies). Pero la literatura no es meramente objeto de una antropología, y aún menos de una etnología ilusionista, ideologizante y culturalista, sino de una Teoría de la Literatura y de una Crítica de la Literatura, es decir, de una ciencia conceptual y categorial y de una filosofía crítica y dialéctica.
Para la posmodernidad, sin embargo, el valor de una cultura no reside en sus conocimientos críticos y lógicos, sino en su fenomenología: en sus creencias (aunque sean mitos y falsedades), en sus supersticiones (aunque induzcan a los seres humanos a vivir en un tercer mundo semántico), en sus ignorancias (se declara roussonianamente que la civilización corrompe, y que la escritura perjudica la salud del lector y de quienes están a su alrededor...). Se desemboca por este camino, que no es el camino del antropólogo, sino del sofista, en la exaltación y nostalgia de la barbarie desde el seno y el confort de la civilización. De hecho, todas las disputas culturalistas actualmente vigentes se debaten en la pura fenomenología, sin que su radio de interpretación alcance contenidos conceptuales, lógicos o críticos. En los Estados Unidos, las universidades no tienen ningún complejo ni vergüenza (en Europa tampoco, aunque en menor medida, ciertamente, sobre todo por los más contrarios, valga la paradoja, al imperialismo norteamericano, en estos momentos en principio de extinción) en alardear de sus «estudios culturales», cuyos contenidos son frivolidades de la más alta categoría fenomenológica, ideológica y acrítica[3]. El etnocentrismo cultural («una cultura es mejor que todas las demás, y esa cultura es la mía»), el relativismo cultural («todas las culturas son igual de buenas, aunque no haya relación entre ninguna de ellas»), y el pluralismo cultural («todas las culturas son igual de buenas, y todas están relacionadas entre sí»), son posiciones que se sitúan en el ámbito de la discusión fenomenológica, ideológica y acrítica. La pregunta no responde a una cuestión moral, étnica o sexual, sino científica: no importa saber cuál es el pueblo elegido por el Dios del Bien, de la Raza o del Género. Lo que importa pragmáticamente es la cuestión científica o gnoseológica, esto es, ¿qué contenidos culturales, vengan de donde vengan, hacen posible una vida humana en mejores condiciones sociales, políticas, económicas, sanitarias, etc.?[4] Estos contenidos culturales, de los que cabe esperar una mejora efectiva en las condiciones de la vida humana, han de ser racionales, sistemáticos, científicos, críticos, lógicos, y en ellos importará muy poco la identidad, el género, la geografía, la epidermis, la alopecia o el sexo de sus artífices. Las identidades fenoménicas interesan a los ideólogos del gremio (feminista, nacionalista, tribal, religioso, etc.), no a los científicos ocupados en el desarrollo del conocimiento, el cual, en su progresión y avance, tropezará con la oposición de credos religiosos, mitos nacionalistas o grupos feministas, que verán mermados sus intereses gregarios y sus «derechos forales», con frecuencia irracionales, ante el avance de una razón que los contraría en beneficio de todos y en la preservación de los derechos de todos. El gremio es ante todo el egoísmo colectivo. Es la más viva expresión de la insolidaridad social. Es, como la mentira, en la que con frecuencia se fundamenta, la negación de un mundo compartido. La ciencia, por su parte, no es foral ni gremial. Los lados del triángulo son los mismos para un hombre que para una mujer, el sonido del si bemol es el mismo para un músico romántico austríaco que para un inca del siglo XV[5]. Los derechos gremiales e insolidarios de las minorías han de detenerse ante las verdades de la ciencia y ante los derechos democráticos y universales de la mayoría. Usar las ideologías, contra la razón de la ciencia y contra la razón de la democracia, para imponer gremialmente el egoísmo colectivo de determinados grupos, en los que se pretende mitificar una presunta identidad exclusiva y excluyente, es un gravísimo atentado contra los Derechos y Deberes Humanos, que van siempre juntos, y que, al menos en teoría, son iguales para todos.
¿Qué son, y qué lugar ocupan, las minorías en este contexto dialéctico de cultura? Una minoría es una fracción esencial o parte determinante de un todo, el cual la ha hecho posible y factible como tal, de modo que al margen de ese todo respecto al que la «minoría» se manifiesta como fenómeno emergente, su existencia sería imposible, porque su esencia no pertenece a sí misma, a la autodenominada minoría, sino al todo del que forma parte esencial o determinante esa supuesta minoría. En términos posmodernos, una minoría pretende ser un todo, en sí mismo, distintivo, y no determinado por otras partes o totalidades que la engloban, haciéndola factible. La «minoría» pretende ignorar la esencia del todo del que forma parte determinante, y a cuya pertenencia debe su propia existencia como supuesta minoría, es decir, como parte distintiva de la totalidad integradora que la ha hecho posible. Toda minoría pretende presentarse como una parte distintiva y autónoma —autodeterminante y autodeterminada— de una totalidad dentro de la cual esa supuesta minoría ha podido construir, codificar e interpretar, como distintivos, una serie de rasgos fenomenológicos que ha adquirido por referencia al todo al que pertenece, y que la ha estructurado como grupo dentro de ese todo. Sin embargo, una minoría, como su nombre indica, es una parte pequeña de un todo que la comprende, y que la hace posible y visible como tal minoría en la medida en que la integra y la comprende en el todo del que forma parte de forma determinante, que no distintiva. Pero el concepto posmoderno de minoría presenta a la minoría de turno como una parte distintiva dentro del todo, e incluso frente a él, y no como lo que realmente es: una parte determinante de ese todo al que la propia minoría ha contribuido a constituir. Las minorías posmodernas no quieren ser partes pequeñas integradas en una totalidad que las ha hecho y hace posibles, sino que pretenden ser totalidades en sí mismas distintivas, autónomas, autodeterminadas, exclusivas y excluyentes, capaces de disponer de derechos propios frente a terceros, y dadas además metafísicamente como totalidades mitológicas. Ninguna minoría se hace a sí misma: la minoría surge al germinar estructuralmente en una totalidad que la engloba, la concibe y la articula, construyéndola como una de sus partes esenciales, integrantes y distintivas. Es el todo el que construye la minoría, como una parte distintiva suya, frente a otros todos ajenos y diferentes, no sólo existencialmente, sino también esencialmente. De hecho, al margen del todo, fuera de él o con independencia de él, ninguna minoría puede preservar ni su esencia ni su existencia: porque su esencia es la esencia del todo del que forma parte, y porque su existencia vive y opera en la medida en que la minoría es y está implantada en el todo.
Impulsadas por la sofística de la ideología posmoderna, las llamadas minorías, que son partes distintivas de una totalidad que las ha hecho posible, y al margen de la cual tales «minorías» no existirían en absoluto, actúan gregariamente como partes desintegrantes o secesionistas del todo que las comprende, integra, justifica y articula. Al comportarse —fenomenológica o ilusoriamente, porque funcional y realmente es imposible— como partes desintegrantes o secesionistas de un todo, las minorías, o partes distintivas de una totalidad fuera de la cual no existen, se convierten en guetos autistas, creyentes en una autodeterminación ilusionista, o en grupos independentistas, que con frecuencia desembocan en una violencia hipnótica capaz de destruirlo todo excepto el objetivo fundamental: la dependencia de la parte minoritaria respecto al todo que la hace posible. Las partes desintegrantes o secesionistas demuestran ante todo la impotencia y la imposibilidad de dejar de ser lo que son, partes distintivas de un todo del que pretenden inútilmente segregarse. Y esta pretensión es inútil porque la esencia de una minoría, o parte distintiva, no pertenece a la minoría, sino al todo que la ha hecho germinar y desarrollarse estructuralmente como una parte determinante, integrante y distintiva de sí mismo. La población negra de los Estados Unidos es una parte esencial de ese país, que se ha convertido en un rasgo distintivo de él, frente a otros. La esencia de la población negra de los Estados Unidos está en América, no en África. En el caso de la literatura cervantina, por ejemplo, la «minoría» morisca no puede considerarse de ninguna manera como una parte esencial o grupo humano ajeno al Estado español, que la concibe y hace posible, porque el hecho de ser morisco, es decir, de ser un moro bautizado que, tras la Reconquista, decide seguir afincado políticamente en España, implica reconocer y aceptar la existencia del Estado español como una realidad efectiva dentro de la cual, y gracias a ella, esta parte distintiva suya es y está oficialmente operativa. Dicho de otro modo: no se puede ser morisco sin ser español. De hecho, la expulsión de los moriscos equivale en 1609 a la amputación o destrucción de una parte esencial, integrante y distintiva de España. Se trató, indudablemente, de una automutilación. Por otro lado, hablar de las mujeres, en sí, como una minoría, es un auténtico disparate, pues por la misma razón habría que hablar de los hombres, como minoría (sobre todo en sociedades donde las guerras causan más bajas entre varones), o más específicamente aún, de los ancianos, o de los niños (en una población mayoritariamente envejecida), etc. Piénsese que si se exigiera paridad sexual en las aulas universitarias contemporáneas, habría que expulsar de ellas a innumerables mujeres, pues la mayor parte del alumnado actual de la universidad occidental es femenino, lo que convierte al hombre, en el contexto académico, en una minoría absoluta. La mujer no es una minoría del género humano, sino una parte esencial, integrante y distintiva de él, al igual que lo es el hombre, y al igual que ambos lo son frente a otros reinos y especies de seres vivos.
En consecuencia, los teóricos de las minorías apelarán a criterios distintivos, como el sexo (masculino / femenino), el color de la piel (amarillo, blanco, negro, etc.), la ascendencia étnica (cuyo límite es la pureza imposible y mítica, que el nazismo, por ejemplo, identificó en una supuesta «raza aria»), la lengua (aunque sea una lengua promovida artificialmente mediante subvenciones públicas e intimidaciones privadas, pero siempre colectivas), la religión (aunque se trate de un cúmulo de dogmas supersticiosos y fanatismos irracionales), etc. Las minorías suponen, ante todo, la gremialización de las masas, esto es, la parcelación e institucionalización del egoísmo colectivo, según criterios distintivos: sexo, color de piel, etnia, lengua, supersticiones sociales, etc. La dialéctica marxista entre burguesía y proletariado se ha saldado posmodernamente con la disolución de unos y otros en gremios distintivos en función de sus credos religiosos, orientaciones sexuales, prácticas lingüísticas, ascendencias étnicas, cromatismo epidérmico... Los intereses no serán simplemente «sociales», sino raciales, religiosos, lingüísticos, sexuales...[6] Todo lo distintivo, por el hecho de serlo, ha de preservarse como una parte aforada del todo. Ser «distinto» equivaldrá a estar aforado, es decir, a pertenecer a un club: siempre y cuando ser «distinto» suponga estar integrado en una «minoría» posmodernamente codificada. El club, con frecuencia, acaba siendo un lobby. Es una forma neofeudalista y posmoderna de organización social. Aunque las «distinciones» de esta minoría o gremio, club o lobby, sean puramente fenomenológicas (colores epidérmicos, orientaciones sexuales, creencias supersticiosas, o incluso prácticas tercermundistas, como la clitoridectomía o la infibulación, entre otras monstruosidades propias de la «identidad cultural» de determinadas culturas bárbaras). Ésta es la idea de minoría que sostiene la posmodernidad. Para la retórica posmoderna sólo es legible y visible aquella minoría que esté codificada en términos de rasgos distintivos. Pero estos rasgos distintivos han de ser, además, susceptibles de explotación ideológica. En caso contrario, no serán rentables a la sofística posmoderna. No servirán de pedestal a ningún ideólogo de la identidad cultural o teórico culturalista de las minorías. No todas las minorías son iguales, ni igualmente interesantes, para el ideólogo posmoderno.
Numerosos sofistas posmodernos han tratado y tratan de encontrar en la literatura cervantina recursos que les permitan identificar minorías con valor distintivo susceptible de explotación contemporánea. Y naturalmente algo encuentran, aunque se trate más bien de construcciones epifenoménicas (porque lo que no encuentran lo inventan), dadas antes en la conciencia del lector posmoderno que en los textos escritos por Miguel de Cervantes[7]. Pero eso poco les importa. Ya he dicho que la retórica posmoderna no interpreta conceptos lógicos, sino fenómenos psicológicos. Con frecuencia, el crítico posmoderno no trabaja con textos literarios, sino con alucinaciones literarias generadas en su propia conciencia ideológica. Son los frutos de una conciencia portentosamente falsa (falsches Bewusstsein), en términos de Marx. Y no digo nada nuevo. Nietzsche, el padre espiritual de toda esta posmodernidad, no dejó de repetirlo: no reparéis en los hechos, que no existen, hablad sólo de interpretaciones, aunque no sepáis de qué estáis hablando, pues desconocéis los hechos. Y así lo han practicado cientos de miles de personas. Y siguen haciéndolo, pues en el seno mismo de la Academia han habilitado sus particulares y confortables torres de Babel. Si alguna utilidad reporta vivir al margen de la razón, es que el hablante, escribiente o foliculario, se libera de dar cuentas y explicaciones lógicas. Con razón Freud tuvo tanto éxito al advertir que la razón reprime. Reprime, sí, sobre todo a los que dicen tonterías y disparates[8].
En la literatura cervantina, y en el Quijote de forma muy especial, se ha querido imponer con frecuencia la interpretación de determinados grupos humanos, olvidando sistemáticamente que se trata de personajes literarios, desde la ideología de la noción posmoderna de «minoría». De este modo opera, conforme a la «teoría literaria» posmoderna de las minorías, la gremialización de las masas en la interpretación de los personajes literarios cervantinos: pícaros, villanos, aristócratas, comediantes y titereros, hidalgos, gitanos, moriscos, judíos, curas y canónigos, bachilleres y licenciados, cautivos, soldados, disciplinantes, conversos y renegados, galeotes, labradores ricos y pobres, bandoleros, pastores reales y fingidos… A muchos de estos tipos humanos les resulta más fácil que a otros entrar en el club de las minorías posmodernas. No se olvide que para la universidad estadounidense de nuestros días women and minorities are encouraged to apply… He aquí dos figuras socialmente privilegiadas en nuestro tiempo desde los enunciados de las convocatorias laborales académicas. La crítica posmoderna actúa del mismo modo respecto a los personajes literarios, de tal manera que Ricote (por moro), Marcela (por mujer) y Zoraida (por mora y por mujer), disponen de muchas más posibilidades para liderar minorías cervantinas que otros personajes, como Sancho (aunque sea pobre es hombre, blanco y heterosexual —al menos hasta ahora…—, y además cristiano viejo), o incluso el propio don Quijote, quien, en el mejor de los casos, podría entrar en el gremio posmoderno de los locos, como minoría selecta, de la mano de Foucault, pasando por Ortega, e incluso por Erasmo. Los galeotes, por su parte, conocieron tiempos mejores (cuando el marxismo estaba en boga)[9]. Maritornes, lamentablemente, no goza de la misma atención que Marcela, ni siquiera para los grupos feministas (la dignidad de esta última, hablando —encima de un pedrusco— idealmente de lo maravillosa que es su «libertad» entre las cabras, sigue marcando una diferencia de standing respecto a la asturiana tuerta, y emputecida por las circunstancias). El capitán Ruy Pérez de Viedma, aunque cautivo, es blanco y heterosexual, además de militar al servicio del imperio, lo que le resta puntos a la hora de ingresar en el club de las minorías posmodernas.
Lo cierto es que las minorías sólo son visibles, codificables y operativas dentro de una totalidad, fuera de la cual carecen de esencia y de existencia. Esta totalidad es, con frecuencia, el Estado. En el seno del Estado, las minorías se articulan bajo la forma de sociedades gentilicias (Maestro, 2007). Hay en nuestros días tres tipos de sociedades gentilicias o civiles operando en el seno de nuestras sociedades políticas o estatales: las confesiones religiosas institucionalizadas en Iglesias, los nacionalismos posmodernos (pseudoétnicos, industriales o simplemente mítico-fabulosos) y las multinacionales o grupos financieros supranacionalizados. Estos tres tipos de sociedades, de naturaleza transestatal, tienen como objetivo, en la cosmópolis de nuestro mundo contemporáneo y globalizado, la explotación y consumición —evitando siempre el agotamiento— del Estado moderno, que surge en España a lo largo del siglo XV, y en el resto de Europa durante la centuria siguiente, si exceptuamos las anteriores ciudades-estado de la península itálica. Tras la caída del Antiguo Régimen, este concepto de Estado se reconfigura desde la Ilustración europea, bajo el formato del nuevo orden político que emerge como consecuencia de la revolución francesa y el fracaso de la política napoleónica. En nuestros días, bajo el formato de la democracia posmoderna, el Estado se encuentra cada vez más emulsionado e intervenido por todo tipo de sociedades gentilicias de dimensión transnacional y globalizante. De hecho, los mandatarios de los Estados democráticos contemporáneos suelen ser títeres en manos de los dirigentes de estas sociedades gentilicias, internacionales y globalistas.
En tiempos de Cervantes —tiempos de sociedades políticas absolutistas, es decir, de Estados fuertemente estructurados—, las sociedades que aquí llamaré gentilicias o civiles eran más abundantes, pero mucho menos poderosas, salvo la Iglesia cristiana (católica, protestante, anglicana y ortodoxa), y solían funcionar al modo de las denominadas sociedades naturales, es decir, carecían de una infraestructura solvente, competitiva y con capacidad de integración[10].
Bueno (1995c) considera que las sociedades naturales humanas son aquellas que no alcanzan la forma de sociedades políticas. Diremos, pues, que una sociedad política es una sociedad humana desarrollada, articulada y fundamentada en un Estado. Una sociedad natural es aquella que no constituye un Estado, y que por tanto carece de formas de organización política orgánicamente desarrolladas. Las sociedades naturales, bien pueden ser previas a la constitución de un Estado, al que dan lugar tras épocas de desarrollo, bien pueden ser contemporáneas a la existencia de un Estado, que con frecuencia las envuelve subordinándolas a las exigencias, necesidades e intereses de la sociedad estatal políticamente constituida. Las sociedades naturales pueden clasificarse u organizarse por relación a la procedencia de sus componentes o individuos, atendiendo a su origen geográfico, a la ascendencia de su familia o linaje, a sus prácticas religiosas no institucionalizadas, a sus costumbres etológicas, etc., es decir, en suma, a lo que podemos considerar como su identidad gentilicia, que será, en este caso, una identidad constitutiva (de su sociedad como tal) y distintiva (frente a otras sociedades políticamente constituidas). Las sociedades gentilicias se caracterizarán, pues, por dos atributos fundamentales: en primer lugar, por la carencia —voluntaria o forzosa, según los casos— de una organización política estatalizada y, en segundo lugar, por la insolubilidad de sus estructuras naturales y genuinas en la sociedad política dentro de la cual subsisten, es decir, dentro de cuyo Estado actúan. Las sociedades gentilicias son nuclearmente insolubles en los Estados de las sociedades políticas, aunque sí pueden penetrarlo profundamente, y de hecho lo hacen, a veces de forma muy organizada, en el curso de sus ramificaciones pragmáticas, corporales y operativas, bien de forma parasitaria, bien de forma subversiva, entre otras formas posibles de intromisión, interacción o injerencia (pacifismo, terrorismo, fideísmo, mercantilismo, migración, mano de obra industrial…).
Son sociedades gentilicias en la época histórica de Cervantes varias de las que, como tales, pueblan ficcionalmente sus obras literarias, y en especial el Quijote y sus Novelas ejemplares: gitanos, moriscos, pícaros y rufianes, locos y anómicos, veteranos militares, pequeña burguesía urbana, hidalgos y personajes del más bajo estamento nobiliario, mozos de mulas, curas, bachilleres, canónigos, y un larguísimo etc. En coexistencia asimétrica con estos referentes históricos y literarios, algunos de ellos auténticos arquetipos culturales, son miembros de pleno derecho, podríamos decir, de la sociedad política aurisecular la milicia, el clero y la alta nobleza. Y cabe advertir que el clero, es decir, la Iglesia, tanto en la época de Cervantes como en el momento de escribir estas líneas, actúa como un tipo de sociedad plenamente mixta, al operar tanto como sociedad gentilicia (que da «a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», y capaz por tanto de separarse del Estado), cuanto como sociedad política (integrada en el corazón funcional del Estado, bien porque recibe de él subvenciones directas para sus miembros y empresas, bien porque pide a sus fieles el voto para tal o cual partido político en períodos electorales, bien porque se ofrece como intermediario «negociador» entre Estados y organizaciones terroristas, etc.).
La idea de minoría no puede, en consecuencia, definirse ni interpretarse a partir de un conjunto nulo de premisas. De hecho, el autor del Quijote sostiene una idea de lo que los posmodernos llaman «minoría» formalmente objetivada en una relación dialéctica compleja (symploké), rigurosamente determinada y definida por la interacción conflictiva de tres realidades: el Estado, la ética y la moral. El Estado es la máxima expresión de una sociedad política, objetivada en un ordenamiento jurídico con competencias y poderes para imponerse de forma efectiva sobre la vida (ética) de los Individuos y sobre la vida (moral) de los grupos humanos en connivencia dentro de los límites que comprende el propio Estado. A su vez, la ética representa esencialmente todo lo relativo a la defensa de la vida del individuo y de sus intereses más personales. Por su parte, la moral tiene como finalidad preservar y proteger, por encima de cualesquiera otros fines —incluidos la vida de sus propios miembros, o incluso la eutaxia de un Estado, dentro del cual opera moralmente como gremio— la supervivencia social del grupo o gremio de referencia, es decir, la unidad, organización y destino de una determinada agrupación humana, a cuyos miembros pueden unir lazos sanguíneos (familia), fideístas (religión), ideológicos (partido político), sexistas (feminismos), económicos (multinacionales y grupos empresariales), étnicos y raciales (nacionalismos e indigenismos), físicos (organizaciones de ciegos, sordos, mutilados...), medioambientales (grupos ecologistas), zoológicos (asociaciones protectoras de animales), etc. La relación entre ética (preservación de la vida del individuo) y moral (preservación de la vida del gremio o grupo social) es casi siempre conflictiva, violenta y dialéctica, y da lugar a diferentes modos de organización humana. Así, por ejemplo, para la Iglesia católica, moral y ética tienden, al menos idealmente, a identificarse; para la mafia, por ejemplo, la moral está efectivamente por encima de la ética, hasta el punto de que cabe hablar de moral sin ética (en este sentido es más moralista que la Iglesia, ya que esta «perdona» siempre en nombre de su Dios, mientras que la mafia no perdona nunca, en nombre de sus intereses colectivos); finalmente, el ejemplo más vivo de ética sin moral lo constituye la posmodernidad: hablan constantemente de Derechos Humanos al margen por completo de los Deberes Humanos (Cortina, 1990). Es indudable que los intereses del Estado, del individuo y del gremio —la norma, el yo y el nosotros—, mantienen entre sí relaciones dialécticas y conflictivas, cuya armonización, cuya connivencia incluso, resulta a veces imposible.
Considero aquí al Estado como la máxima expresión ejecutiva de una sociedad política; al individuo, como el miembro esencial e imprescindible de toda sociedad, sea natural o gentilicia (gremio), sea política o estatal (Estado), miembro que, como sujeto individual, es sujeto de intereses propios y personales, frente al gremio y frente al Estado; y considero al gremio, como la máxima expresión de la sociedad natural o gentilicia, es decir, de aquella sociedad no política o estatal, y que sin embargo sólo puede existir y desarrollarse dentro de una sociedad política o Estado, dentro de la cual trata de expandirse en beneficio propio, para satisfacción de sus intereses gremiales antes que de los intereses de sus miembros individuales. El objetivo del Estado es la eutaxia, o perfecta organización de todas sus partes, a fin de preservarse como tal Estado. A este fin, el Estado organiza la vida de sus miembros o individuos políticos tomando como referencia un ordenamiento jurídico, en el que se objetivan y codifican deberes y poderes colectivos, que no necesariamente comunes. A su vez, el gremio organiza sus intereses bajo la forma de una moral, en la que se codifican exigencias fundamentales destinadas a la preservación de la unidad y el destino del grupo. Por su parte, el individuo, determinado por su pertenencia a una sociedad política (Estado) y a una sociedad natural o gentilicia (Gremio), al margen de las cuales su supervivencia es imposible, tenderá siempre a servirse de la ética con objeto de asegurar la satisfacción de sus necesidades y la preservación sus condiciones de vida, con frecuencia frente al Gremio, y a veces incluso al margen del Estado, incurriendo, si fuera preciso, en el primer caso, en la heterodoxia, y, en el segundo, en la ilegalidad. La dialéctica conflictiva entre Estado, ética y moral, es decir, entre sociedad política, individuo y sociedad natural o gentilicia, es determinante en las sociedades civilizadas.
Conviene subrayar aquí que la obra que nos ocupa, el Quijote, no se concibe ni se plantea, en los conflictos que ofrece al lector y al intérprete, al margen de una sociedad política bien definida, como es el Estado español de comienzos del siglo XVII, ni al margen de unos intereses individuales muy claros, desde el impulso ególatra y lúdico del protagonista hasta el afán de supervivencia más personal, ni tampoco al margen de formas de vida gremiales, propias de sociedades gentilicias como la picaresca y la rufianesca (jábega), la clerecía y el hampa, la nobleza degenerada y ociosa o la emergente burguesía, la milicia imperialista, la religión como institución política, los grupos de renegados, bandoleros, conversos, judíos, moriscos, cautivos, pastores verdaderos y ricos inadaptados disfrazados de pastores... Todos estos intereses mantienen entre sí relaciones conflictivas y dialécticas, subrayadas de forma constante a lo largo de la novela.
Cervantes otorga a la figura de la dialéctica un valor ontológico fundamental, al considerar que todo cuanto existe es objeto de lucha, enfrentamiento y desenlace bélico, en unos términos que, partiendo del pensamiento heracliteo, sin duda habrían disgustado al teológico y pacifista Erasmo, y sin reservas habrían satisfecho la idea de dialéctica hegeliana con la que comienza la Fenomenología del espíritu (1807). Ideas parejas estaban en la escritura del autor de La Celestina, para quien la realidad de la guerra surge sin complejos: «esto con que nos sostenemos, esto con que nos criamos y vivimos, si comienza a ensoberbecerse más de lo acostumbrado, no es sino guerra […]. Pues entre los animales ningún género carece de guerra» (Rojas, 1499/2001: 16). No pueden minusvalorarse en absoluto estas palabras, que, encabezando la obra, postulan y exigen una interpretación dialéctica de las ideas objetivadas formalmente en sus materiales literarios.
Hablemos de la cuestión religiosa y de algunos de los prototipos sociales que la objetivan. En la literatura cervantina, concretamente en el Quijote, el renegado se presenta como un converso al islam, con objeto de sobrevivir o, simplemente, de llevar una vida mejorada. El renegado que ayudará al cautivo y a otros cristianos a volver a España, con la ayuda de Zoraida y el dinero de Agi Morato, es un falso converso, conocedor de la lengua árabe, y de cuanto será necesario hacer y saber para salir con éxito de Berbería.
En fin, yo me determiné de fiarme de un renegado, natural de Murcia, que se había dado por grande amigo mío, y puesto prendas entre los dos que le obligaban a guardar el secreto que le encargase; porque suelen algunos renegados, cuando tienen intención de volverse a tierra de cristianos, traer consigo algunas firmas de cautivos principales, en que dan fe, en la forma que pueden, como el tal renegado es hombre de bien y que siempre ha hecho bien a cristianos y que lleva deseo de huirse en la primera ocasión que se le ofrezca. Algunos hay que procuran estas fees con buena intención; otros se sirven dellas acaso y de industria: que viniendo a robar a tierra de cristianos, si a dicha se pierden o los cautivan, sacan sus firmas y dicen que por aquellos papeles se verá el propósito con que venían, el cual era de quedarse en tierra de cristianos, y que por eso venían en corso con los demás turcos. Con esto se escapan de aquel primer ímpetu y se reconcilian con la Iglesia, sin que se les haga daño; y cuando veen la suya, se vuelven a Berbería a ser lo que antes eran. Otros hay que usan destos papeles y los procuran con buen intento, y se quedan en tierra de cristianos. Pues uno de los renegados que he dicho era este mi amigo, el cual tenía firmas de todas nuestras camaradas, donde le acreditábamos cuanto era posible; y si los moros le hallaran estos papeles, le quemaran vivo (I, 40).
Como falso converso al islam, este renegado sigue fiel a la religión católica, hasta el punto de ostentar disimuladamente, digámoslo así, un crucifijo, que lleva oculto en su pecho:
Y diciendo esto sacó del pecho un crucifijo de metal y con muchas lágrimas juró por el Dios que aquella imagen representaba, en quien él, aunque pecador y malo, bien y fielmente creía, de guardarnos lealtad y secreto en todo cuanto quisiesemos descubrirle, porque le parecía y casi adevinaba que por medio de aquella que aquel papel había escrito había él y todos nosotros de tener libertad y verse él en lo que tanto deseaba, que era reducirse al gremio de la Santa Iglesia su madre, de quien como miembro podrido estaba dividido y apartado, por su ignorancia y pecado (I, 40).
El teatro de Cervantes, si cabe desde una perspectiva más amplia y compleja, ofrece un repertorio más dilatado de prototipos humanos en cautiverio, donde las figuras del renegado, el converso, el judío y el cristiano, adquieren diversas posibilidades de interpretación. Así, por ejemplo, el diálogo que mantienen en La gran sultana (I, 178-193) el renegado Salec y el cautivo Roberto, refleja, a través de la reticencia del primero de los interlocutores, una serie de negaciones cuyo silencio discute sin duda la legalidad del orden moral impuesto. Por encima de la política otomana o cristiana está el instinto de supervivencia. Para el renegado Salec, lo importante es sobrevivir, al margen del crédito que las instituciones políticas, sean del turco, sean del cristiano, exijan cumplir. A diferencia del cristiano Roberto, que sigue fiel a los criterios de su religión —el catolicismo— y de su Estado —España—, Salec, renegado y nihilista, no cree en nada, ni psicológicamente —no tiene fe en ninguna religión—, ni políticamente —si se identifica con el turco es sólo porque de este modo puede sobrevivir en mejores condiciones—. Este último personaje ofrece singular relevancia precisamente por no revelar nada acerca de su propia personalidad. De Salec apenas sabemos que es un cristiano renegado, converso al islam, que actúa con cierta solicitud, pero siempre desde el desengaño y el escepticismo. Salec es personaje que podría inscribirse en el intertexto literario de los nihilistas, caracterizado por la renuncia o negación de su identidad originaria, y por el rechazo manifiesto a toda explicación o clarificación de su pasado, de su ética y de su personalidad presente; actúa sumido en la incredulidad, bajo un atemperado resentimiento, como revela en el diálogo que mantiene con Roberto, cristiano cautivo:
Salec: Aquí todo es confusión,
y todos nos entendemos
con una lengua mezclada
que ignoramos y sabemos.
De mí no te escaparás,
pues cuando te vi, al momento
te conocí.
Roberto: ¡Gran memoria!
Salec: Siempre la tuve en extremo.
Roberto: Pues ¿cómo te has olvidado
de quién eres?
Salec: No hablemos
en eso agora; otro día
de mis cosas trataremos:
que si va a decir verdad,
yo ninguna cosa creo.
Roberto: Fino ateísta te muestras.
Salec: Yo no sé lo que me muestro... [11]
En este breve diálogo se advierte una constante negación de formas y posibilidades de conducta, a las que acompaña una apología de la amalgama, el contraste y la confusión, en los procesos mismos de comunicación e interacción verbal, hecho que claramente favorece la expresión babélica frente a cualquier tentativa de claridad, adecuación o decoro verbales. Ante todo, Salec declara el dominio de la confusión en el entendimiento, frente a cualquier otra forma de comunicación: «aquí todo es confusión / y todos nos entendemos...»; defiende la utilidad social de un discurso verbal no uniforme, no «acordado» entre sí, ni «subordinado» a nada en particular, sino mezclado, amalgamado, disperso, y en consecuencia, babélico: «con una lengua mezclada...»; y finalmente se revela como un personaje capaz de las negaciones más recurrentes y sistemáticas: niega contradictoriamente el conocimiento del lenguaje («...una lengua... / que ignoramos y sabemos...»), niega toda memoria o capacidad de recuerdo acerca de su propia persona, al responder con el silencio a los requerimientos de Roberto («...¿cómo te has olvidado / de quién eres?...»); niega toda creencia, humana o metafísica («yo ninguna cosa creo...»); niega la posibilidad de reconocimiento presente de su propia identidad («Yo no sé lo que me muestro...»); y niega, por último, la posibilidad de comunicación («No hablemos...»).
Acaso menos complejo resulta el papel representado por otros renegados, que lo son sólo aparentemente, pues fingen asumir la religión musulmana y conservar, en su fuero interno, la religión cristiana, incurriendo, como observa rigurosamente Sayavedra en El trato de Argel, en una suerte de erasmismo o protestantismo, al reducir la experiencia religiosa a una cuestión de fe, es decir, a una experiencia psicológica. Para el catolicismo, la religión no es mero psicologismo, no es sólo fe, como de hecho sostenían Lutero, Erasmo y los reformadores. Para el catolicismo la religión es una cuestión teológica, institucional y política. Es, en suma, algo que hay que vivir socialmente, no personalmente; algo que hay que protagonizar política, institucional y estatalmente, y no en el fuero interno, psicológico o subjetivo. El cristianismo está acostumbrado a ser una religión de Estado. El catolicismo no puede reducirse a la fe, sin obras, como pretendía desde la Reforma cristiana el protestantismo: el catolicismo exige una expresión y una articulación política, institucional y estatal de primer orden. El catolicismo exige obras. La salvación no la da la Providencia por predestinación, sino que ha de ganársela cada ser humano, por sí mismo, mediante sus propias obras. Eso fue Trento, frente a la política del imperio turco y frente al psicologismo protestante. En este punto, es fundamental el diálogo que, casi a comienzos de la cuarta jornada de El trato de Argel, mantienen Sayavedra y Pedro (IV, 2072-2281). Este último quiere fingirse musulmán para sobrevivir, y comportarse como un (falso) renegado. Sayavedra le advierte que esa forma de conducta es impropia de un cristiano católico, porque la religión no es cuestión solamente de fe, algo que se puede fingir fácilmente, sino de obras, esto es, de hechos. Un erasmista, al igual que un luterano, diría que la salvación está en la fe. Un católico dirá algo muy diferente: la salvación está en las obras, esto es, la verdad está en los hechos, verum est factum, en términos de Giambattista Vico. Por numerosas razones como ésta no cabe hablar de un Cervantes erasmista (Maestro, 2000).
Sayavedra: Y aquel que contrición dice que tiene,
como algunos cristianos renegados,
y con la boca y con las obras niegan
a Cristo y a sus sanctos, no la llames
aquella contrición, sino un deseo
de salir del pecado; y es tan flojo,
que respectos humanos le detienen
de ejecutar lo que razón le dice;
y así, con esta sombra y aparencia
deste vano deseo, se les pasa
un año y otro, y llega al fin la muerte
a ponerle en perpetua servidumbre
por aquel mismo modo que él pensaba
alcanzar libertad en esta vida.
[…]
Pedro: Bastan las que me has dicho, amigo; bastan,
y bastarán de modo que te juro,
por todo lo que es lícito jurarse,
de seguir tu consejo y no apartarm[e]
del santísimo gremio de la Iglesia,
aunque en la dura esclavitud amarga
acabe mis amargos tristes días.
Sayavedra: Si a ese parecer llegas las obras,
el día llegará, sabroso y dulce,
do tengas libertad; que el cielo sabe
darnos gusto y placer por cien mil vías
ocultas al humano entendimiento[12];
[…]
Pedro: ¡Mis obras te darán señales ciertas
de mi ar[r]epentimiento y mi mudanza![13]
Sayavedra recita ante Pedro toda una lección de catecismo tridentino, de la que este último sale por completo convencido, y en consecuencia arrepentido de fingirse converso al islam. Pero la situación es más compleja de lo que parece, y resultaría de un simplismo muy grave identificar que la postura conservadora y tridentina de Sayavedra es, de por sí, más valiosa que la de Pedro, orientada exclusivamente hacia el instinto de supervivencia más elemental. La dialéctica está servida: religiosidad católica o supervivencia bajo el dominio turco. Sayavedra reprocha a Pedro sobre todo su cinismo, su falacia, su sofística. La conducta de este último es eminentemente práctica. Es la de quien quiere nadar y guardar la ropa. Pone una vela a Dios y otra al Diablo. La cuestión esencial es que esta actitud hipócrita resulta identificada con el ideal de fe erasmista y con el modelo de experiencia religiosa propia del protestantismo. No es que Cervantes sea contrarreformista, ni mucho menos, al exponer una secuencia de este tipo, es que como dramaturgo identifica esta forma de conducta hipócrita con un ideal erasmista. La hipocresía es, sin duda en este contexto, una de las mejores formas de supervivencia. Quien hace este reproche es un personaje contrarreformista, Sayavedra. Pero adviértase que su reproche, en El trato de Argel, convence a su interlocutor, quien prevalece como cristiano, desistiendo de convertirse en un renegado. La conclusión es bastante clara: el imperio turco no era entonces una sociedad políticamente más liberal que la cristiana, y su religión era mucho más irracional que la cristiana, y ésta —en tanto que reformada por el protestantismo— mucho más psicologista y fideísta que la católica.
A la hora de hablar de este tipo de grupos humanos como «minorías», reduciendo los problemas en ellos objetivados a una cuestión de «cantidades sociales», conviene recordar que la religión para Cervantes no significa lo mismo en Argel que en Madrid, ni en el lugar manchego de don Quijote o en la población alemana en la que pretendía establecerse Ricote. La religión católica, la misma que oprime en la península Ibérica, libera en Argel, y esa misma religión garantiza una libertad que no es una «libertad de conciencia» —como la que supuestamente dice buscar Ricote, y que con todo desestima, porque preferiría vivir en España—, desde el momento en que la libertad verdadera y efectivamente importante no es un «hecho de conciencia», es decir, un hecho psicológico, como propugna el protestantismo —cuya policía teológico-política era tan «liberal» como la Inquisición española—, sino un hecho político, un hecho objetivado en el ordenamiento jurídico de un Estado, como finalmente sucederá con el triunfo de la Ilustración europea. Porque la libertad no puede ser una ilusión trascendental, sino una realidad objetivada en las leyes de una sociedad política o Estado. Cervantes es católico en Argel, porque en el mundo otomano el cristianismo representa la libertad; y del mismo modo es ateo en España, porque el catolicismo impone una razón teológica de la que Cervantes disiente por completo, al concebir la vida de los seres humanos desde los criterios de una razón antropológica, tal como se objetiva en la totalidad de su obra literaria.
Georges Güntert ha escrito sobre las minorías del Quijote unas palabras que conviene recuperar:
Gitanos, hebreos, moriscos, esclavos negros —he aquí las minorías étnicas y étnico-religiosas que encontramos en Cervantes: las unas, repetidas veces y en distintas obras; las otras, muy de vez en cuando y exclusivamente en papeles secundarios. Se puede sostener, en líneas generales, que Cervantes cede la palabra sólo en circunstancias excepcionales a los miembros de las minorías, que son examinados, por lo común, desde el punto de vista de terceros y en absoluto se comportan como individuos autónomos que abogan por sus derechos (Güntert, 2007: 185).
En efecto, los miembros de esos grupos sociales no luchan, desde la literatura cervantina, por sus derechos. Ni siquiera son conscientes de la posibilidad de hacerlo. No cabe tal conciencia. Ricote no lucha por sus derechos, lucha por su supervivencia. Quienes luchan por los derechos de las minorías cervantinas, incluso con cierta fruición retórica, y sin riesgo alguno de sus vidas, son los intérpretes posmodernos de la literatura cervantina. Los miembros genuinos de tales minorías —y dejamos al margen a aquellos personajes que «juegan» a ser pícaros, gitanos o pastores, sin dejar de ser nobles, ricos y hacendados— viven más preocupados por su supervivencia que por el respeto a la ley, es decir, viven más determinados por la necesidad que por el Derecho. Todo individuo sabe que la urgencia de la preservación personal no siempre puede esperar normativamente la llegada oficial de un derecho que lo ampare. La policía, con frecuencia, llega tarde. Y la Justicia, en realidad, si alguna vez llega, suele llegar tarde y mal. Además, toda policía, como toda Justicia, requiere la existencia de un Estado, dentro del cual la «minoría» en cuestión no podrá resultar discriminada legalmente, ni de forma positiva, con los privilegios del fuero, ni de forma negativa, con la negación de derechos asequibles a otros miembros de la sociedad política. Y, sin embargo, no hay sociedad política que no discrimine, positiva y negativamente, a todos y cada uno de sus miembros, codificados según gremios sociales, políticos y económicos, y ahora también sexuales, raciales y culturales: los políticos de alto nivel están aforados, las mujeres are encouraged to apply, los gallegos deben saber catalán para opositar en Cataluña, y la inversa, etc. Todo es minoría en el mundo posmoderno, todo es gremial en el cosmopolitismo de la globalización. Las fronteras nacionales han dado lugar a las fronteras populares. La riqueza cultural ha resultado ser una carrera de obstáculos. Nada de esto se da en el mundo histórico cervantino. Ni tampoco en su universo literario.
El posmodernismo gremiófilo cervantino —al estilo de Childers (2006)— encuentra en el morisco Ricote una veta de ansiosa explotación. La presencia de este personaje, inédito en la tradición literaria anterior a Cervantes, se introduce en el capítulo 54 de la segunda parte, y concluye, implicada en una historia propia de novela bizantina, en el 63, con la espectacular y belicosa aparición de su hija Ana Félix[14]. Buena parte de la crítica ha convertido, precipitadamente, a Ricote en el portavoz de una «minoría» religiosa, étnica, cultural… Una «minoría» que, sin embargo, no puede sobrevivir como tal fuera del Estado español, quien, en su momento, la hace posible y quien, en 1609, la condena al exilio, bajo la forma de un destierro en sí mismo letal por sus consecuencias. De hecho, los moriscos, fuera del Estado español, dejan de ser una «minoría», porque, de hecho, dejan de ser: vayan donde vayan, están peor que en España. Dicho de otro modo, la supuesta «libertad de conciencia» alemana no resuelve ningún problema, porque, entre otras cosas, es una ficción. En realidad, se trata de un simple y utilitario recurso propagandístico y rosalegendario. Al margen del todo, la parte distintiva pierde también sus rasgos esenciales o determinantes. Ninguna minoría sobrevive sólo por su identidad fenomenológica, sino por sus elementos esenciales, es decir, por los elementos que la intensionalizan y determinan en el todo. Lo último que hubieran querido los moriscos en 1609 era la autodeterminación, es decir, su segregación del Estado español.
Calificar a los moriscos de «minoría», sea religiosa, étnica o incluso ideológica o social, es incurrir en un pensamiento simple de primera categoría. La cuestión de los moriscos constituye un problema complejo, superior e irreducible al de una mera «minoría». El problema morisco no es explicable en los términos exclusivamente posmodernos de «minoría»[15]. Ricote es un individuo, no la totalidad de los moriscos españoles (valga la redundancia, pues los moriscos, o son españoles, o no son). Este personaje carece además de antecedentes explícitos en la tradición de la novela y la literatura moriscas. De un modo u otro, los moriscos, iluminados literariamente por Cervantes en esta novela a través de la individualidad intrahistórica de Ricote, se constituyen de forma oficial en minoría política en el momento mismo de promoverse estatalmente su expulsión, como consecuencia del edicto de 1609. No utilizo aquí arbitrariamente la palabra exterminio. Apelo, de forma directa, a lo que en términos pragmáticos era la expulsión, un destierro, no un exterminio. La supresión física, hasta la semilla —de ahí el sentido etimológico de exterminar (quitar la semilla)—, de conjuntos de seres humanos que hasta entonces habían sido parte distintiva y constituyente de un Estado, es algo que ha hecho Alemania en el siglo XX, no España en ningún momento de su Historia (Barbadillo, 2021; Gullo, 2021; Insua, 2018; Payne, 2017; Roca Barea, 2016, 2019; Vélez, 2014)[16].
Eruditos idealistas y tradicionales como Márquez (1975: 241) califican el «tema de los moriscos en Cervantes» de «una verdadera aporía crítica», desde el momento en que el propio Ricote considera justa la decisión estatal de expulsarlos de España. El mismo término utiliza Güntert (2007: 185), con objeto de subrayar la imposibilidad de explicar coherentemente la declaración del propio Ricote, en que se objetiva su propia obsecuencia con el edicto de expulsión: «con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave al parecer de algunos, pero la más terrible que se nos podía dar» (II, 54)[17].
Los escritos y documentos de la época de Cervantes en que se hacía alusión a los moriscos nada, o muy poco, tienen que ver con la imagen que el autor del Quijote confiere en esta novela al morisco Ricote:
La maravillosa realidad de Ricote contrasta con aquella caricatura antimorisca al uso y su única afinidad con ella radica en la presencia de ciertos datos sociológicos enteramente neutralizados por Cervantes. La idea de un «buen» morisco, rebosante de dignidad y propicia a ganar el respeto del presunto adversario ideológico, discrepa rotundamente de cuanto se escribía en España por aquellos años (Márquez, 1975: 241).
Cervantes sustituye la imagen de lo catastrófico universal, atribuida a los moriscos como totalidad sin fisuras, por la del costumbrismo individual e intrahistórico, representado de forma muy expresiva por la relación entre Sancho y Ricote. A la historia política, Cervantes contrapone en el Quijote la intrahistoria personal. De nuevo Cervantes se sirve aquí de la literatura como provocación de la política. Y de la religión.
Porque Ricote viaja en compañía de unos fraudulentos peregrinos, en quienes se desmitifica la imagen virtuosa de cuantos practican la peregrinatio[18]. Los alemanes que lo acompañan son unos profesionales de la explotación de la creencia religiosa. Actúan como contrabandistas y traficantes de dinero, bajo la cobertura en falso de la fe religiosa y la hipocresía de quien finge una solidaridad humana de la que en realidad carece. Cual bulderos postridentinos, viajan y viven del tráfico internacional de dinero, obtenido mediante el ejercicio de la mendicidad, en nombre de la caridad religiosa, y en tierras de cristianos católicos. Funcionan en el siglo XVII del mismo modo que hoy podría actuar una ONG fraudulenta: explotando los ideales y prejuicios de su tiempo, entonces la caridad cristiana, hoy la solidaridad posmoderna, por ejemplo. He aquí el ideal del farsante y del sofista: no combatas con ideas críticas los prejuicios que, debidamente practicados, pueden enriquecerte, sino explótalos con astucia en beneficio propio. Mundus vult decipi, ergo decipiatur... Así, Ricote se confiesa a su franco amigo Sancho:
[…] juntéme con estos peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos dellos cada año a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por certísima granjería y conocida ganancia: ándanla casi toda, y no hay pueblo ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje salen con más de cien escudos de sobra, que, trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones o entre los remiendos de las esclavinas o con la industria que ellos pueden, los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de los puestos y puertos donde se registran (II, 54).
Entre dineros anda el juego. Ricote no vuelve sólo por nostalgia, o «amor a la patria», que, según propias palabras, «justamente» los destierra, a él y a los suyos. Ricote vuelve también por sus dineros, por su tesoro: «Ahora es mi intención, Sancho, sacar el tesoro que dejé enterrado» (II, 54). Y abiertamente confiesa que se dedican a la granjería, es decir, al tráfico ilícito de dinero, y al ejercicio de oficios indebidos. De hecho, Sancho no quiere implicarse en ese asunto, al que Ricote le invita generosamente. Recién desterrado por decisión propia de la que había sido, supuestamente, su ínsula Barataria, Sancho no quebrantará la Ley. Sancho ha renunciado a participar en la corrupción de las clases altas y nobiliarias, y ahora renuncia a la corrupción de las clases populares, entregadas en la figura de Ricote al ejercicio de la delincuencia. Contra quienes lo creen interesado y ambicioso, Sancho responde con la verdad y con la evidencia de no ser en efecto ni avariento ni codicioso. Descree, además, de la supervivencia de tales tesoros: «que creo que vas en balde a buscar lo que dejaste encerrado, porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro que llevaban por registrar» (II, 54). Del supuesto tesoro de Ricote nunca más volvemos a saber. Tras la información de Sancho, cuesta trabajo en este punto creer en las expectativas del morisco. Pero lo que más sorprende de todo esto es la complicidad de la crítica literaria en la defensa de un delincuente como Ricote, en el que se quiere ver de todo menos lo que realmente es: un contrabandista, más concretamente, un traficante de dinero.
Se advierte que la expulsión de los moriscos no fue el resultado de una decisión simple, más o menos inmediata y fácil de asumir, formalizar y justificar. Fue un problema no sólo económico, sino sobre todo religioso, político y social. Los moriscos eran españoles y estaban bautizados. Quiere esto decir que, literalmente, eran miembros del Estado y, relativamente, miembros de la Iglesia. Su expulsión, antes que una solución, era un problema político y teológico. A Márquez le encantaba nadar en el problema sin resolverlo:
El nudo del problema consistía en que los moriscos eran cristianos. Pésimos cristianos, descreídos o apóstatas en su mayoría, pero en cuanto bautizados siempre miembros materiales, aunque muertos, de la Iglesia y potencialmente llamados así a la salvación eterna […]. Expulsar a los moriscos era siempre expulsar cristianos, técnicamente hablando […]. El bautismo asumía de esta forma el valor de un inviolable derecho de ciudadanía (Márquez, 1975: 266-267).
Son los moriscos un pueblo sin Estado. Son, incluso, algo peor: un pueblo al que se le desposee de su Estado. Lejos de querer ser libres como ácratas, lejos de pretender constituirse en una minoría autónoma, lejos del anhelo de la autodeterminación o de la independencia, tan propio del nacionalismo posmoderno contemporáneo, la minoría de moriscos a la que pertenece Ricote lo único que pretende es ser acogida civilizadamente, esto es, políticamente, en un Estado. Y no es posible. De ahí que amargamente confiese, en nombre de todos los moriscos desterrados:
Doquiera que estamos lloramos por España, que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea, y en Berbería y en todas las partes de África donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos, y son muchos, que saben la lengua, como yo, se vuelven a ella y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse, que es dulce el amor de la patria (II, 54).
Con todo, parece que los lloros hispanos de Ricote se detienen ante las posibilidades del contrabando. La ilegalidad no le hace llorar. Ricote es un goloso del dinero. Sancho, no. A Sancho, muy al contrario que al morisco, la ilegalidad le repugna y la rechaza, con la misma franqueza y contundencia con la que renuncia a cualquier forma ilícita de ganancia y de dinero. El comúnmente identificado «amor a la patria» remite, en el caso de Ricote, al derecho de ciudadanía, al derecho de ser miembro de una sociedad política, al derecho de pertenecer a un Estado que, hasta 1609, los reconoció como personas jurídicas, y que a partir de esa fecha los condena a un destierro que equivale a una pérdida de derechos. El «amor a la patria» es una expresión retórica, emotiva y psicologista, que en realidad está apelando a una realidad nada tropológica: el hecho efectivo de pertenecer a una sociedad política o Estado dentro del cual es posible vivir civilizadamente, esto es, con arreglo a un ordenamiento jurídico de derechos y deberes humanos. Este «hecho efectivo», este derecho de ciudadanía política, es lo que Ricote y los suyos echan de menos, porque no lo han encontrado en ningún otro lugar. En el mejor de los casos, quizás en Alemania, donde la gente vive en «libertad de conciencia». Lo cual equivale, en cierto modo, a afirmar que la libertad es un «hecho de conciencia», es decir, una ilusión psicológica. Es la libertad kantiana: «piensa lo que te dé la gana, con tal de que obedezcas y hagas lo que se te ordene»[19]. Y, de cualquier modo, no deja de sorprender que el Ricote que pudiera hacer negocios en el país de los negocios, la Alemania luterana, reformada, liberal y antisemita, prefiera arriesgar de nuevo su vida adentrándose en una España inquisitorial, con el objetivo único de actuar como un traficante de dinero.
[…] y llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia (II, 54).
Pero el texto cervantino resulta aquí, una vez más, insolentemente ambiguo. ¿Cómo entender aquí el sentido de la «libertad de conciencia»? ¿Libertinaje? ¿Heterodoxia? ¿Libertad psicológica de interpretación, tal como proponía el propio Martin Luther, al afirmar que «Die Vernunft ist die höchste Hure, die der Teufel hat»?[20] ¿Libertad lógica y racional de interpretación, tal como, también a costa de un destierro entre los suyos, y a riesgo constante de su propia vida, alcanzó Baruch Spinoza extramuros de Ámsterdam? Sea como fuere, el texto de Cervantes persiste deliberadamente en una ambigüedad poderosísima. Por otro lado, el protestantismo no era ni más racionalista que el catolicismo tridentino, siendo mucho más psicologista y subjetivista, ni menos cruel o represor que la Inquisición española.
El sólo planteamiento cervantino, en tales términos, de la «libertad de conciencia», era por sí mismo un desafío y una provocación. La literatura como provocación de la religión. Así lo han advertido tanto Madariaga[21] como Márquez:
Decir libertad de conciencia es, por supuesto, lo mismo que enunciar la idea más antagónica a toda la política y mentalidad oficial española de aquella época. Su mención en textos contemporáneos suele arrastrar consigo, no ya un esperado aborrecimiento, sino un claro matiz despectivo, similar al de la proverbial y nefanda «libertad de Alemaña», cuyo amparo corre a buscar el morisco Ricote (Márquez, 1975: 282).
Márquez subraya en este punto «el peligro latente [de Cervantes] en ser el único que la menciona [la libertad de conciencia] sin expresa condenación» (Márquez, 1975: 285). Parece que Márquez no se entera de que es un réprobo, un contrabandista y un morisco expulso quien habla de esa presunta «libertad de conciencia». ¿Hay algo más explícitamente condenable que el hecho de que sea precisamente un delincuente quien elogie tal cosa? ¿Pero es que no ve Márquez el texto que tiene delante? No es el narrador quien habla, sino un personaje que es un delincuente, no una víctima.
Cervantes no relativiza el problema morisco, sino que lo enfrenta a su propia dialéctica: no cabe hablar de los moriscos como una minoría uniforme ni homogénea. Para Cervantes, de hecho, no tiene sentido presentar a los moriscos como una minoría, porque no lo son: son una parte distintiva, integrante y constituyente del Estado y del imperio españoles. Ricote y Ana Félix en el Quijote, Rafala y Jarife en el Persiles, al igual que el puntual amo de Berganza en El coloquio de los perros —por no hablar nada menos que del morisco aljamiado, traductor del manuscrito arábigo del Quijote—, no responden a los criterios en que se fundaba la expulsión. Porque ni todos los moriscos eran iguales, como no lo eran los cristianos viejos, ni todos vivían conforme a los mismos intereses, del mismo modo que tampoco los veterocastellanos organizaban sus vidas de acuerdo con idénticas necesidades[22]. La idea de minoría, como tal, es una encrucijada de intereses, un ilusionismo muy sofisticado. Anula las dialécticas, y borra las contradicciones que determinan y objetivan las diferencias entre los miembros —integrados por el intérprete de turno— en tal o cual minoría. Del mismo modo, hablar de Humanidad es un procedimiento igualmente sofista, porque anula y disfraza las diferencias entre ricos y pobres, desde el momento en que todos se perciben como «humanos», aunque unos superen los cincuenta mil euros anuales de renta per capita, y otros ni siquiera encuentren un trabajo que los explote laboralmente. Todos los moriscos son iguales. Eso pensaban los apologistas del edicto de expulsión. Y lo mismo piensa el discurso acrítico posmoderno. Pero Cervantes no pensaba lo mismo. Aquéllos no actuaban desde el absolutismo, sino desde el pensamiento simple; éste no lo hacía desde el relativismo, sino desde el pensamiento dialéctico. Los posmodernos, por su parte, interpretan unos y otros episodios desde la simpleza del absolutismo y desde la vacuidad de un relativismo idealista y metafísico. Es decir, inexistente.
No quisiera concluir este apartado sin hacer referencia a otra «minoría», integrada esta vez por un grupo de facinerosos liderados por una figura singularmente atractiva. El encuentro con Roque Guinart plantea el mito del buen ladrón, si bien profundamente desmitificado. «Realmente le confieso —declara el bandolero catalán a don Quijote— que no hay modo de vivir más inquieto ni más sobresaltado que el nuestro» (II, 60). Guinart organiza y gestiona una sociedad gentilicia, posee una suerte de ejército propio, expide salvoconductos de paso y acceso, e incluso ejerce la justicia distributiva entre los miembros de su sociedad, así como una «justicia» arbitraria entre los miembros de la sociedad política a los que roba y asalta en los caminos[23].
Sancho subraya la profunda ironía que caracteriza la forma de vida de esta «sociedad», regida por Roque Guinart, y entre la que «según lo que aquí he visto, es tan buena la justicia, que es necesaria que se use aun entre los mesmos ladrones» (II, 60). La racionalista y reveladora ingenuidad de Sancho pone a prueba el poder de Roque entre los suyos, que ha de evitar la respuesta violenta de uno de sus propios bandidos.
La «sociedad» regentada por Roque Guinart remite a la idea de sociedad gentilicia, es decir, aquella sociedad civil y moral, pero no estatal, que opera en el seno de una sociedad política o Estado. En las sociedades gentilicias, la moral domina sobre la ética, desde el momento en que las normas destinadas a defender la supervivencia del grupo son más importantes que las normas destinadas a defender la vida del individuo. Roque asesina a uno de sus forajidos sólo porque éste ha cuestionado una de las decisiones de su caudillo[24]. Con todo, la sociedad gentilicia de Roque Guinart no forma, al menos por el momento, parte de la nómina de las minorías ensalzadas por la crítica posmoderna. Un bandolero, un forajido, un mafioso, en suma, no es el mejor candidato para ostentar un estandarte posmoderno. Definitivamente, Roque Guinart tendrá que esperar tiempos mejores.
[2] Sobre la idea de identidad en la posmodernidad, vid. mi trabajo al respecto (Maestro, 2007a: 95-116; trad. ingl. 2008: 111-132). Una versión actualizada puede verse en esta misma obra, cap. V.2.
[3] «El rasgo más perjudicial de los académicos estadounidenses, como categoría, es su timidez. En muchos casos, incluso aquellos que tienen un contrato en plantilla, no están dispuestos a sostener posiciones controvertidas (me imagino, por temor a ser detestados por sus colegas y sus estudiantes). En esta situación, cuando la misión de la educación superior está en duda, tenemos que seguir recordando a nuestros estudiantes, a sus padres y al público en general, unas cuantas verdades acerca de nuestra misión, incluso aunque sean impopulares» (Searle, 2001/2003: 82).
[4] «El relativismo cultural se convierte en relativismo gnoseológico cuando la igualdad de valor de todas las culturas y de todas las pautas culturales va referida al valor de la verdad. Para el relativista gnoseológico todas las pautas culturales serían igualmente verdaderas cuando son vistas desde el punto de vista emic, desde el punto de vista interno a cada cultura. Para el relativista gnoseológico cada cultura es un mundo con una coherencia sui generis, y no es posible traducir unas culturas a otras sin traicionarlas (esta es la hipótesis lingüística de Sapir / Whorf pero generalizada ahora a toda pauta cultural). Por esta razón, el relativismo cultural suele ir asociado al emicismo (en la nueva etnografía), al particularismo (revitalizado hoy en la llamada «antropología posmoderna»), y al nominalismo (pues, para ese relativismo, categorías tales como magia, ciencia, mito, etc., son meras denominaciones eurocéntricas). El relativismo gnoseológico pretende que no existen verdades universales que tengan vigencia en todas las culturas y, en este sentido, es una de las modulaciones posibles del escepticismo gnoseológico, es una especie de pirronismo. El relativismo gnoseológico particularista supone que cada cultura está totalmente aislada de las demás, y niega la posibilidad de establecer comparaciones interculturales porque cada cultura es, por así decir, una «mónada sin ventanas», y esto a pesar de que el «megarismo cultural» está siendo continuamente desmentido por la realidad del difusionismo» (Alvargonzález, 2002: 13).
[5] «No cabe hablar, según lo que hemos dicho, por tanto, de conflictos de culturas, o de conflictos de civilizaciones; tampoco cabrá hablar de integración o de expansión de culturas. Todas estas expresiones habrían de ser reexpuestas en términos de conflictos de elementos culturales, o de integración, o de difusión de elementos o rasgos culturales. Por ello, quien considere a un elemento cultural (pongamos por caso, el sistema democrático) como universal, no podrá sin más ser acusado de etnocentrismo. Menos aún podrá ser acusado de etnocentrismo (o de monismo cultural) quien reconozca y defienda la universalidad del teorema de Pitágoras, como elemento desprendido, no ya de la cultura griega, sino de toda cultura, como estructura válida para todas las culturas, por encima de cualquier relativismo» (Bueno, 2002: 3).
[6] «Es ampliamente aceptado ahora que la raza, el género, la clase, y la etnia de los estudiantes definen sus identidades. En esta perspectiva, uno de los propósitos de la educación ya no es, como lo había sido previamente, capacitar al estudiante para desarrollar una identidad en tanto miembro de una cultura intelectual universal más amplia. Más bien, el nuevo propósito es reforzar el orgullo y la autoidentificación con un subgrupo particular» (Searle, 2001/2003: 39).
[7] Como ha señalado a este respecto Martínez Mata, «la bondad y la maldad no están ligadas a una religión ni a una etnia […], puede verse que personajes moros o protestantes demuestran caballerosidad y tolerancia, mientras que algunos personajes cristianos carecen de esas virtudes» (Martínez Mata, 2008: 113). Y conste que hoy día la tolerancia no es una virtud, ni como tal se percibe, sino un dogma políticamente correcto, y en realidad quebrantado a diario en todas las partes de la Tierra, mediante crímenes, robos y ultrajes de todo tipo, que casi siempre permanecen impunes. La política, es decir, aquello que debería protegernos de la religión y de la injusticia, aparece con frecuencia acusada en numerosas obras de la literatura de todos los tiempos de tolerar lo que de irracional exige la religión y de legitimar lo que de inevitable contiene la injusticia.
[8] «Aquellos que quieren usar las universidades, especialmente las humanidades, para la transformación política de izquierda perciben correctamente que la tradición racionalista occidental es un obstáculo en su camino. Nótese que la izquierda postmodernista-cultural difiere de los movimientos tradicionales de izquierda en que no pretende ser científica» (Searle, 2001/2003: 36). A la izquierda «científica» pensadores como Gustavo Bueno (2003) la denominan, simplemente, marxismo, mientras que a la otra izquierda, posmoderna y acomodaticia, acrítica y sin dialéctica, la califica de «izquierda indefinida». Es indudable que el marxismo, como sistema filosófico, ha sido —pese a su exacerbado idealismo— el último «pensamiento fuerte» de la tradición racionalista occidental.
[9] Con todo, debe destacarse la ayuda que les brinda, explotando la miseria contemporánea en beneficio de la estética posmoderna, un artista de cuyo nombre no logro acordarme. Según este artista, Cervantes en el Quijote defiende los Derechos Humanos y la Justicia. La pregunta que cabe hacerse es: ¿qué Justicia? ¿Y qué Derechos? En realidad, es el artista de turno, o de marras, quien, aprovechando la celebridad del Quijote, y el lugar común, esto es, el tópico posmoderno de los Derechos Humanos, exhibe su propia obra con el fin de publicitarse a través de tales medios y pretextos. El arte posmoderno encuentra en la explotación de la miseria la mejor forma de explotación de la riqueza. Vid. a este respecto el trabajo de Rodríguez Genovés (2008: 7): «Cuando pensamos en los hechos cruciales que han impactado en la historia del arte, logrando cambiar su sentido y significación con especial efecto, comprobamos cómo destacan dos de ellos: 1) la caracterización del arte como oficio y 2) el problema de la representación. Cuando el arte no era más que oficio, no había artistas elevados sobre su torre de marfil, sino operarios a pie de obra o encaramados en un andamio, artesanos. No brillaban todavía sobre las pasarelas los artistas sublimados ni las vanguardias marcaban las modas, aunque sí podía verse laborar a maestros sublimes. Más tarde, ellos y ellas dominaron la situación. Cuando en el arte los autores irrumpieron en la escena, cuando las firmas destacaban más que los trabajos, artesanos y artistas se diferenciaron definitivamente entre sí, y la creación artística sufrió un golpe mortal [...]. Cuando un gran número de artistas subvencionados empiezan a referirse a sí mismos como «artistas» y «creadores», o todavía peor, corporativamente como «mundo de la cultura», ofendiéndose además cuando son tildados de «titiriteros», entonces, queridos amigos, uno ya no sabe muy bien lo que ha quedado del arte, más allá de la autocomplacencia, la propaganda, el camelo, la farsa, la mediocridad, la protección oficial y el Ministerio de Cultura».
[10] Tomo aquí el término gentilicio del antropólogo Lewis H. Morgan, concretamente de su obra Ancient Society (1877), para reconstruirlo y reinterpretarlo desde los presupuestos metodológicos de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura (Maestro, 2006, 2007, 2008).
[11] Miguel de Cervantes, La gran sultana (I, 178-193).
[12] Esta declaración de irracionalismo antropológico frente a un racionalismo teológico, superior y trascendente, es incompatible con muchas otras secuencias objetivadas en toda la literatura cervantina, en las que se desmitifican circunstancias que la fenomenología y la percepción de los personajes pueden atribuir a milagros, episodios providenciales o experiencias —más o menos— trascendentes, desde el industrioso «suicidio» de Basilio, en las frustradas bodas de Camacho, hasta las peripecias del mono adivino, las ridiculeces de la cabeza encantada o la intervención de Lela Marién en la huida del capitán cautivo.
[13] Miguel de Cervantes, El trato de Argel (IV, 2237-2275).
[14] Márquez (1975) y Güntert (2007) sostienen criterios diferentes respecto al desenlace del episodio morisco en el final del Quijote. Para el hispanista suizo, el desenlace final se inscribe de pleno en la fabulación de la novela bizantina o de aventuras, y remite en cierto modo a una consecuencia ciertamente idealista. Por su parte, Márquez considera que la peripecia final protagonizada por Ana Félix expresa la concepción dramática que un Cervantes, siempre afín al erasmismo, trata de comunicar respecto a la amarga situación de los moriscos expulsos. Así, para Güntert, «el marco literario confiere al poeta una libertad consciente, que sabe aprovechar con habilidad. Ana Félix, por medio de la historia de su vida, pide —mientras habla, se le pone la soga al cuello— comprensión, piedad y clemencia, y lo que ya no podía esperar ni de sus propios parientes, se le brinda aquí con magnanimidad. Barcelona entera llora con la historia de su milagrosa salvación, y el virrey revoca la sentencia de muerte que había pronunciado. El lector no puede, a un mismo tiempo, escapar de la sensación de incompatibilidad entre ficción literaria y realidad histórica: la época de los caballeros, en la España de Felipe III, ha pasado. También don Quijote está en fuera de juego, y no puede sino guardar silencio» (Güntert, 2007: 200-201). Por su parte, Márquez —desde un estimulante idealismo— considera que, «cuando Cervantes nos pinta al virrey de Cataluña conspirando para eludir la expulsión del buen Ricote y de la bella Ana Félix no está perdiendo el contacto con la realidad, sino, por el contrario, ahondando en ella. Se trataba sólo de elevar a potencia de idealización y de reducir al absurdo los verdaderos sentimientos de España ante el trágico destino de sus moriscos» (Márquez, 1975: 253).
[15] En este punto, la explicación que pretende Childers (2006) es un estrepitoso fracaso. Supongo que al menos le habrá servido para hacer currículum en la academia anglosajona.
[16] Según las fuentes citadas por Márquez (1975: 264 ss), en el Consejo de Estado celebrado en Lisboa en 1581, llegan a barajarse varias hipótesis para terminar con los moriscos. Entre ellas, se habla de «embarcar a los moriscos en naves a las que se daría barreno en alta mar» (Márquez, 1975: 264). Por su parte, el obispo Salvatierra, según cita Márquez (1975: 267), propone lo siguiente: «Esta gente se puede llevar a las costas de los macallaos [‘bacallaos’] y de Terranova, que son amplísimas y sin ninguna población, donde se acavarán de todo punto, specialmente capando a los másculos grandes y pequeños y las mugeres». En 1588, «cierto don Alonso Gutiérrez —cito a Márquez (1975: 267)— proponía también que si no fuera factible la expulsión, por tratarse de gente bautizada, se castrasen los nacidos fuera de una cuota establecida». Por su parte, Manuel Ponce de León, sigue diciendo Márquez (1975: 268), «prevenía a Felipe III contra las medidas violentas (incluyendo el destierro); de entre estas ‘el cortarles miembros aptos para la generación, [es] ageno del celo católico, inhumano y bárbaro’». Nada de esto ocurrió jamás.
[17] Thomas Mann (1935) comentó célebremente este pasaje cervantino, sin comprender realmente nada, y limitándose a repetir los habituales tópicos, simples y superficiales, de los que nadie quiere —ni sabe— salir: «El capítulo es una hábil mezcla de testimonios de lealtad, de manifestaciones del más severo catolicismo cristiano por parte del autor, de su impecable vasallaje al gran Felipe III […] y del más agudo sentimiento de compasión hacia la nación morisca y su terrible sino bajo el edicto de proscripción contra ella promulgado por el rey, que sin el reparo menor ante el dolor individual la sacrificaba a la pretendida razón de Estado y la precipitaba en la miseria. A cambio de lo primero se le permite al autor lo segundo. Mas sospecho que se habrá entendido siempre que lo primero es el medio político para llegar a lo segundo y que en esto segundo es donde cabalmente se expresa el escritor con toda sinceridad. Pone en labios del desdichado mismo la aprobación de la orden del monarca, y aun le hace confesar que fue promulgada ‘con justa razón’» (Mann, 1935; apud Güntert, 2007: 196-197). Lo que dice Mann es una perífrasis, o traducción al alemán, del texto original cervantino. No dice nada, pero numerosos escritores de todo el mundo lo citan como si fuera una interpretación cervantina de consecuencias reveladoras y casi sobrenaturales, cuando en realidad es una simpleza de categoría.
[18] El motivo de la peregrinación nos exige dirigirnos inmediatamente al Persiles. Uno de los momentos más intensamente irónicos de esta novela póstuma de Cervantes, por sus formas y consecuencias, lo constituye el episodio en el que los peregrinos protagonistas se encuentran con un ser claramente grotesco, que se presenta a ellos, a su vez, como peregrina, y cuyo discurso resulta ser de lo más subversivo frente a los idearios y fines de cualquier peregrinatio. En primer lugar, la peregrina en cuestión viaja sola, lo cual es de por sí completamente heterodoxo, pues es usanza general que la peregrinación ha de hacerse en grupo. En segundo lugar, el personaje constituye físicamente una demostración ostentosa de lo grotesco, o al menos así la describe el narrador: «porque la vista de un lince no alcanzara a verle las narices, porque no las tenía, sino tan chatas y llanas que con unas pinzas no le pudieran asir una brizna de ellas; los ojos les hacían sombra, porque más salían fuera de la cara que ella […]. Saludáronla en llegando y ella les volvió las saludes con la voz que podía prometer la chatedad de sus narices, que fue más gangosa que suave» (III, 6: 484-486). En tercer lugar, el lector constata que es un personaje desacreditado y maltratado, no sólo físicamente, sino también verbalmente, por el narrador. «Toda ella era rota —leemos—, y toda penitente, y (como después se echó de ver) toda de mala condición» (III, 6: 484). El narrador juega aquí con un futuro nunca verificable en el desarrollo de la novela: este personaje no volverá a aparecer, y a pesar de que ahora mismo se le tilda de «mala condición», semejante maldad nunca llega a manifestarse. Y por otro lado, cuando el mismo narrador le cede la palabra, el discurso de la peregrina resulta de lo más subversivo, precisamente contra los fundamentos mismos de la fábula del Persiles: la peregrinatio. He aquí su discurso (cursiva mía): «Mi peregrinación es la que usan algunos peregrinos, quiero decir que siempre es la que más cerca les viene a cuento para disculpar su ociosidad y, así, me parece que será bien deciros que por ahora voy a la gran ciudad de Toledo, a visitar a la devota imagen del Sagrario, y desde allí, me iré al Niño de la Guardia y, dando una punta, como halcón noruego, me entretendré con la santa Verónica de Jaén, hasta hacer tiempo de que llegue el último domingo de abril, en cuyo día se celebra en las entrañas de Sierra Morena, tres leguas de la ciudad de Andújar, la fiesta de Nuestra Señora de la Cabeza, que es una de las fiestas que en todo lo descubierto de la tierra se celebra. Tal es, según he oído decir, que ni las pasadas fiestas de la gentilidad, a quien imita la de la Monda de Talavera, no le han hecho ni le pueden hacer ventaja. Bien quisiera yo, si fuera posible, sacarla de la imaginación, donde la tengo fija, y pintárosla con palabras y ponérosla delante de la vista, para que, comprehendiéndola, viéredes la mucha razón que tengo de alabárosla; pero esta es carga para otro ingenio no tan estrecho como el mío. En el rico palacio de Madrid, morada de los reyes, en una galería, está retratada esta fiesta con la puntualidad posible: allí está el monte, o por mejor decir, peñasco, en cuya cima está el monasterio que deposita en sí una santa imagen llamada de la Cabeza, que tomó el nombre de la peña donde habita, que antiguamente se llamó el Cabezo, por estar en la mitad de un llano libre y desembarazado, sólo y señero de otros montes ni peñas que le rodeen, cuya altura será de hasta un cuarto de legua, y cuyo circuito debe de ser de poco más de media. En este espacioso y ameno sitio tiene su asiento, siempre verde y apacible, por el humor que le comunican las aguas del río Jándula, que, de paso, como en reverencia, le besa las faldas. El lugar, la peña, la imagen, los milagros, la infinita gente que acude de cerca y lejos el solemne día que he dicho le hacen famoso en el mundo y célebre en España sobre cuantos lugares las más estendidas memorias se acuerdan […]. Desde allí —prosiguió la peregrina— no sé qué viaje será el mío, aunque sé que no me ha de faltar donde ocupe la ociosidad y entretenga el tiempo, como lo hacen, como ya he dicho, algunos peregrinos que se usan» (III, 6: 487-488).
[19] Pensemos en la famosa frase atribuida a Federico II de Prusia (1712-1786): «Mis vasallos y yo hemos llegado a un acuerdo: ellos dicen lo que quieren y yo hago lo que me da la gana».
[20] «La razón es la mayor de las putas que tiene el Diablo». A partir de semejante afirmación, reiterada por Lutero en diferentes contextos y ocasiones, el lector puede explicarse la idea que este hombre tenía del racionalismo. No por casualidad el protestantismo supone un alejamiento radical de la lógica y de la razón, y un giro fortísimo hacia la mística, el psicologismo y el irracionalismo. Los teólogos de Trento eran, sin duda, mucho más racionales que sus colegas protestantes. El protestantismo es una teología que ha perdido la razón; y el catolicismo, una religión que se ha protestantizado con 500 años de retraso.
[21] «La alusión es tan flagrante que es cosa de preguntarse cómo pudo haber pasado por el tamiz de la Inquisición» (Madariaga, 1960: 45; apud Márquez, 1975: 282).
[22] Palabras son de Ricote, con una ambigüedad cervantina siempre difícil de calibrar: «que me parece que fue inspiración divina la que movió a Su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuesemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos, pero eran tan pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran» (II, 54). La realidad no es ambigua en el Quijote, como dijo Parker (1948: 304), pero sí compleja.
[23] «Roque les dio por escrito un salvoconduto para los mayorales de sus escuadras y, despidiéndose dellos, los dejó ir libres y admirados de su nobleza, de su gallarda disposición y estraño proceder, teniéndole más por un Alejandro Magno que por ladrón conocido» (II, 60).
[24] Suponemos que Roque le da muerte, pese a que el texto no es pródigo en detalles, pues «echando mano a la espada, le abrió la cabeza casi en dos partes, diciéndole: —Desta manera castigo yo a los deslenguados y atrevidos» (II, 60).
- MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El ilusionismo de las minorías y las culturas minoritarias en el Quijote», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (V, 5.8.3.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).
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- 6.6. Fuerza y materia en La fuerza de la sangre de Miguel de Cervantes.
- 6.6.1. El patriarcado contra la violación aristocrática de la mujer en la literatura de Cervantes: La fuerza de la sangre.
- 6.7. Sarcasmo, parodia y celos en El celoso extremeño de Cervantes.
- 6.8. El Estado y el individuo ante las sociedades gentilicias: sobre La ilustre fregona de Cervantes.
- 6.9. Culpa, responsabilidad y arrepentimiento en Las dos doncellas de Cervantes.
- 6.10. ¿Qué es la libertad y para qué sirve? Sobre La señora Cornelia de Cervantes.
- 6.11. La mentira en El casamiento engañoso de Cervantes.
- 6.12. El coloquio de los perros: desmitificación crítica de todos los idealismos.
- 8.1. Política y religión en el Persiles de Cervantes.
- 8.2. El narrador en el Persiles de Cervantes. Un ateo católico en el Siglo de Oro.
- 8.3. La risa en el Persiles: el humor de Cervantes que la crítica se negó a reconocer.
- 8.4. La ironía en el Persiles: Cervantes se burla de las normas de la literatura y de la religión.
- 8.5. La revolución religiosa del Persiles de Cervantes.
- En el Quijote de Cervantes está la primera y definitiva globalización de la literatura universal.
Cómo interpretar la literatura universal a través del Quijote
- En el Quijote de Cervantes está la primera y definitiva globalización de la literatura universal.
- Cervantes moviliza en el Quijote toda la ironía del racionalismo literario contra un objetivo: el idealismo.
- Cervantes rompe en el Quijote con los conceptos históricos, filosóficos y científicos de locura.
- Cervantes juega con fuego en la literatura del Imperio: religión, política y humor en el Quijote.
10 claves para entender y explicar el Quijote
- ¿Por qué en el Quijote de Cervantes está el genoma de la literatura universal?
- ¿Quién es y cómo actúa el narrador del Quijote?
- Gramática del Quijote: personajes, funciones, tiempos, espacios y lenguaje.
- ¿Por qué el Quijote es una parodia contra los idealistas?
- Los 10 principales géneros literarios del Quijote.
- Novela, teatro y poesía: transformación cervantina de los géneros literarios en el Quijote.
- ¿En qué consiste la locura literaria de don Quijote? Literatura y psicopatología
- El don Quijote de Cervantes frente al don Quijote de Avellaneda. ¿Por qué las élites españolas ignoran el Quijote?
- Política y religión en el Quijote: Cervantes no es soluble en agua bendita.
- Todas las formas de la materia cómica en el Quijote: causas y consecuencias de la risa en Cervantes.
- Respuesta de Jesús G. Maestro a 13 preguntas clave sobre la interpretación del Quijote. Presenta y modera: Ramón de Rubinat.
- 10 claves para entender el Quijote. Curso universitario completo impartido por Jesús G. Maestro.
Sobre las ideas políticas de Cervantes en el Quijote:
objetivo de la crítica literaria posmoderna
Las llamadas «minorías» en el Quijote y la literatura de Cervantes.
Un negocio de la crítica literaria posmoderna
El morisco Ricote y los amigos del comercio:
contrabandistas alemanes en un Quijote
muy cervantino y muy antierasmista
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