El conocimiento ideológico de los
hechos tiene muy poco que ver con el conocimiento filosófico de esos hechos, y
casi nada que ver con el conocimiento científico de los mismos hechos. En el
marco de la llamada posmodernidad se ha desarrollado una serie de «teorías literarias» que se dan por supuestas como tales, y
que en realidad funcionan como discursos ideológicos, cuyos presupuestos son
creencias o ideales morales, y cuyos procedimientos no son científicos, sino
sofísticos. No pueden aceptarse, pues, como teorías
literarias, sino como ideologías que un intérprete vierte sobre la
literatura y sus posibilidades de interpretación, es decir, como discursos sofistas que
utilizan a la literatura, o en un sentido general
a cualquier tipo de discurso humano ―ya que en muchos casos no disponen ni
manejan ningún concepto o idea consistente de lo
que la literatura es―, para justificar su posición moral o ideológica en el mundo. No
hacen crítica, sino ideología. Sus interpretaciones constituyen una «teología» de la literatura, una suerte de una Summa Theologica o Summa Contra Gentiles. Hablan para adeptos, para clientes,
no para gentiles, no para miembros ajenos a su causa. La interpretación no es para ellos un conocimiento,
sino una droga, un narcótico, un opiáceo. Así, por ejemplo, puede entenderse que cosas, o simplemente palabras ―dada la indefinición con que se manejan y expone― como identidad, memoria, cultura, género, pueblo..., sean parte esencial del opio de la
crítica posmoderna.
La posmodernidad ha convertido a
estas cosas en cuestión de opinión, de sentimientos, de política, etc.,
no de racionalismo científico y crítico, sino de sofística pseudocientífica y
acrítica. En virtud de esa sofística
degenerativa, la interpretación de pseudoliteraturas
se convierte en análisis ideológico de doctrinas ya dadas, en rapsodias
doxográficas inofensivas, o en teologías moralmente amaneradas, cuya
función, de hecho, se
reduce a suministrar criterios de selección para el reclutamiento de nuevos ideólogos
orientados a la reproducción del
gremio y del autismo gremial.
La Identidad, tal como la plantean los
lenguajes posmodernos, es un mito. En modo alguno ni esos pseudofilósofos ni
esos pseudocientíficos de la Identidad ofrecen sistemas racionales de interpretación destinados a la solución material de problemas reales, pues
lo que exponen ―sofísticamente― son falsos problemas, que exigen soluciones también falsas. En cambio, lo que sí logran es encontrar modelos de
manipulación de una gran importancia pragmática. Para la crítica posmoderna lo importante no es solucionar los
problemas, sino generarlos, y naturalmente sobrevivir a ellos mediante el
control ideológico de las personas que, en el mundo acomodado, viven en la
falsa creencia de ayudar moralmente a los
que, en cualesquiera otros mundos, sufren sin tregua.
Nada más teológico. Nada más cristiano.
Las teorías literarias
posmodernas son manuales de sofística en formato teológico. Así, por ejemplo, el nuevo historicismo reemplaza en
muchos casos los datos del historicismo decimonónico por ideologías contrarias
a las tradicionalmente impuestas, y nuevas creencias sustituyen a otras ya
obsoletas, de modo que aquellas quedan incorporadas al presente etnológico o al
pretérito histórico mediante la memoria.
La Historia deja de ser por este
camino objeto de conocimiento para convertirse en objeto de memoria, y
de olvido, es decir, en objeto de ideología y de psicología. Lo que se nos
transmite no es ni la Historia construida por los vencedores, ni la Historia narrada
por los supervivientes: es la Historia contada por los sofistas, es decir, por
aquellos que viviendo en la conformidad material, económica y académica del
sistema, fingen criticarlo formalmente, pero no funcionalmente, es decir, con
palabras, que nunca con hechos. ¿Cómo llamar a este tipo de investigadores,
sino sofistas, pues son capaces de convencer con argumentos falsos?
Una forma
muy curiosa de practicar este modo de historicismo etnológico consiste en
reconstruir una región del
pasado con el fin de convertirla en una fuente o referente de sabiduría. La
literatura, o sus sucedáneos materiales, se convierten entonces en una fuente
de revelación o
interpretación trascendental,
que revela verdades enterradas en vida o encuentra secretos ocultos por seres
moralmente perversos, en una suerte de espíritu sapiencial y oprimido.
De este
modo se reduce la literatura a una exégesis o hermenéutica que se limita a
sustituir los materiales ―que han de ser objeto nuclear de
estudio científico― por el discurso, el lenguaje, la teología, el diálogo, que
se destila en la mente ideologizada del intérprete de turno. Se estudian así
las culturas
precolombinas, los
pueblos celtas, el judaísmo altomedieval catalán, el último escritor nacido hace veinte
años en un pueblecito latinoamericano, o a María de Zayas, y el intérprete cifrará
su misión
en la hermenéutica, cada
vez más profunda, de estas culturas o personajes
sapienciales, en los que se tratará de ver
el Ser, íntimo y hondo, y por supuesto trascendental, que revela la identidad
de una etnia, una generación, un
pueblo, una persona, un chamán, una
nación, etc. El interés de estos
trabajos dependerá, obviamente, de la retórica de cada intérprete y de la
mística de cada lector.
Es una forma ―por otra parte, muy ordinaria― de concebir
y proclamar la sustantividad legendaria del pretérito, como una entidad
metafísica que en realidad es solamente una ficción, un sueño falsificado o
acaso algo peor: un autoengaño colectivo. A veces puede ser «hermoso» vivir en
un tercer mundo semántico. Pero no puede negarse que el uso de la literatura para
tales fines exige la prostitución irrevocable de todos los materiales
literarios: autor, obra, lector e intérprete o transductor.