VI, 14.11 - ¿Obsolescencia literaria? Nuestros mejores intérpretes son nuestros enemigos


Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





¿Obsolescencia literaria?

Nuestros mejores intérpretes son nuestros enemigos



Referencia 
VI, 14.11


¿Obsolescencia literaria?

Las lecturas que puede soportar un libro deben comenzar a contarse cuando no las llevan a cabo sus contemporáneos. La crítica literaria es lo más endogámico que hay. No es necesario que un escritor se muera para conocer sus méritos: basta que no tenga amigos. Nuestros mejores intérpretes son nuestros enemigos. Avellaneda ha sido, desde el comienzo, desde siempre, el mejor intérprete de Cervantes.

La revisión del llamado «canon clásico» —una expresión sin duda demasiado simple para dar cuenta de la heterogénea complejidad del arte y la poética anteriores a los movimientos posmodernos— llevada a cabo por los grupos neohistoricistas, feministas, etc., corre el riesgo de quedarse en una dogmática subrogación, consistente en reemplazar un canon, el supuestamente «clásico», más que sobrepasado por los tiempos, en favor de otro, el resultante de una momentánea «visión posmoderna» sobre unos dos mil quinientos años de historia, que en verdad resulta más vigoroso por la moda que razonable por su convicción. Diríamos que ante nuestros ojos parece postularse la sustitución de un canon destinado a los autores de obras literarias, tal como lo habían concebido los preceptistas clásicos, por un canon destinado contemporáneamente a los lectores de las mismas obras literarias, tal como nos lo presenta o impone la preceptiva posmoderna, en sus múltiples variedades y vanguardias. 

De un modo u otro, cambian los cánones..., para permanencia de los dogmas. Pensemos, por ejemplo, que ningún otro pueblo ha dogmatizado acaso tanto sobre el discurso escrito, y desde la más remota antigüedad, como el pueblo judío. Su literatura no es la fábula homérica, sino más bien la Ley de Moisés. Y sin embargo, ningún discurso ha resistido tan eficazmente la supresión de la libertad y la imposición de normativas morales como el discurso literario, y de manera especialmente manifiesta los géneros teatrales, síntesis por excelencia de la fiesta, la heterodoxia y la catarsis. 

¿Qué tendrá la literatura, que a toda esa suerte de moralistas del arte, la religión o la cultura —llámense preceptistas al estilo de Scaligero, canonicistas al modo de Harold Bloom, o posmodernistas en boga como cualquiera de los existentes—, les ha interesado en todo momento controlar? No puedo creer en absoluto en esas afirmaciones que se oyen de vez en vez, en las que se afirma con pobre ironía que la literatura no sirve para nada. Insisto en que algo tiene la literatura, o lo que por tal se pretende hacer pasar mercantilmente en nuestra sociedad actual, cuando tanto interés despierta, de forma masiva y totalitaria, su control e interpretación por parte de los diferentes intermediarios implicados en los procesos de creación e interpretación de los fenómenos culturales. 

Por eso me sorprende mucho, en una época como la actual, que tanto presume de libertad y de ansias de libertad, denunciando por cualquier parte las limitaciones de la información y el conocimiento (como si ambos fenómenos fueran equivalentes), que el lector común se encuentre hoy día tan condicionado para interpretar la literatura como lo estaba el autor durante los siglos XVI, XVII y XVIII para crearla. Cientos de mediadores y de ideólogos, intermediarios y moralistas al fin y al cabo, se interponen entre la literatura y sus lectores: prensa y suplementos culturales, críticos que nacen de la muerte del autor, universidades en muchos casos muy devaluadas, medios académicos de la más diversa índole, congresos las más de las veces masificados, revistas especializadas y menos especializadas... Todos tratan de poner ante los ojos del lector el acceso fundamental a la interpretación de un significado trascendente, a menudo con pretensiones de exclusividad. 

Estos intermediarios pretenden elaborar para este lector común, sin voz pública, por supuesto (muy alejado de la hoy mítica e irreal familia de los lectores modélicos, ideales, implícitos, explícitos, implicados, archilectores, etc.), un mundo previamente valorado y definitivamente interpretado[1]. Curiosamente, los dogmas sobre la literatura, es decir, las preceptivas y los cánones, no suelen venir del autor —ni hoy ni en el pasado—, quien escribe habitualmente para combatirlos; ni del lector común, a quien no mueven intereses especialmente codiciosos; sino que proceden, desde siempre, del crítico, del intérprete, del intermediario..., es decir, del transductor. La literatura siempre precede a la teoría; el lenguaje, a su interpretación. El discurso interpretativo, y secundario, siempre permanece inevitablemente lejos del origen, lejos de la fuente literaria a la que pretende aproximarse de forma constante. A veces la distancia es tal que la literatura se basta por sí misma, y la interpretación se convierte en algo por completo prescindible. Ése es el destino final del discurso interpretativo: la obsolescencia. La literatura sobrevive siempre a cualquiera de sus interpretaciones. Triste es reconocer, quizá, que donde está la literatura, a veces, tal vez demasiadas veces, sobran las teorías —y las historias— de la literatura.


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NOTAS

[1] Y sobre todo me sorprende que la crítica que se pretende más «progresista» reitere como clichés opiniones tan simples como que la cultura europea —a la sazón convertida en prototipo de la cultura universal— es el resultado de las acciones llevadas a cabo por hombres, blancos y heterosexuales. Evidentemente, algo así sólo sería cierto si hacemos que Cervantes pertenezca a una «raza» distinta de la que realmente fue la suya, o si creemos en la homosexualidad de Shakespeare o en el travestismo de Molière, como se cree o no se cree en Dios, en el Espíritu Santo o en la virginidad de María, a partir de una hermenéutica bíblica o de un canon laico... Quien desde este punto de vista acepte una enmienda a la totalidad del concepto de literatura que hemos heredado de Homero no tendrá ningún problema en asumir estos u otros dogmas. No obstante, el discurso literario no es el Código Civil, ni el Derecho Canónico, ni la Ley de Moisés... Nada hay más lejos del dogma, ni más resistente a él, que la literatura. Mal pueden dogmatizar en este terreno los preceptistas y neocanonicistas de cualquier época. La literatura no se deja poner límites, ni la antigua, ni la moderna, ni la del porvenir.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «¿Obsolescencia literaria? Nuestros mejores intérpretes son nuestros enemigos», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (VI, 14.11), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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