III, 5.1.2 - El peligroso mito de la cultura frente a la realidad positiva de las ciencias

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El peligroso mito de la cultura frente a la realidad positiva de las ciencias


Referencia III, 5.1.2



Culta sí aunque bucólica, Talía... 
Luis de Góngora, Fábula de Polifemo y Galatea (1613, I, 2).

 

Culto me vuelva y el estilo enmiende...   
Lope de Vega, «Díjole una dama que para qué escribía disparates» (1634). 

                                                 

A una persona que intenta acomodar la ciencia a un punto de vista que no provenga de ella misma (por errada que pueda estar la ciencia), sino de fuera, un punto de vista ajeno a ella, tomado de intereses ajenos a ella, a ese le llamo canalla. 

Frederich Engels y Karl Marx, Contra la subversión de la ciencia de Eugen Dühring, 1878.


 

Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

La literatura da muchas sorpresas... Pero sólo a las personas inteligentes. Quienes ignoran casi a todo acerca de la literatura, el racionalismo de las artes verbales y poéticas les resultará una página en blanco. Digo esto porque el término «culto» entra en la lengua española, entre otros cauces acaso menos relevantes, a través de la poesía, y concretamente a través de la poesía de Garcilaso de la Vega. Este adjetivo «culto» es vocablo español de importación italiana, que Garcilaso[1] introduce «como calificativo que aplica a los versos pulcramente limados, extendiéndose a los poetas que los escriben» (Collard, 1967: 2-5; Carreño, 1998/2002: 269, nota 4). Se adentra en la poética española, y en su léxico, con el sentido originario de pulido, limado, trabajado, artificioso: sofisticado. Desde el principio, lo culto ha estado estrechamente unido a la sofística y al artificio. En el poema de Lope de Vega, titulado «Díjole una dama que para qué escribía disparates», el término culto se define por contraposición al de locura, y apela al campo semántico de la cordura y el racionalismo, la discreción y la corrección decorosa de la expresión verbal, conforme a normas elaboradas y sofisticadas. Lope desarrolla en ese soneto, mediante el heterónimo de Burguillos, el tópico literario del mundo al revés (cordura / locura, culto / necio), bajo el imperativo siguiente: «culto me vuelva y el estilo enmiende» (Lope de Vega, 1634/2002: 269). A través de la poesía de Góngora, desde el verso segundo de la Fábula de Polifemo y Galatea, el término culto ya adquiere y consolida el significado de docto«Culta sí aunque bucólica, Talía...». Talía, luego convertida en musa de la comedia, lo fue primeramente de la poesía pastoril, en la lírica de Virgilio y Horacio. Góngora escribe, culteranamente, un poema pastoril: su héroe, Polifemo, es un pastor de extrema fealdad y zafiedad. La Fábula gongorina —pletórica de barroca dialéctica— es un culto estuche de rudeza embellecida. Nótese, pues, la importancia de la literatura en la semantización de las palabras, más allá de la poética y la poesía. No en vano hemos dicho con frecuencia que la literatura mide y objetiva el grado de racionalismo del que dispone una sociedad política.

Conviene ahora, tras esta contextualización previa, y según los criterios expuestos en capítulos anteriores, delimitar conceptual y definitivamente las ideas de cultura, modernidad y civilización.

La idea de cultura es una idea alienante en nuestro mundo contemporáneo, especialmente por el uso fraudulento que de ella ha hecho la posmodernidad. Ese uso fraudulento posee una historia propia y definible, que Gustavo Bueno ha examinado críticamente desde los presupuestos de su propia filosofía en la obra titulada El mito de la cultura. Ensayo de una filosofía materialista de la cultura (1997), y que aquí voy a replantear involucrada en los términos de una Teoría de la Literatura. Adelanto una de las ideas capitales de Bueno al respecto: la cultura es el opio del pueblo. Y advierto de la tesis que a este respecto plantea la Crítica de la razón literaria: la cultura es un instrumento que la posmodernidad anglosajona ha utilizado para destruir la literatura y para limitar la libertad humana. De hecho, en las Universidades actuales, la cultura ha reemplazado a las ciencias y a la literatura. En la versión actual y posmoderna de nuestras antiguas Facultades de Filosofía y Letras, la ciencia y la literatura se han disuelto en cultura. Más precisamente: en «estudios culturales».

Lo primero que ha de advertirse es que la idea posmoderna de cultura está actualmente, y también artificialmente, muy prestigiada, y lo está en la medida en que aparece asociada a una idea de cultura en extremo indefinida, confusa y global. Pero intocable. Bueno observa en la idea de cultura, «como mito obscurantista», una función práctica de doble naturaleza: por un lado, sirve al idealismo emocional de unir e identificar a determinados seres humanos en un grupo social (tribu, nación, etnia, credo...), y por otro lado, correlativamente, separa a determinados grupos humanos de otros (tribus, naciones, etnias, credos diferentes...). De cualquier modo, la cultura se nos impone posmodernamente como un patrimonio universal, como una realidad benigna, ya constituida e instituida como un a priori sobre el que no tenemos nada que hacer, salvo asumirlo de forma acrítica y solidaria (para unirnos), o insolidaria (para separarnos). La relatividad de los valores culturales particulares se nos presenta e impone como un valor absoluto y universal. Pero como un valor que une o disocia, según los casos.

Téngase en cuenta que aquí nos ocupamos de la cultura desde el punto de vista de su elongación política y dialéctica con la literatura. No consideramos que la relación entre cultura y literatura sea una relación de identidad, y aún menos absorbente o inclusiva, como se impone desde la Anglosfera (la cultura se engulle a la literatura: los estudios culturales reemplazan a los estudios literarios), sino de dialéctica: la cultura es una invención de los pueblos que no tienen literatura. O para los cuales la literatura resulta ininteligible, porque carecen de intérpretes capaces de comprenderla. Entre cultura y literatura hay una dialéctica mediatizada por la política. Y en esta llaga pone su dedo la Crítica de la razón literaria, frente a los hispanistas que se tragan acríticamente todo lo relacionado con los anglosajones estudios culturales.

Edward Tylor, en su obra Primitive Culture (1871), formulaba en los siguientes términos su concepto antropológico de cultura, que aquí tomaré, siguiendo a Bueno, como punto de partida para reinterpretarlo desde los términos propios de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura:

 

La cultura o civilización, en sentido etnográfico amplio, es aquel todo complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, las costumbres y cualesquiera otros hábitos o capacidades adquiridos por el hombre en cuanto miembro de una sociedad[2].


El concepto de cultura que propone Tylor en el siglo XIX identifica dos realidades que aquí ya hemos discriminado: cultura y civilización. En el capítulo anterior hemos dirimido esta cuestión, al explicar que la cultura puede darse en una sociedad bárbara y también en una sociedad civilizada, desde el momento en que hay culturas bárbaras, basadas en el mito, la magia, la religión y la técnica, y culturas civilizadas, basadas en saberes críticos (ciencia y filosofía) y saberes acríticos (ideología, pseudociencias, teología y tecnología). En este contexto, nuestro concepto de cultura es muy evidente: cultura es un sistema de normas que determina la integración identitaria de un individuo en un grupo social. Incluso podemos añadir que, en nuestro tiempo, se trata de normas «políticamente muy correctas».

No obstante, de forma habitual se entiende por cultura cualquier cosa, porque la idea de cultura suele ser un cajón de sastre en el que cabe de todo y de cualquier manera. Se dice así que la cultura es el conjunto de conocimientos científicos, saberes mundanos o normas morales, que disponen la inserción y desenvolvimiento de la vida del individuo en el seno de la vida social, natural o política[3]. En este caso, todo es cultura. Incluso la ciencia es cultura. Es la idea de cultura que tenía Ortega, como buen idealista, germanófilo y sofista. Ya hemos dicho que toda filosofía es una forma excéntrica de ejercer la sofística

Como veremos en diferentes puntos de la Crítica de la razón literaria, la cultura es ante todo un uso gremial de la cultura, es decir, un uso sociológico de determinados contenidos culturales, unos contenidos culturales sofisticadamente «procesados» —esto es, diseñados y manipulados por sofistas— para conseguir con ellos determinados fines. La cultura se convierte así en el principal instrumento de gremialización del individuo. Así es como se usa la cultura para insertar o injertar al individuo en un gremio o sector social: ese individuo se desposee de su propia personalidad en la medida en que el gremio que le absorbe le dota de una nueva identidad, la «identidad cultural» y gregaria del lobby o grupo social, con el que ese individuo acaba forzosamente identificándose. Nótese que los términos «identidad» y «cultura» casi siempre viajan juntos, esposados por la posmodernidad, que actúa siempre en nombre de lo políticamente correcto, o culturalmente correcto. De hecho, la «cultura» es uno de esos términos que dotan de un salvoconducto a quien lo utiliza, lo posee, lo defiende, lo exhibe. No en vano la cultura depende mucho de su exhibicionismo. Una persona culta es, en nuestro tiempo, una persona inmunizada y legitimada por lo políticamente correcto. Tiene la autoridad protectora de la que podría disponer, por ejemplo, un hombre de iglesia en el mundo medieval. «Cultura» es una de las palabras mágicas de la posmodernidad. Hay que saber exhibirla y manejarla. Es término intocable. Sagrado. Fetiche. La cultura es un grimorio posmoderno. Todo el mundo desea poseer las cuales fetichistas de la cultura. Además, con este fetiche se puede meter en cintura al prójimo, al colega, al vecino, y a quien haga falta. De hecho, la cultura es el instrumento que la posmodernidad utiliza para gremializar al individuo en un corralito social, ideológico y político. Dicho de otro modo: la cultura es un instrumento que, lejos de dar libertad, la limita. No obstante, seamos eufemísticos, y en lugar de afirmar que el bienestar de la cultura es el malestar de la libertad, o que la cultura reprime la libertad humana, digamos que la cultura (re)organiza la libertad humana de modos muy sofisticados (esto suena mucho mejor). Y evita decir con franqueza que la cultura se usa para recortar abiertamente la libertad. En nombre de la cultura todo está permitido. Al igual que en nombre de la democracia. Cultura y democracia también viajan juntas. ¿Quién puede atreverse a acusar a la cultura de instrumento opresor de libertades humanas? Nadie le prestaría atención. Por el momento... Sin embargo, nuestros interlocutores no son necesariamente nuestros contemporáneos. Pero sin duda entre nuestros mismos contemporáneos hay lectores que sospechan de la cultura, como sospechan de la democracia, y de globalización, no sólo porque recelan de su omnipresencia —propia de un Gran Hermano— y sino porque, sobre todo, desconfían de sus latebrosas intenciones. 

Está claro que la posmodernidad no habla en absoluto de cultura en los términos en que lo hace la Crítica de la razón literaria. En unos casos se distingue entre culturas antiguas o modernas, clásicas o románticas, etc. En otros casos, simplemente se advierte que la cultura es el apellido de la política, o que el término cultura es un sinónimo del término ideología. Con frecuencia, la cultura se convierte en un baúl de genitivos: cultura de la guerra, cultura de la violencia, cultura de masas, cultura del diálogo, cultura del dinero... De cualquier modo, la modernidad es siempre un atributo genitivo de algún referente, es decir, la modernidad lo es de algo, en este caso de una sociedad cuya actualidad estará precisamente determinada por los modos de construcción y por los medios de transmisión de sus contenidos culturales. Nótese que además se habla de «contenidos culturales», pero no de «conocimientos culturales». Y sin embargo no hay empacho alguno en hablar, por supuesto acríticamente, de estudios culturales

Ahora bien, ¿dónde objetivar las características específicas que autoricen a hablar de modernidad en una cultura, y que permitan identificar en una sociedad humana el atributo de moderna y de culta? Semejantes características vendrán dadas por el tipo de conocimientos culturales de que disponga tal sociedad. Se ha indicado con anterioridad: las culturas bárbaras se basan en conocimientos míticos, religiosos, mágicos y técnicos, mientras que las culturas civilizadas se sirven de conocimientos críticos, como son la ciencia y la filosofía, y acríticos, como son la ideología, la teología, las pseudociencias y la tecnología. La modernidad de una sociedad humana sólo tendrá lugar cuando esa sociedad sustituya las formas bárbaras de conocimiento por sus correspondientes formas civilizadas. Por esta razón no cabe hablar de modernidad en un sentido cogenérico o absoluto, global, monista, universal. La modernidad no es un patrimonio universal. En nuestro tiempo todavía son muy numerosos los denominados «primitivos contemporáneos» (Bueno, 1997), esto es, sociedades humanas cuyas formas de conocimiento siguen siendo fundamentalmente bárbaras, como sucede con abundantes tribus de Asia, África, América y Oceanía. Una barbarie, por cierto, que la posmodernidad trata de preservar y legitimar de forma empática y admirativa, ejemplar incluso, en muchos aspectos, rehabilitando de este modo entre nosotros componentes míticos, mágicos, religiosos y técnicos propios de culturas extemporáneas. No cabe hablar de modernidad en lo relativo a sociedades humanas no desarrolladas políticamente —sino de forma natural, gentilicia o filárquica—, porque una sociedad humana no política no es un Estado, sino una tribu o una etnarquía, y un clan de tales características organiza y transmite sus conocimientos culturales de forma bárbara, mediante el mito, la técnica, la magia y formas primarias o numinosas de religión. Las sociedades bárbaras pueden tener literatura, pero no sabrán interpretarla, del mismo modo que el individuo de una sociedad bárbara posee un corazón y un aparato digestivo, pero no por ello sabrá explicar la teoría científica de la circulación sanguínea ni exponer una teoría endocrinológica acerca de cómo el organismo humano metaboliza proteínas. Los aztecas podían calcular y predecir eclipses, pero no sabían explicar ni cómo ni por qué se producían, porque sus conocimientos de física no les permitían abarcar científicamente el campo categorial del espacio extraterrestre. 

En consecuencia, es más que evidente que sólo una sociedad política, es decir, una cultura civilizada, organizada en un Estado, puede desarrollar los medios y los modos de conocimiento sistemáticos, racionales y lógicos capaces de construir y de imponer interpretaciones científicas sobre la literatura. Esto también quiere decir que si un Estado renuncia a ocuparse de la organización política de estos conocimientos, es decir, abandona el cuidado estatal de un sistema educativo o paideía, este tipo de conocimientos desaparecerá o caerá en manos de instituciones privadas o sociedades gentilicias que harán de él un uso diferente. Y cabe pensar que también sofista y fraudulento. Porque mientras un Estado libre ha de estar constituido por la totalidad de los miembros de una sociedad política racionalmente organizada, una institución privada o una sociedad gentilicia, esto es, un gremio o lobby, como el feminista, el nacionalista, el eclesiástico o empresarial, o cualquier otro, tendrá siempre unos intereses que no serán los de la totalidad de la sociedad política ante la cual todos somos, al menos teóricamente, iguales, y tenderá a imponer sus intereses privados por encima de los intereses sociales del propio Estado. Un Estado ha de gobernarse para satisfacer a todos sus miembros, y no para beneficiar a los gremios de moda, es decir, a esas sociedades gentilicias (feminismos, nacionalismos, iglesias, credos, sindicatos, partidos políticos, grupos financieros, etc.) que, desde dentro de la sociedad política —a la que pertenecemos todos—, operan con la intención, egocéntrica y a la vez globalizante, de beneficiar exclusivamente a sus fieles, adictos y correligionarios.

El uso posmoderno de la cultura se deriva, sin embargo, de una concepción metafísica de la idea de cultura, que —como describe Bueno— cristaliza de forma específica en la filosofía alemana de la Ilustración y el Romanticismo[4]. Es decir, cristaliza en el idealismo. La idea metafísica de cultura comporta una visión holística de la cultura, esto es, concibe cualquier cultura particular como una totalidad global sistematizada, que con frecuencia termina comparándose con un organismo vivo. Esta idea metafísica de cultura, terriblemente romántica, y también posmoderna, y por completo irreal, es la expresión más representativa de la mitificación de la cultura, cuya floración ha tenido lugar a través del discurso de la filosofía idealista alemana. De hecho, la idea metafísica de cultura es una idea esencialmente germánica, aunque los propios idealistas y nacionalistas alemanes hayan tomado el término del latín (Kultur), quizás para distanciarse de la tradición —que Bueno califica de «subjetualista»— contenida en el término Ausbildung.

Como es bien sabido, Giambattista Vico, en su Scienza Nuova (1725), se adentró igualmente en la misma idea al hablar de «la naturaleza común de los pueblos». Por su parte, Herder, en sus Ideas para una filosofía de la historia de la humanidad (1784), es artífice de la concepción metafísica de la cultura como idea objetiva o sustantiva (en términos de Bueno). La historia es, por esencia, supraindividual, supraobjetiva. Herder se sirve de una metáfora geométrica para designar la «autonomía o identidad de las culturas propias», con la pretensión de convertir esa metáfora en un concepto científico. En Los caracteres de la Edad Contemporánea (1806), Fichte expone su filosofía de la historia y su idea de cultura. Para Fichte la cultura es el todo, el Yo. Como explica Bueno, se trata, en un primer momento, de una cultura subjetiva, egoiforme, que hace del hombre civilizado un ser distinto del salvaje, del bárbaro. Pero esta subjetividad aparece inserta, en un segundo momento, en un envolvente objetivo, es decir, en una cultura objetiva, dada como material definido y propio para ser asimilado de modo normativo. Léase a Bueno (1997). Esta cultura objetiva es, para Fichte, la cultura europea, y, para Herder, la cultura universal. Fichte, como más radicalmente hará Hegel, considera que la «cultura europea» es un conjunto de contenidos históricamente determinados, constitutivos de los seres humanos, susceptible de interpretarse y manipularse como cultura envolvente y organizadora de generaciones sucesivas. Así, el Estado es la organización que los individuos constituyen para llevar a cabo la finalidad de la especie. La cultura es una de estas finalidades. Hegel desarrolla la idea metafísica de cultura en su sistema de pensamiento. Para Hegel, la cultura subjetiva es posible en el contexto del Espíritu Objetivo (el Estado, la familia...). Aquí nos movemos en el espacio imaginario de un idealismo galopante, y hay que advertirlo muy rotundamente, porque el lector de Hegel con frecuencia se olvida de que está leyendo al mayor idealista de la Historia de la Filosofía. Para Hegel, lo universal se destaca, se objetiva, se hace consciente, en el Estado. De este modo, es posible hablar de la cultura de una nación, que se halla codificada en la realidad concreta que es el Estado, el espíritu de un pueblo, el famoso e intimidatorio Volksgeist. Nótese cómo de la mano de este «espíritu del pueblo... (alemán)» la cultura sirve de instrumento para organizar la vida del individuo, y está lista para intervenir, bien en la vida política y gremial de los (demás) pueblos, bien en la estructura del Estado, o bien en donde haga falta.

Bueno examina la evolución de la idea metafísica de cultura en la filosofía idealista y en la filosofía materialista. En la «edad teológica», los contenidos del «reino de la cultura» se resolvían en Dios y se explicaban (no filosóficamente, sino teológicamente) en nombre de la fe a través de la revelación: los reyes reinaban por la gracia de Dios, los libros sagrados se habían escrito merced a la inspiración divina, las lenguas naturales procedían del babélico castigo de Yahvéh, las leyes morales eran revelación de Dios tras la caída del Hombre y su expulsión del Paraíso, etc. Sin embargo, en la época moderna, todos estos contenidos del reino de la cultura, atribuidos durante la época teológica a la idea de Dios, se adscriben a dos campos (o mitos seculares) de gravitación muy poderosa: la idea de la Naturaleza (mundo cósmico) y la idea del Hombre (mundo antropológico). Esta argumentación de Bueno es fundamental para explicar cómo la secularización de la idea de Dios desemboca a lo largo de la Edad Contemporánea en el diseño teológico de nuevos mitos que, en lugar de negar la metafísica, se afirman en ella[5]

Diríamos, en este sentido, que la metafísica antigua, de orden trascendente, se transforma, lejos de extinguirse en el ateísmo, en una nueva metafísica, de orden inmanente. Es como si el Dios de la teología dogmática medieval —el Dios de Agustín de Hipona, concretamente— se hubiera convertido en el inconsciente freudiano posmoderno. O en la nada de Nietzsche, cuyo concepto de nihilismo es extremadamente teológico. En Nietzsche, la nada se comporta como una divinidad maligna. Según Bueno, el primero de estos caminos antemencionados determina la evolución de la idea metafísica de cultura en las filosofías materialistas (la cultura es un proceso enteramente inmerso en los procesos del mundo natural y material); el segundo de estos caminos determina la misma idea, pero en el cauce de las filosofías idealistas (la cultura constituye aquí una creación emergente, sui generis o incluso causa sui, irreductible a los procesos naturales e incomparable con ellos, los cuales se presuponen ordenados teleológicamente al nacimiento del espíritu).

Según Bueno, respecto a la idea metafísica de cultura en las filosofías idealistas, cabe advertir lo siguiente: toda filosofía idealista de la cultura se basa en el postulado de que hay un principio poético o creador que es fuente o energía inagotable de la sustancia cultural. En este sentido, y en primer lugar, la cultura se manifiesta sobre todo por los cauces del Humanismo. La cultura es el contenido de la expresión simbólica de lo humano. Cassirer es principal representante de este punto de vista, al considerar que lo importante del hombre no es su naturaleza física o metafísica, sino su obra, es decir, la cultura como conjunto de formas simbólicas (mito, lenguaje, religión, ciencia...). En el desarrollo histórico de estas formas simbólicas el ser humano descubre y comprueba nuevos instrumentos de poder, orientados a la construcción de un mundo suyo, propio, ideal, interpretados como el proceso de una progresiva autoliberación del ser humano[6]. En segundo lugar, la idea metafísica de cultura en las filosofías idealistas puede desarrollarse al margen del Humanismo, o incluso en su contra, como espiritualismo antihumanista. La cultura parte ahora de la experiencia del hombre individual, concreto, y lo trasciende, hasta abandonarlo en un plano inferior, cotidiano, mísero. Estamos ante un concepto de arte muy propio del Romanticismo alemán, un arte que libera al ser humano de la realidad miserable y finita de la vida humana terrena, y lo pone en contacto con el infinito, lo trascendente, los valores superiores, etc. El héroe y el genio, a los que habría que incorporar la figura del loco —y la idea de locura como una forma superior de racionalismo—, habitan en una sublime soledad, muy por encima de los valores habituales del hombre ordinario. Ésta es la visión de un idealismo antihumanista de la cultura.

Por lo que se refiere a la idea metafísica de cultura en las filosofías materialistas, Bueno advierte lo siguiente. Estas corrientes interpretan la cultura como una negación del espiritualismo, mediante la aplicación sistemática de una metodología que permite determinar las fuentes materiales (biológicas, etológicas, económicas) de la cultura humana en todas sus formas, así como la dependencia de esta cultura en relación con las condiciones naturales. El materialismo de la cultura se manifiesta, en primer lugar, bajo la forma de un humanismo o de una antropología. El materialismo de la cultura es una filosofía implícita en la antropología cultural de tradición anglosajona (Morgan, Tylor, Boas, Kröber, Radcliffe-Brown, Malinowski, Herskovits, Steward...). El concepto fundamental de esta antropología es el hombre como «animal cultural». La antropología, como filosofía de la cultura, discurre por los cauces del humanismo, pero no de forma única o exclusiva: hay también corrientes antihumanistas en una antropología materialista de la cultura. Bueno subraya que la relación del hombre con la cultura puede entenderse bien en defensa del hombre, porque —de acuerdo con Rousseau, y en ligazón con Freud— busca liberarse de una cultura opresora (humanismo contracultural), bien en defensa de la cultura, porque pretende defenderse de la degradación a que la somete la miseria humana (el capitalismo depredador). El antihumanismo cultural puede resultar equivalente a un humanismo contracultural. A Bueno le sobran ejemplos en la historia de la cultura que nos hablen del antihumanismo de la cultura, y su mención aquí no es ociosa en absoluto: Orígenes se emascula en nombre de los valores religiosos, las pirámides egipcias se construyen sacrificando la vida de miles de personas, el Museo Británico y el Louvre están repletos de obras artísticas saqueadas y robadas por el imperialismo depredador de Inglaterra y Francia, etc.

En cuanto a la idea de cultura subyacente en la obra de Marx, me remito a la consideración buenista de que la teoría de la cultura implícita en el materialismo histórico es «filosóficamente inconsistente», porque se trata apenas de «una especulación utópica» (Bueno, 1997: 87). No por casualidad, a nuestro juicio, el marxismo es una utopía condensada. Es puro idealismo condensado. Con frecuencia hemos insistido en que el marxismo es una de los mayores idealismos filosóficos de la Historia del pensamiento, un idealismo cuyo materialismo es una seductora ilusión de diseño filosófico. Según Bueno, «Marx no expuso explícitamente una doctrina sobre la cultura, de la misma manera que tampoco expuso una doctrina de las clases sociales» (Bueno, 1997: 80). Por su parte, como sabemos, para Freud la cultura es represión, y lo que la cultura reprime es la realidad humana acaso más importante: el Ello, la misma libido que es fuerza motriz de la totalidad de la vida. De este modo, la cultura se convierte en un primer momento en un principio represivo de realidad, que conforma el Ego, e inmediatamente en un principio también represivo de idealidad, de libido sublimada, que moldea el Superego o ideal del yo. Ha de confirmarse, de acuerdo con la interpretación buenista que aquí reproduzco, que Calos Marx no construyó ninguna teoría de la cultura, y que Sigmund Freud enunció una retórica de la cultura que situaba irracionalmente la verdad de la vida humana en el inconsciente —una auténtica fantasmagoría, desde los criterios que aquí manejamos—, a la vez que reducía de forma patológica la totalidad de las conductas humanas a una cuestión de sexo.

Por su parte, el materialismo filosófico, al igual que la Crítica de la razón literaria, considera la idea de cultura, como también la idea de ciencia, desde una perspectiva gnoseológica. El materialismo filosófico propone un análisis filosófico de la cultura. La Crítica de la razón literaria exige una disociación entre literatura y cultura, de tal manera que la literatura es superior e irreductible a cultura, es decir, que la literatura no se puede disolver en cultura, porque los materiales literarios no se pueden estudiar ni interpretar como si fueran materiales culturales, porque de hecho no lo son. Los estudios literarios no son estudios culturales, y reemplazar los primeros por los segundos es un error que el mundo académico anglosajón ha esparcido por el resto del mundo, incluida la Hispanosfera, en cuya tradición literaria hispanogrecolatina no cabe la actual y posmoderna idea anglosférica de cultura. Es un error para el Hispanismo reemplazar los estudios literarios por los estudios culturales. La cultura es una invención de los pueblos que carecen de literatura. O que carecen de profesionales capaces de comprenderla y explicarla.

Bueno habla de cuatro usos o interpretaciones de la idea de cultura, en torno a los conceptos de humanismo, etnia, clase y academia. Sintetizo las palabras de Bueno (1997), y las reinterpreto desde el contexto literario que nos concierne conforme a nuestra propia metodología:

1. Interpretación humanista de la idea de cultura. La «cultura humana» se usaría en este sentido para dirigirla contra otra cultura —contra otra cultura étnica, incluso, de otro pueblo o nación—. Lo que en estos casos se entiende por «cultura humana» es una cultura étnica que se proclama e instituye a sí misma como expresión de la cultura universal. Esta idea de cultura humana desempeña el papel de un ideal reivindicativo de «dignidades», «características», «identidades», que se plantean como propias ante otras diferentes. Estamos ante una tendencia monista y globalizante de la idea de cultura, próxima a lo que podría identificarse como un etnocentrismo, o un supremacismo cultural, como el que constituyó desde la Anglosfera la cultura protestante y reformista, por ejemplo. Es una idea que, con mayor o menor discreción, sigue vigente, a fin de mostrar la superioridad moral o cultural de la Europa del Norte, míticamente trabajadora, laboriosa y eficaz, frente a la Europa del Sur, presuntamente vaga, incompetente e improductiva. Lo mismo podría decirse respecto al continente americano, donde la dialéctica entre la Anglosfera (Estados Unidos y Canadá) y la Hispanosfera (Hispanoamérica) o Iberosfera (Iberoamérica) es patente. Aquí se situaría, en relación con la literatura, el concepto idealista goethiano de Weltliteratur, o literatura del mundo.

2. Interpretación étnica de la idea de cultura. Según Bueno, se usa para designar en términos étnicos la actividad de un grupo humano: cultura maya, cultura alemana, cultura asturiana… En este sentido, el uso de la idea de cultura se orienta a la defensa y exaltación del pueblo que se ha identificado con esa cultura, y en contra de aquello que puede poner en peligro su pureza, identidad o supervivencia. En estos contextos se ha usado históricamente el término raza no tanto en sentido zoológico, sino en un sentido que incluye los contenidos culturales que constituyen lo que denominamos etnias. Las razas históricas no son independientes de las culturas en que se han contextualizado, sino que más bien son resultado de ellas, y no causa suya (Lévi-Strauss, 1952). También en este punto se vindica la propiedad de la cultura, la cultura propia, frente a un estado opresor, sobre todo por nacionalismos separatistas[7]. En este contexto, la literatura se asocia a una determinada raza, etnia o pueblo, en un sentido incluso mítico o metafísico, si fuera necesario. Esto explica que en lugar de hablar de literatura española, por ejemplo, se hable de literatura castellana, de modo que una literatura, como la hispánica, española o hispanoamericana, quedaría reducida a una lengua circunscrita en el tiempo y el espacio de su origen, es decir, en su historia y geografía genuinas —la Edad Media en la Península Ibérica, por ejemplo—, como si Cien años de soledad de García Márquez se hubiera escrito en Castilla, como si el teatro de Valle-Inclán no tuviera que ver con Galicia, o como si la Vetusta de La Regenta estuviera en la provincia de Segovia o en los alrededores de Quitanar de la Orden, por ejemplo. Ningún italiano se referirá nunca a la Divina commedia de Dante como literatura toscana, sino como literatura italiana, aún cuando no cabe hablar de Italia en el siglo XIII, y sí de la Toscana. Estamos aquí ante un concepto atomista de cultura, según el cual cada núcleo o entidad cultural es única y autónoma, indisoluble y eterna. Como en el caso anterior, pero en sentido totalmente inverso, es un concepto extremadamente idealista, romántico y metafísico, de cultura.

3. Interpretación socialista de la idea de cultura. Bueno, en realidad, habla aquí de interpretación clasista, no socialista, de cultura. Pero en realidad apela a un enfoque totalmente socialista, como veremos. Bueno opera aquí desde un esquema fuertemente marxista, basado en la dialéctica cultural entre burguesía y proletariado y, por supuesto, en la lucha de clases. Ésta es una idea de cultura que unos teóricos considerarán como una modalidad de «cultura étnica» (atomista) y otros como una modalidad de «cultura universal» (monista). Lo cierto es que bajo esta idea de «clase», la cultura se presenta como un objetivo exclusivo o privativo de determinadas clases sociales trabajadoras o proletarias, es decir, en principio, como una exigencia del derecho al reparto de la cultura que tradicionalmente se reservaban para sí las clases dominantes, de forma exclusiva y excluyente. En este sentido, la voluntad de cultura de las clases bajas es expresión de una voluntad de ascenso social, de la misma manera que el gusto cultural de la burguesía se reduciría con frecuencia a una voluntad de ascenso social por aproximarse a la aristocracia. Desde este punto de vista puede considerarse que la cultura, más que dinero, confiere libertad, poder o prestigio. Esta interpretación provoca una suerte de discriminación irreal entre literatura culta y literatura popular, diferencia imposible de establecer en las literaturas de tradición hispanogrecolatina, con la excepción de algunas obras de la Francia ilustrada, y de la literatura afrancesada que se escribe en la Europa de la Reforma y en la España borbónica del siglo XVIII.

4. Interpretación elitista, académica o gnoseológica de la idea de cultura. Es la idea de cultura esgrimida por grupos académicos o gremios de investigación científica, concurrentes, competitivos, o incluso «depredadores» unos de otros (antropólogos, psicólogos, sociólogos, historiadores, juristas, médicos, farmacólogos, etc.). En este contexto cabe situar la idea elitista de literatura académica, de novela intelectual, por ejemplo, en la línea artificiosa de Pérez de Ayala, y bajo la perspectiva de un arte para «minorías selectas», propio del idealismo germánico de un Ortega y Gasset (1925, 1930). Se trata, como resulta fácilmente observable, de una idea de cultura correlativa a la anterior (cultura socialista), pero dada ahora en las clases altas, burguesas o aristocráticas (cultura elitista), y bajo la forma de un complejo de superioridad moral, que trata de arrogarse para sí misma la prestancia de un arte en el que se sintetizan la verdad, la belleza y la selección intelectual. Es, sin duda, una forma mercantil y académica de autoengaño de alto standing.


De cualquier modo, el cauce principal a través del cual la idea práctica de cultura, tal como la plantea Bueno, y que aquí hemos reproducido, alcanza su expresión más poderosa es el de las instituciones políticas, y sobre todas ellas el Estado. Se objetiva así, en el Estado, como expresión suprema de una sociedad organizada políticamente, el ideal de cultura como norma constitucional[8]. De hecho, la idea de cultura objetiva, institucionalizada en un Estado, es una idea moderna, que se consolida en la Ilustración y se expande a través del racionalismo político del Romanticismo. La idea de cultura subjetiva es históricamente anterior a la idea de cultura objetiva, pero una vez que esta última se constituye, la idea de cultura subjetiva tiende a exponerse desde la idea de cultura estatal u objetiva. Esta tendencia se desarrolla hoy de forma extrema e incluso totalitaria. La cultura subjetiva se institucionaliza u objetiva políticamente como forma de identidad blindada de un grupo social «distinguido» y «diferenciado» frente a otros. En la Antigüedad era imposible hablar de una cultura objetiva, porque las ideas que podrían constituirla no se identificaban políticamente como tales. Otras categorías, desde el punto de vista de la naturaleza y la realidad preexistente a lo humano, codificaban entonces la idea —hoy posmoderna— de cultura objetiva: las antiguas ideas de técnica, poesía, pintura, arte, la latinitas o la urbanitas, o el principio de mímesis, impedían la constitución de una idea de cultura en sentido objetivo o estatal. Como advierte Bueno, Platón o Aristóteles nunca conceptualizaron las estructuras envolventes como contenidos de un espíritu objetivo. La idea moderna —e incluso diríamos que más bien posmoderna— de cultura objetiva, institucionalizada políticamente, constituye el fundamento del mito de la cultura, y tiene un origen filosófico, idealista y anglogermánico:


La pretensión de una idea global de la cultura humana como una totalidad atributiva (sistática o sistemática) dotada de una unidad de conjunto (sobre la cual basar una concepción del Hombre en cuanto contrapuesto a la Naturaleza) es pretensión sin fundamento. La unidad de esa «cultura humana universal», como supuesta estructura categorial de partes interconectadas, es un mito gnoseológico que da lugar al fantasma gnoseológico de la «ciencia antropológica»; un fantasma inventado por antropólogos y culturólogos. No hay una «ciencia de la cultura», como no hay una «ciencia del hombre»; a lo sumo hay diferentes disciplinas científicas, con diverso grado de cientificidad (la Lingüística suele ser puesta en el rango más alto). Y esto significa que la cultura, como «sistema universal», es la clase vacía, no existe […]. «La cultura» no existe (gnoseológicamente) ni siquiera como abstracción sistemática, sino que es sólo un nombre oscuro y confuso, un mito gnoseológico (Bueno, 1997: 153-154).


El mito de la cultura crece en el ámbito académico de las denominadas «ciencias humanas» a costa del hundimiento de la teoría. La cultura se ha engullido a la ciencia. La ha fagocitado. De este modo, las teorías científicas resultan reemplazadas por teorías culturales, discursos culturalistas, exposiciones étnicas, humanistas, sociales o institucionales de la cada día más mitificada idea de cultura. He aquí el triunfo de los cultural studies o estudios culturales, que, desde un criterio estrictamente científico y gnoseológico, ni son estudios ni son culturales. Pero no han necesitado serlo, sino nominalmente, esto es, retóricamente, como flatus vocis, para desplazar del mundo académico y universitario posmoderno —en materia de Letras desde luego— todo el basamento científico y todo el fundamento teórico que hasta el presente habían exigido, al menos académicamente, en la Universidad contemporánea, disciplinas como la Poética y la Retórica clásicas, la Filología, la Historia de la Literatura o la Teoría de la Literatura. Los denominados —y aceptados— de forma acrítica estudios culturales, en realidad una varieté de expositores «de contenidos», una mitificación pseudoacadémica de la cultura institucionalizada políticamente (political correctness), han contribuido de forma tan poderosa como sofisticada a silenciar el hundimiento de la teoría, sobre todo por lo que se refiere al estado actual de las «ciencias humanas» en los medios académicos y universitarios. La mitificación de la cultura se ha cobrado el hundimiento de la teoría.

Del mito de la cultura brota, además, el mito de la identidad cultural. Este último mito es un nuevo y seductor motivo retórico e ideológico que no resistiría la más leve comprobación científica o conceptual. En tales circunstancias de crisis gnoseológica e interpretativa, o se derrumba la ciencia o se derrumban las ideologías, es decir, en esta nueva pugna entre doxa y episteme, o bien las teorías científicas se desacreditan, incluso académicamente —¡por quienes deberían defenderlas, esto es, por los profesores de Universidad!—, hasta su hundimiento (lo que constituye el imperativo de la posmodernidad), o bien los mitos ideológicos, con los que determinados grupos humanos (financieros, nacionalistas, religiosos, feministas, indigenistas…) tratan de enfrentarse a la realidad de las ciencias, resultan desmitificados y desautorizados por estas últimas. Las aberraciones ideológicas de la posmodernidad han enfrentado —en el terreno de las Humanidades sobre todo— la ciencia a la cultura, y han tratado de eclipsar, desde las ideologías y tropologías sociales, el racionalismo de las teorías científicas. Las ideologías siempre tratan de hacerse compatibles con las investigaciones científicas más actuales, mediante formas sofistas y astutas —hermenéuticas—, de modo que sus exigencias ideológicas, gremiales, resulten preservadas y respetadas políticamente. El procedimiento esencial es siempre el mismo: buscar en las ciencias formas de complicidad pseudocientífica, que doten a las ideologías de avales populistas, sociológicos, psicológicos o políticos. No por casualidad la filología ha sido y es cómplice y responsable —no sólo desde el oscurantista Heidegger[9]— de múltiples aberraciones lingüísticas y pseudocientíficas. La idea misma de identidad es un monstruo metafísico preservado por la filología posmoderna.

En nombre del mito de la cultura se habla de la pérdida de identidad en un sentido parecido a como un teólogo habla de pérdida de fe, en lugar de hablar de una «ganancia de la razón» o de un «incremento de alteridad», por ejemplo. La «identidad» no es una cuestión de opinión, ni mucho menos de sentimiento. La identidad puede ser sintética o analítica. Como advierte Bueno, es sintética aquella identidad que envuelve relaciones entre términos objetivamente distintos (relaciones entre los puntos de intersección de las bisectrices, de los ángulos de un triángulo equilátero, en tanto que esos tres puntos de intersección resultan ser idénticos entre sí, es decir, un mismo punto, incentro). Es analítica aquella identidad que solamente comporta un caso límite de identidad sintética, aplicada a símbolos que intencionalmente se plantean como no distintos (A = A). La expresión de «identidad cultural» se desarrolla con éxito creciente después de la II Guerra Mundial, y adquiere un uso general a partir de la década de 1970. No se refiere a una dimensión «longitudinal» de la cultura (rasgo, nota, carácter), sino al todo (dimensión holística) de esa cultura. Y no concibe la cultura en la universalidad de su extensión, sino como algo distribuido en círculos, esferas o ámbitos culturales (naciones, etnias, pueblos, grupos...). Es decir, la «identidad cultural» no se refiere a la identidad de un rasgo cultural específico, sino que tiene como referencia un ámbito de cultura integral o cogenérica, cuyas propiedades identitarias no se sabe si son determinantes o intensionales, integrantes o extensionales, o distintivas o constituyentes.

Esta expresión, «identidad cultural», persigue una intención pragmática: la conservación de la cultura a la que se refiere, en los términos ideales de su pureza o virginidad, que quedarían destruidos, si se altera su identidad: «La preservación de las ‘identidades culturales’ no es otra cosa sino la voluntad de las élites que proyectan la autonomía política de los pueblos o etnias en cuyo entorno viven. La identidad cultural es sólo un mito, un fetiche» (Bueno, 1997: 159). La identidad cultural comporta necesariamente crisis y lisis, restauraciones, demoliciones, reconstrucciones, etc., al tratarse de contenidos procesuales que tienen lugar en el tiempo, como la música, el teatro, el lenguaje, los ritos y las ceremonias, etc. Bueno comenta que en el vestíbulo del Museo Antropológico de México se lee que «todas las culturas son iguales». Esta declaración de isonomía e isovalencia de las culturas nos sitúa en el ámbito de una ideología del megarismo de las culturas (ontología atomista: nada está relacionado con nada). Los megáricos llevaron al límite metafísico la doctrina de las esencias de Platón, y postularon la existencia de un reino de esencias inmutables, inconmensurables e incomunicables entre sí. A esto mismo equivaldría una igualdad isonómica e isovalente de todas las culturas. En este sentido, los antropólogos se convierten en ideólogos de movimientos de liberación e independencia, de genealogía ilustrada y romántica. De acuerdo con este postulado posmoderno de isovalencia de las culturas, la Literatura Comparada es un imposible absoluto: si todas las literaturas son iguales, entonces no hay nada que comparar. No por casualidad los estudios sobre Literatura Comparada han experimentado una degradación notabilísima en las últimas décadas, hasta desembocar con frecuencia en la disolución efectiva de numerosos departamentos de estudios comparatistas en universidades de los Estados Unidos. Incluso se han planteado extravagantes estudios de presunta orientación comparatista, marcados por una explícita exogamia pseudonacionalista, desde la que se induce a estudiar como «literatura comparada» autores y obras de la literatura portuguesa con autores y obras de la literatura gallega. Incluso, desde el espejismo de la teoría de los polisistemas, se han planteado estudios de «literatura comparada» entre autores literarios de diferentes comunidades autónomas de España. ¿Cabe mayor hundimiento de la teoría, y de criterios y métodos de exigencia científica, en el mundo académico actual?

En consecuencia, si las culturas y las ciencias no se definen por relación a unos contenidos ontológicos y efectivos, el resultado será sólo un conjunto confuso de contenidos múltiples y heterogéneos, un mito muy oscurantista.

La obra de Bueno (1997) advierte de que, cuando posmodernamente se habla de un proyecto de humanidad unida culturalmente, se habla ante todo de una cultura universal y de unos contenidos objetivos. Esta cultura universal habría que formarla a partir de culturas particulares del presente o del pasado. Y construir algo así es construir una mitología. Y reemplazar con ella el estudio de la Historia. En un contexto de esta naturaleza resultan de especial rentabilidad posmoderna los mitos del «pensamiento débil» y de la «cultura universal». En un contexto así florece la tropología del sofista y se hunden las teorías científicas.


Cuando las teorías del «pensamiento débil» anuncian el final de la época moderna, ¿no están en rigor refiriéndose, no ya a las crisis de la época moderna, sino a la idea que de esta época se forjaron ad hoc los propios «postmodernos», como una construcción polémica o, si se quiere, como un invento editorial italo-fancés? La única novedad sería su retórica: llamar pensamiento débil al que renuncia a la «comprensión del todo» —precisamente es lo que habían hecho los «espíritus fuertes», como se les llamó a los libertinos y a los «librepensadores», que justamente en el centro de la época moderna presentaron la Crítica de la razón pura o el Ignoramus, Ignorabimus! un siglo después—. Lo que es débil, ¿no es el pensamiento monista, que no existe propiamente como tal pensamiento? ¿No es más fuerte el pensamiento finito que determina sus propios límites en cada caso? ¿Qué es más fuerte, qué tiene más potencia: un motor perpetuum mobile que no existe o una locomotora finita capaz de arrastrar decenas de vagones y cuya debilidad consistiera en su incapacidad para moverse a sí misma? Pero hay más: el síntoma del «fin de los grandes relatos» en beneficio del pensamiento fragmentario, como característica para el diagnóstico diferencial de la cultura moderna y la posmoderna, parece un síntoma inventado, puesto que no es la concepción marxista el único «gran relato» de nuestro siglo heredero del siglo XIX. Nunca como en los finales de nuestro siglo, los «grandes relatos» han alcanzado vigencia casi universal, presentándose además como contenidos de una «cultura universal». ¿No es un «gran relato cosmológico», salva veritate, la teoría del big bang, que monopoliza inquisitorialmente, como denunció Arp, las concepciones físicas del Universo? ¿Qué otra cosa es, sino un gran relato ético político, la declaración de los derechos del hombre, o la idea, de Popper a Fukuyama, de una sociedad abierta universal y definitiva, edificada sobre la democracia parlamentaria, el vídeo y la economía de mercado? ¿No son grandes relatos también, aunque estén en competencia con otros de su género —como lo estuvieron desde la Edad Media— las doctrinas del cristianismo y el islamismo, propuestas como vías únicas para la superación de la crisis de la cultura universal de nuestro tiempo? Por último, ¿no son grandes relatos, y en modo alguno pensamiento fragmentario, los planes y programas económicos que obviamente no hace «la Humanidad», sino los japoneses, los yanquis o los alemanes? En todo caso, no es la cultura, como sistema morfodinámico, lo que está en crisis, sino, a lo sumo, las sociedades intercaladas en esa cultura, debido sobre todo a los conflictos que a través de las culturas mantienen los pueblos entre sí (Bueno, 1997: 208-209).


En tal contexto, no hay especialización de conocimientos, sino una necesidad de enciclopedismo de contenidos universales. Se trata de una universalización enciclopédica de la cultura global, cuyo radio de acción no sobrepasa apenas el primer mundo. Esta universalización de la cultura conduce a una especie de Kitsch, de falsa conciencia de plenitud, felicidad o autosatisfacción. Una suerte de idealismo emocionalmente inane. Es el caso de la cultura como ideal metafísico que gira en torno a la supuesta identidad. Es un mito. El mito del hombre-masa que se siente satisfecho por el hecho de pertenecer a un grupo, al margen completamente de lo que sea él como individuo o como persona, pues lo importante es formar parte del grupo y dotarse de una identidad que siempre será gremial. Aunque dentro del grupo se viva como un esclavo o como una criatura irrelevante. La personalidad siempre es individual, frente a la identidad, que —lo reitero— siempre será gremial. El grupo —político, religioso, ideológico, etc.— actúa en todo momento como un procedimiento psicológico de dignificar a una masa a la que se subyuga, supuestamente de forma selecta: «las funciones del opio del pueblo las ejerce hoy la cultura selecta»[10].

Diremos, en suma, a modo de recapitulación, que el mundo que separa las culturas antiguas, o bárbaras, de las culturas modernas, o civilizadas, es un mundo en el que se codifica una experiencia decisiva e irrepetida en la evolución del conocimiento humano y sus diferentes modalidades, es decir, más precisamente, una transformación de los saberes primitivos, precientíficos, característicos de culturas bárbaras —mito, magia, religión y técnica— en conocimientos científicos, esto es, conocimientos transmitidos de forma selectiva, organizada y sistemática, según criterios de racionalidad, propios de sociedades civilizadas, en las cuales es posible distinguir un saber crítico —ciencia y filosofía— y un saber acrítico —ideologías, pseudociencias, teologías y tecnologías—, resultado de la influencia de la razón sobre los saberes precientíficos o primitivos.

Estas transformaciones, que provocan el nacimiento del conocimiento científico especializado, tienen lugar precisamente en la Grecia de finales del siglo VII antes de nuestra Era. Los helenos establecen las bases de una civilización científica que se prolonga hasta hoy mismo. El desarrollo de la técnica y de las primeras categorías científicas desencadena entonces una conmoción cultural que no había tenido precedentes, y que no ha conocido con posterioridad un desarrollo todavía comparable. Es ésta una época en la que una parte de la Humanidad vive el paso del mythos al logos, con una absoluta reorganización de los saberes anteriores, debida a la irrupción del pensamiento crítico y a la inflexión del escepticismo sobre las libres creaciones de la imaginación. Esta revolución del conocimiento no habría sido posible sin el nacimiento de las dos formas de saber crítico más importantes y decisivas del ser humano: la filosofía crítica y la ciencia, saberes que instauran una racionalidad universal.

Evidentemente, estas transformaciones codifican cambios esenciales entre los mundos históricos y culturales de la Antigüedad y la Modernidad, de la barbarie y la civilización. Entre uno y otro mundo se comprueba históricamente que la técnica se ha convertido en tecnología, los mitos se han fragmentado en ideologías, la magia sobrevive metamorfoseada en pseudociencias, y las religiones se articulan y formulan en teologías.

Hemos partido de la base de que los conocimientos son de dos tipos: naturales y culturales. Y no hay que olvidar que la oposición entre naturaleza y cultura es en sí misma una oposición cultural, como tantas veces ha explicado Bueno. Los conocimientos naturales son siempre instintivos, innatos, invariantes, universales... Los conocimientos culturales son conocimientos artificiales, adquiridos con frecuencia como resultado de un aprendizaje social —o incluso político y estatal—, y pueden desarrollarse de forma que den lugar a culturas bárbaras o a culturas civilizadas. Consideramos bárbaras aquellas culturas que no han sido capaces de generar y organizar un comportamiento humano basado en criterios racionales y científicos. Este tipo de culturas codifican los saberes en torno al mito, la magia, la religión y la técnica. Por su parte, los conocimientos culturales desarrollados y trasmitidos de forma selectiva, sistemática y organizada, según criterios racionalistas y científicos, dan lugar a las culturas que consideramos civilizadas, en las que cabe distinguir dos tipos fundamentales de saberes: críticos y acríticos. Son saberes críticos la ciencia y la filosofía, y son saberes acríticos las ideologías, las pseudociencias, las teologías y las tecnologías. Ha de insistirse en ello una y otra vez.

En efecto, una de las primeras transformaciones históricas que provoca el desarrollo del conocimiento científico es la crítica y disolución del pensamiento mítico. Aun así, las cenizas de los mecanismos que generan los mitos sobreviven en las sociedades modernas y contemporáneas a la crítica de la razón —pura y práctica— bajo la forma y el contenido de las ideologías. Las ideologías son siempre plurales. Remiten en cada caso a una pluralidad en la que de alguna manera todas están implicadas. No hay civilización sin ideologías, y es una ficción hablar de una única ideología, como es una ficción hablar de un pensamiento único. Las ideologías son creencias constitutivas de un mundo social. Son representaciones organizadas lógicamente, capaces de expresar el modo en que las personas viven, comunican e interpretan la realidad en que están insertas. Al igual que los mitos en las culturas bárbaras, las ideologías contribuyen en las culturas civilizadas a asegurar la cohesión del grupo social en función de unos intereses prácticos inmediatos, es decir, de unos intereses políticos decisivos. Pero asegurar la cohesión de un grupo significa enfrentarse a otros grupos, y cuando esto ocurre dentro del seno de un Estado, el funcionamiento de las ideologías desemboca en la distaxia de ese Estado. La dialéctica interna dada entre las ideologías que constituyen un Estado puede también, en un momento dado, destruir ese Estado. Las ideologías incorporan materiales heterogéneos, desde los que disponen su propia justificación lógica —consecuencia del rigor impuesto por el desarrollo de los saberes críticos— ante las alternativas de otras ideologías oponentes, a las que excluyen internamente y critican en público. La idea de la filosofía marxista, según la cual en toda sociedad civilizada hay una ideología dominante que refleja las ideas de estos grupos oligarcas, que se las arreglan para imponerlas al resto de la sociedad por procedimientos más o menos coactivos y sofisticados, es hoy día plenamente vigente. De cualquier modo, un Estado sólo sobrevive si es más fuerte que las ideologías que contiene. Si la dialéctica de las ideologías internas de un Estado supera la fuerza de cohesión nacional, ese Estado desaparece. Y éste es el peligro más poderoso de las democracias posmodernas: el conflicto ideológico interno, cuyas dialécticas resultan cada vez más difíciles de contener y armonizar. Los límites de la democracia son los límites de la eutaxia de un Estado. Fuera del Estado no cabe hablar de democracia. Y no hay que olvidar que toda globalización conduce siempre a la disolución de los Estados en un Imperio que, en última instancia, o es un totalitarismo, o no es nada. Los imperios son incompatibles con la democracia y, en cierto modo, también con los Estados, a los que pretenden disolver en sus estructuras totalitarias y globales.

La sociología del conocimiento, disciplina que se ocupa del análisis de las ideologías (Mannheim, 1929), invita a considerar que toda ideología es un fenómeno psicológico, una deformación o error que sufre un sujeto o un grupo social en alguna dimensión de su pensamiento. Algo así como un prejuicio o un conjunto sistemático de prejuicios bien organizados y justificados. En la misma línea se sitúa la Crítica de la razón literaria —respecto al ejercicio de la teoría y crítica literarias contemporáneas—, al considerar que toda ideología es una especie de engaño y autoengaño, una deformación intencionada y total del pensamiento. La ciencia a veces la filosofía, en su ejercicio racional más estricto, confieren a la ideología un sentido crítico y negativo. Siguiendo a Bueno, aceptamos indudablemente que la ciencia y la filosofía no siempre están exentas de contaminaciones ideológicas, pero afirmamos rigurosamente que ninguna ideología puede identificarse nunca ni con la ciencia ni con la filosofía crítica, disciplinas a las que reconocemos como discursos críticos y subversivos de los intereses ideológicos. Consideramos aquí que toda ideología es siempre una deformación aberrante del pensamiento crítico, científico o filosófico. Esta deformación del pensamiento crítico se advierte —de forma especial en la interpretación literaria— en dos irracionalismos fundamentales: el idealismo y el dogmatismo. El primero es una deformación semántica de la interpretación científica; el segundo, su imposición pragmática. Uno y otro son los dos pilares fundamentales de la crítica posmoderna. Y uno y otro han sido en la posmodernidad determinantes en el hundimiento de las teorías científicas por lo que se refiere, en los medios académicos y universitarios, a los departamentos de Letras.

La magia o las pseudociencias justifican hechos que para la razón son inaceptables. Múltiples actividades derivadas de la magia sobreviven en nuestro tiempo con total impunidad, estimulando supersticiones arcaicas, fe en profecías disparatadas, creencias en sueños que revelan presuntas verdades ocultas, atracción por embrujamientos o hechizos, respeto a ufólogos o zahoríes, y atención irracional a todo un conjunto de hechos imposibles. Muchas de estas pseudociencias se solapan bajo la cobertura de paranormalidades confitadas de culturalismo y multiculturalismo[11]. Y en muchos casos la idea posmoderna de cultura se hace cómplice de estas necedades e irracionalismos.

La cuarta de las grandes transformaciones que, según lo expuesto, el conocimiento crítico ejerce sobre los saberes primitivos o precientíficos afecta crucialmente a la religión, que en su fase terciaria alcanza un alto grado de estructuración interna como teología. Según, Bueno (1985). la actividad teológica estuvo relacionada desde la época presocrática con la ciencia y la filosofía, pero sólo en las grandes teologías escolásticas —cristianismo e islam— la amalgama entre filosofía y religión se hace más intensa. De cualquier modo, es imprescindible abordar el problema de la religión desde cuestiones preliminares, es decir, su origen, su núcleo y su evolución, tal como ha hecho Bueno en su obra El animal divino (1985)[12]

Pero nuestro objetivo aquí, en esta obra, no es la religión, sino la literatura. Y de sus posibilidades y condiciones de interpretación científica nos ocupamos en el capítulo siguiente.


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NOTAS

[1] Garcilaso suele usar el término «culto» aplicado esencialmente al estilo, con el sentido de estilo trabajado, sofisticado, artificioso, docto, elevado. Así en la Égloga III (vv. 35-36): «ni desdeñes aquesta inculta parte / de mi estilo, que en algo ya estimaste» (Garcilaso de la Vega, 1984: 223), y en la Epístola a Boscán (vv. 5-7): «ni será menester buscar estilo / presto, distinto, de ornamento puro, / tal cual a culta Epístola conviene» (144). En el soneto XXIV, dedicado a la marquesa de Padula, María de Cardona, el término «culto» se atribuye a Torquato Tasso: «al culto Taso, / sujeto noble de inmortal corona» (vv. 3-4) (91).

[2] Tomo la cita de Bueno (1997: 235).

[3] Adviértase lo que señala Bueno (1997: 236 ss): la cultura, en relación con la educación, no siempre equivale a conocimiento o sabiduría. Una «señorita culta» de determinada clase social, por ejemplo, no sólo tenía que «saber» determinadas cosas, como tocar el piano, bordar o rezar, sino que también tenía que «ignorar» muchas otras, porque su «cultura» le obligaba precisamente a ignorarlas. Para una interpretación diferenciada entre sociedades naturales o preestatales, sociedades políticas o estatales, y sociedades gentilicias o aestatales, vid. Las ascuas del imperio (Maestro, 2007: 186-209).

[4] Sólo a partir del siglo XVIII aparecen usos gramaticales sustantivados del término «cultura»: «el hombre y la cultura», la «historia de la cultura», la «filosofía de la cultura». Vid. Bueno (1997: 198 ss).

[5] Hablar de la cultura como terapia, como ortopedia, como «gracia» secularizada propia de las sociedades del bienestar, equivale a postular en el ser humano una suerte de «minusvalía originaria» (Bueno, 2001b), de la que el hombre se redime posmodernamente del mismo modo que en el Medioevo podría haberse redimido a través de la fe o de la gracia divina.

[6] Cuando la cultura se añade a la natura, a la naturaleza, mediante la experiencia del aprendizaje, puede interpretarse como una cultura del sujeto. El ser humano construye su cultura como un conjunto de prótesis, «aparatos ortopédicos» (Bueno, 1997: 39), de los que se sirve para desarrollar su historia y civilización. Así veía Ortega la reconstrucción del mundo propio del hombre, que no tendría naturaleza, sino historia.

[7] Como señala Bueno, un hecho que explica las exigencias lingüísticas de los nacionalismos separatistas subestatales es que las lenguas vernáculas poseen virtualidades aislantes respecto a los pueblos colindantes. Una lengua que no se comprende es un rasgo diferencial disociativo. Por el contrario, música, folclore, trajes regionales, etc., funcionan como rasgos diferenciales asociativos frente a personas ajenas.

[8] Contemporáneamente, es de referencia la fecha de 1871, año en que comienza el desarrollo de la Kulturkampf de Bismark, en término acuñado por Virchov (Bueno, 1997: 151 ss).

[9] Para que no haya dudas, ni medias tintas, subrayo que uso aquí el término oscurantista, aplicado a Heidegger —y a sus escritos todos— según la segunda acepción del DRAE en su 23.ª ed. (octubre de 2014), es decir, como defensor de «ideas o actitudes irracionales o retrógradas».

[10] Vid. en este enlace de internet la entrevista a Gustavo Bueno con motivo de la publicación de su libro El mito de la cultura, donde el autor afirma que «la cultura selecta es el opio del pueblo democrático».

[11] Sobre el mito del multiculturalismo, vid. la obra de María Teresa González Cortés (2010).

[12] Desde el materialismo filosófico, siguiendo a Gustavo Bueno (1985, 1996), consideramos que el núcleo de la religiosidad no hay que buscarlo en las superestructuras culturales, ni en fenómenos alucinatorios, ni en los lugares atribuidos a los dioses de las «religiones superiores», ni en ningún otro espacio ilusorio o metafísico, sino en seres vivos, criaturas no humanas, pero sí inteligentes, y con capacidad para envolver y actuar sobre la vida de los seres humanos, bien enfrentándose a ellos como enemigos, bien ayudándolos como entidades bienhechoras. El núcleo de la religión se sustantiva en los númenes y en lo numinoso, a los que podemos delimitar —así lo explica Bueno— como centros o referencias dotadas de voluntad y de inteligencia, y a los que se atribuye la capacidad de mantener con los seres humanos relaciones de naturaleza inicialmente lingüística, en sus relaciones o manifestaciones por parte del numen, y en sus oraciones o imprecaciones por parte del hombre. Nuestra sociedad actual experimenta una vuelta manifiesta hacia la religiosidad animal, al considerar divinos a muchos animales, particularmente a los perros. No hay nada nuevo en tales creencias religiosas. Más que un progreso es un regreso. Un regreso de largo alcance. Los animales fueron los primeros dioses de las religiones humanas. Pero esto fue en el paleolítico inferior, es decir, en el pleistoceno, hace un millón de años, por lo menos, cuando el homo habilis comenzaba a desarrollarse como tal, con un cerebro de unos 700 cm cúbicos, y decoraba con figuras animales las paredes de su vivienda, la caverna. El cerebro del homo sapiens alcanza, sin embargo, los 1.500 cm cúbicos. Sin embargo, los animales vuelven a ser los dioses del mundo contemporáneo. El animal divino (1985) de Bueno nunca ha sido tan actual.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El peligroso mito de la cultura frente a la realidad positiva de las ciencias», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 5.1.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria