III, 7.1.3.3 - Los géneros literarios en el eje pragmático del espacio gnoseológico

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Los géneros literarios en el eje pragmático del espacio gnoseológico


Referencia III, 7.1.3.3


Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria

El eje pragmático del espacio gnoseológico sitúa a los géneros literarios en una encrucijada que ninguna Teoría de la Literatura puede eludir a la hora de categorizar los materiales literarios en clases, tipos o conjuntos de características comunes y diferentes entre sí. Sin embargo, con sorprendente frecuencia, la mayor parte de cuantos dicen ofrecernos una «teoría de los géneros literarios» evitan y eluden esta encrucijada. Me refiero a la exigencia de examinar los géneros literarios en las categorías autológicas, dialógicas y normativas que determinan su construcción ontológica y su interpretación gnoseológica.

Actualmente, la mayor parte de las teorías literarias (y pseudoliterarias), y por su puesto la totalidad de las pseudoteorías de moda (literarias, culturales, musicales, étnicas, sexuales, caribeñas, atlánticas, ibéricas...), no interpretan casi nunca los géneros literarios (o no literarios) desde el sector normativo del eje pragmático del espacio gnoseológico, sino que hacen pasar por normativo lo que sólo es, y sólo puede ser, el autologismo de un autor o lector, o el dialogismo de un gremio de autores o de un grupo de intérpretes. Es decir, hacen de la norma un valor subjetivo o un referente gregario. Esta disolución normativa en el subjetivismo autorial (un yo artístico que se inventa «su» propio género literario) o en el subjetivismo gregario (un grupo de artistas o un gremio de críticos que se inventa «sus» propios géneros literarios) es típica de la retórica posmoderna. El yo del artista (autologismo) o el nosotros gregario de tales o cuales gremios críticos (dialogismo) se inventan un serial de normas, una suerte de «tablas de la ley», que naturalmente son «signo de su identidad» gremial, para suplantar de golpe, y en nombre de los derechos individualistas de las partes minoritarias de un todo inexistente y metafísico, al canon de los géneros literarios, construido durante los últimos dos mil quinientos años, aproximadamente. Unum versus alia… Y naturalmente piden justicia teológica —que no poética— para ver cumplidas sus exigencias, que consideran un derecho natural, y «políticamente correcto». El yo del artista, como el nosotros gregario del gremio de intérpretes, quiere ser el canon. Quieren ser las partes y el todo de una totalidad en la que sólo ellos resulten ser la norma legible. Desde el autologismo personal y desde dialogismo gremial se pretende poner en jaque a las normas. Y las normas, simplemente, califican y codifican a estos individuos y a estos gremios como entidades autológicas y dialógicas del todo del que forman parte como partes accidentales y perecederas. Es el combustible que el canon necesita para ejercitarse e imponerse, evacuado cual monóxido de carbono propio de un sistema normativo. Son las «florecillas del camino», a las que apela Hegel en su Fenomenología del espíritu (1807), para designar la poda que el logos efectúa en el desarrollo de sus materializaciones históricas. ¿Cuántos de estos contemporáneos yoes autológicos y nosotros gregarios permanecerán entre nosotros dentro de veinte o treinta años? Sólo aquellos que el canon considere necesarios para ilustrarlos y codificarlos dialécticamente como valores estéticos negativos o nulos. El canon existe porque las obras que lo constituyen lo constituyen por oposición a otras obras que, dada su negatividad o nulidad estética, delimitan rigurosamente las fronteras canónicas.

Si bien no me limitaré al ámbito de «lo posmoderno», dada su pobreza, sí me referiré de forma puntual, cuando lo considere conveniente, desde una perspectiva crítica, a aquellos géneros literarios que, contemporáneamente, desde autologismos egocéntricos y dialogismos autistas, tratan de forma imaginaria y retórica de convertirse en norma universal del arte canónico. Es evidente que no todos los autologismos ni todos los dialogismos —excepto los posmodernos— han contribuido negativa o fraudulentamente a la organización de una ontología y de una gnoseología de los géneros literarios.



1. Autologismos

Desde el punto de vista de los autologismos, los géneros literarios se considerarán propuestos o construidos por un autor-creador o por un crítico-intérprete, bien a partir de la composición de una obra literaria que, francamente, tendría que ser única en su género, en el caso del autor, bien a partir de una interpretación teórico-literaria destinada a considerar a una obra de arte concreta como única en su género. Algo así supondría incurrir en un postulado jorismático, desde el momento en que se estará promoviendo la sustancialización conceptual de una totalidad respecto a sus partes y respecto a cualesquiera otras totalidades. Sería lo mismo que convertir a una obra literaria concreta en canon universal de todas las demás, sin excepción de ninguna otra obra efectiva o posible. La obra de arte se concebiría, in extremis, como un todo absoluto limitado por la nada. 

«El canon soy yo», dirá el artista, o «el modelo de interpretación» es el mío, dirá el crítico de arte. En ambos casos la norma quedará reducida a la conciencia del yo. Es el proceder del idealismo puro, que no da cuenta a nada ni a nadie más que a sí mismo, que reduce el arte y sus posibilidades interpretativas a un hecho de conciencia, y que de este modo pretende anular las normas construidas por todos para imponer, con frecuencia en el mercado, sus propios productos «artísticos». Pongamos el ejemplo de un automovilista (o de un gremio de automovilistas) que pretenda conducir su vehículo al margen de las normas del código de la circulación, aduciendo que sus propias «normas» (autológicas) de conducción son mejores que las que figuran en el código o sistema de circulación. Evidentemente, el automovilista (autológico) —o los automovilistas gremiales (dialógicos)— será sancionado por la Guardia Civil de Tráfico, y sólo podrán conducir, imaginaria u oníricamente, por los senderos de su conciencia o por las autopistas de su subconsciencia (alcanzando sin duda velocidades y experiencias muy gratas a los juegos psicoanalíticos y las metáforas freudolacanianas). Pero la literatura no es un vehículo motorizado, ni el canon literario es el código de la circulación. Por eso algunas obras literarias concretas sí han logrado, en cierto modo, erigirse como géneros literarios sui generis, con frecuencia sin proponérselo. 

Es el caso de obras como La Celestina de Fernando de Rojas, cuyas partes determinantes e integrantes desbordan todas las categorías genológicas reconocidas, trasvasando géneros y especies. Lo mismo cabe decir de una «novela» tan singular como es Oficio de tinieblas 5 de Camilo José Cela, o de numerosos poemas de Juan Ramón Jiménez o de Vicente Aleixandre escritos en prosa. Por no apelar al Quijote una vez más, obra narrativa que desborda todas las especies posibles pertenecientes al género de la «novela». Con todo, esta singularidad autológica, característica de determinadas obras literarias de muy contados autores, no afecta ni engloba a la mayoría, y en absoluto a la totalidad. 

Es de notar, en este punto, la actitud mostrada por una poeta, de cuyo nombre no quiero acordarme, en un recital de «poesía femenina» al que fue invitada por una célebre universidad, y en el cual, tras subrayar incesantemente que su poesía era «muy emocional» y «muy personal», fue apelada por una estudiante del público que le inquirió sobre el interés que, al margen del «dinero» [sic] y del protagonismo ante —ahora sí— el público [sic], puede tener algo en lo que lo «emocional» y lo «personal» es lo único presente. La respuesta de la poeta no se hizo esperar: «Yo vengo a hablar de mí». Indudablemente, ante un auditorio eminentemente académico (aunque los soliloquios no convenga hacerlos en público, salvo si pretendemos ser actores de teatro). En momentos así conviene ser consciente no sólo de lo que es el sentido del ridículo, sino sobre todo lo importante que es la crítica, como institución académica y universitaria, en la construcción interpretativa de la literatura, como hecho histórico, político y social. El canon es, sin duda, uno de los resultados objetivos de este tipo de construcción, y ha de advertirse que los poetas, que todos los poetas, quieren un lugar en el canon. La poeta, engalladamente, me respondía al público: «Estás muy mal informado. Yo no quiero estar en el canon». 

Sin duda el autologismo informativo de una poeta así es más poderoso que el de cualquier lector. Lo que no se comprende es cómo, si una poeta así no quiere estar en el canon, acude entonces a una Universidad, institución canonizadora por excelencia, a leernos sus versos. Si no quiere estar en el canon, ¿por qué no lee sus versos en los túneles del metro de Madrid o en el Pórtico de la Gloria de la catedral de Santiago de Compostela, a los innúmeros turistas, visitantes, titiriteros, adinerados o mendigos, que pasan por allí, lejos del canónico ruido universitario y bien ajenos a él?, pues sin duda ninguna esos lugares están sólidamente nutridos por muchas más personas que las que transitan por cualquier universidad del mundo, incluidas la pletórica Harvard, la luminosa Yale o la neutral Zúrich. No, la poeta no quiere estar en el canon, pero visita toda Universidad que la invite a recitarnos sus palabras emocionantemente metrificadas. Sólo un yo autológico puede ser, en los límites de su propia autoconciencia, más valioso que un canon normativo de unos dos mil quinientos años de Historia, cuando menos. Nada más próximo a la experiencia mística. Beatus ille et beata illa… qui procul negotiis[1].



2. Dialogismos

Desde el punto de vista de los dialogismos, los géneros literarios se considerarán propuestos o construidos por un grupo de individuos, bien como creadores, a los que une una determinada tendencia poética o estética compositiva o creativa, bien como intérpretes, identificados en una escuela, grupo de investigación científica (y subrayo lo de científica), o movimiento ideológico (y subrayo lo de ideológico) operativo en el seno de una institución académica. 

En consecuencia, una teoría dialógica, o una concepción dialógica, de los géneros literarios tendría como autor o artífice a un gremio, sea de artistas, sea de intérpretes. Breton y los surrealistas, así como Marinetti y los futuristas, por ejemplo, postularon su propia idea de los géneros literarios (Gómez, 2008). En el contexto de la retórica posmoderna, múltiples gremios que pretenden sustraerse a las normas del canon literario postulan la invención, nacimiento y codificación de otros tantos géneros literarios, con frecuencia a partir de categorías sociológicas, étnicas, ideológicas, sexuales, geográficas incluso, pseudohistóricas, tropológicas, etc., y así se habla, de forma tan impune como irracional, de «literatura feminista» o «poesía femenina», como si los genitales o las hormonas estradiol y progesterona fueran partes materiales e integrantes de los textos literarios; «literatura de esclavos», a la que podría adscribirse el Quijote sin duda ninguna, lo cual nos situaría terriblemente en el horrísono centro del canon occidental; «épica caribeña», postulando acríticamente la isovalencia de hazañas tribales e imperiales, y suplantando la lectura de la Ilíada por la de obras que ni siquiera es posible citar, porque no existen: es decir, se genera una categoría crítica cuya realidad literaria es igual a cero; «literatura de frontera», como si la literatura escrita con anterioridad a las últimas décadas del siglo XX hubiera sido el resultado de formas puras, producto de una cultura única y homogénea, como si un Torrente Ballester o un Valle-Inclán pudieran comprenderse al margen de la cultura gallega, o como si un Virgilio pudiera leerse ignorando la política de la Grecia anexionada a Roma; se habla del tebeo (o cómic) como género literario, y también de la lista de la compra como un género literario no menos posmoderno. 

He aquí, pues, las formas gremiales de los géneros literarios codificados por la posmodernidad: «literatura feminista» o de «género» (en traducción aberrante del eufemístico gender inglés), «literatura indigenista» (cuando el propio concepto de «literatura» es por completo ajeno al mundo indígena, pues requiere una interpretación etic, externa o exogámica), «literatura caribeña», «literatura de frontera» (porque la literatura es como la geografía, cuando esta ciencia se confunde con la ideología), «literatura del otro» o géneros de la otredad (como si la realidad humana pudiera inventariar cosa semejante entre sus materiales literarios). Ésta es la «teoría» de los géneros literarios propuesta por la posmodernidad, una retórica de la ideología que, desde un enfoque gremial, autista e imperialista, pretende suplantar gregariamente la normatividad de un canon literario llamado —por la nefasta influencia de Harold Bloom, con total redundancia, occidental. Y digo con total redundancia porque el canon occidental es, en términos de literatura, el único efectivamente existente. Dicho de otro modo, el canon, o es occidental, o no es. De hecho, en connivencia con el canon siempre han existido interpretaciones gremiales y gregarias de discursos alternativos destinados a perecer en el momento en el que se desintegran las modas mismas que los generan y propician.



3. Normas

Desde el punto de vista de las normas, los géneros literarios se considerarán propuestos o construidos por un sistema interpretativo, fundamentado en una preceptiva o en una poética, cuya materialización y formalización, históricas y conceptuales, habrán ido cambiando —y seguirán haciéndolo— a lo largo de los siglos, si bien en cada transformación las normas persistirán en su sentido codificador y constituyente de valores canónicos. 

El poder normativo de un canon está siempre por encima de la voluntad de individuos (autologismo) y gremios (dialogismo), a cuyo control personal y gregario la potencia normativa del canon escapa por completo y de forma definitiva. Luchar contra el canon es arar en el mar. Porque una norma canónica sólo se puede combatir y contrarrestar con una norma canónica más potente y envolvente, y por supuesto mejor anclada en la realidad literaria efectivamente existente y probada. Tratar de destruir o de cuestionar el canon literario con «normas» supuestamente «artísticas» que sólo se manifiestan como «hechos de conciencia» del yo individual o como «hechos de conciencia» del nosotros gremial es lo más parecido que puede haber a una sesión de espiritismo colectivo para conquistar el «más allá» (en el caso de un grupo) o a una experiencia mística para conocer a Dios, al logos o al ápeiron, personalmente, y explicarle los errores del cosmos por él gobernado (en el caso de un individuo). El primer caso es una muestra de autismo gremial; el segundo, una suerte de viaje astral a través de la filosofía y sus ficciones. Las cuales, por cierto, son innumerables.

Una teoría de los géneros literarios ha de ser canónica, es decir, ha de referirse a lo que está codificado en el canon, por la potencia de sus valencias literarias, o sólo será una declaración de teología gremial o de metafísica de deseos individuales. Una teoría de los géneros literarios no puede basarse en una declaración de intenciones o en una petición de principio, porque el mundo interpretado no cabe en un catecismo de lo políticamente correcto. Los géneros literarios no pueden ser —y de hecho no lo son— el resultado de ideologías gremiales y pulsiones individuales. La ansiedad y la ideología ocupan en la poética un lugar parecido al del estiércol en los campos: fertilizan y potencian una cosecha de la que no es consecuencia última, sino en todo caso causa primera. Toda teoría de los géneros literarios habrá de ser objeto de una poética, y no sujeto de un gremio ideológico, ni mucho menos de un individuo visionario en funciones de médium. Los géneros literarios funcionan como tales en la medida en que están objetivados, conceptualizados y formalizados en sistemas de interpretación construidos gnoseológicamente a partir de la ontología de la literatura, es decir, a partir de la realidad de los materiales literarios efectivamente existentes.

Desde una perspectiva histórica, esta construcción se ha hecho desde la poética literaria siguiendo un formato muy específico, cuyo fundamento se encuentra en el modelo de las denominadas «esencias porfirianas». A continuación, voy a exponer de forma crítica este enfoque porfiriano, en exceso clasificatorio, con objeto de desestimarlo, para situar el desarrollo de la teoría de los géneros literarios en el modelo de las denominadas «esencias plotinianas», a partir de las cuales justificaré la poética gnoseológica de los géneros literarios, como la propuesta específica de la Crítica de la razón literaria como Teoría de la Literatura.


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NOTAS

[1] Con todo, hay que ser siempre indulgentes y comprensivos con cualesquiera poetas, pues, como escribió Cervantes, amén de haber tantos que nublan el sol, «no hay poeta que no sea arrogante y piense de sí que es el mayor poeta del mundo» (II, 18).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Los géneros literarios en el eje pragmático del espacio gnoseológico», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 7.1.3.3), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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Jesús G. Maestro, Crítica de la razón literaria