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III, 4.1.1 - El autor desde la teología literaria constructivista o creacionista. La falacia descriptivista

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El autor desde la teología literaria constructivista o creacionista. 


La falacia descriptivista



Referencia 
III, 4.1.1


Hace falta un sentido particular de la discriminación para saber cuándo se debe hablar del autor y cuándo se puede prescindir de él.

Dámaso López García (1993: 15).



Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Cuando la crítica literaria toma conciencia del autor como objeto de interpretación literaria, lo hace desde los presupuestos de un descriptivismo incesante y creciente, es decir, se ocupa del autor como de una reconstrucción colectiva y global, de amplísimas resonancias personales, sociales, históricas, psicológicas..., e incluso metafísicas, cuyas referencias determinan la obra literaria y sus posibilidades de conocimiento.

Este descriptivismo ha sido y sigue siendo un descriptivismo epistemológico, es decir, se basa en la oposición objeto / sujeto, de modo tal que el objeto de conocimiento es el autor de una obra literaria y el sujeto cognoscente es el lector que lo reconstruye psicológicamente a partir de tales o cuales materiales (documentos biográficos, datos históricos, pruebas sociológicas...), mejor o peor combinados según la descripción autorial que se pretenda conseguir. Se trata, pues, de un descriptivismo epistemológico (objeto / sujeto), y nunca de un descriptivismo gnoseológico (materia / forma), ya que este último sólo es posible y factible en la symploké (circularista) de la comunicación literaria, la cual vincula, de forma dialéctica y circular, al autor con el resto de los materiales literarios: obra, lector y crítico o transductor. El descriptivismo epistemológico desemboca las más de las veces en pura fenomenología, cuando no en vulgar idealismo teológico o rupestre tropología metafísica. En esta última incurre el archicitadísimo Bajtín, al afirmar la siguiente vacuidad, que deja a tantos lectores con la boca abierta y el cerebro limpio de polvo y paja:

 

Encontramos a un autor (lo percibimos, entendemos, sentimos) en cualquier obra de arte. Por ejemplo, en una obra pictórica siempre percibimos a su autor (el pintor), pero nunca lo vemos de la misma manera como vemos las imágenes representadas por él. Lo percibimos como un principio representante abstracto (el sujeto representador), y no como una imagen representada (visible). También en un autorretrato no vemos, desde luego, al autor que lo ejecuta, sino apenas una representación del artista. Estrictamente hablando, la imagen del autor es contradictio in adiecto. La supuesta imagen del autor, a pesar de ser imagen especial, diferente de las demás imágenes de una obra, es siempre una imagen que tiene un autor que la había creado. La imagen del narrador en primera persona, la imagen del protagonista en las obras de carácter autobiográfico (autobiografías, memorias, confesiones, diarios, etc.), personaje autobiográfico, héroe lírico, etc. Todos ellos se miden y se determinan por su actitud frente al autor como persona real (siendo este objeto específico de representación), pero todas ellas son imágenes representadas que tienen un autor como portador de un principio puramente representativo. Podemos hablar de autor puro, a diferencia de un autor parcialmente representado, mostrado, que forma parte de una obra […]. El autor-persona real está presente en la obra como una totalidad, pero nunca puede formar parte de la obra. No es natura creata ni natura naturata et creans, sino una pura natura creans et non creata (Bajtín, 1979/1986: 300-301).


Estas palabras del reputadísimo Bajtín sólo pueden aceptarse desde la Crítica de la razón literaria como una retórica del misticismo autorial. El autor se nos presenta aquí como «un principio representante abstracto»..., ¿qué es eso? Luego se nos habla del autor como de un alguien en connivencia con sus personajes y creaciones literarias...: ¿es que don Quijote es real y Cervantes falso? Estas son ideas de creadores literarios, al estilo de Unamuno en Niebla, Pirandello en Sei personaggi in cerca d’autore, el cínico Borges, o el propio Cervantes en el Quijote. Pero tales ideas deslucen, y mucho, en alguien que se nos presenta como un autor de teorías literarias. Finalmente, ¿cuál es la diferencia entre un «autor puro» y un «autor parcialmente representado»? ¿Quién puede establecer tales diferencias y cómo? ¿Bajtín? ¿En virtud de qué criterios? Estas palabras que he citado de Bajtín son pura mística. En ellas no se objetiva ninguna teoría de la literatura, sino una simple exposición retórica de teología literaria, por lo demás muy común, y bastante vista, desde la más remota Antigüedad. Voy a explicar, a continuación, en qué consiste la falacia del descriptivismo, en la que han incurrido numerosas teorías literarias a la hora de ocuparse del autor como concepto y como idea.

De acuerdo con el descriptivismo, la interpretación científica está constituida por una teoría, es decir, por una forma, que da cuenta de unos hechos o materiales objetivos y externos. Se trataría de una ciencia constituida por un tipo de conocimiento referido a una experiencia.

Sin embargo, el descriptivismo hace un uso muy superficial del término ciencia, como cuerpo organizado de conocimientos, algo que en sí mismo es equívoco y eufemístico. Se trata más bien de un sinónimo del término disciplina, que incorpora a sus contenidos una segunda acepción de ciencia, como cuerpo de conocimientos históricamente desarrollados. Además, el descriptivismo excluye dos atributos esenciales de toda ciencia, que —según Bueno (1995), desde Descartes, se reconocen como ineludibles: su carácter necesario y verdadero.

El descriptivismo postula una concepción dualista de la ciencia, que descansa en la distinción entre un objeto y un método. En nuestro caso, un autor y su retrato, cuya descripción compete epistemológicamente, esto es, subjetivamente, idealmente, trascendentalmente, a un sujeto receptor. Así es como el descriptivismo ofrece un espacio gnoseológico bidimensional. De este modo, los contenidos de una ciencia o de una teoría literaria descriptivista se entienden como reproducción o reflejo teórico y formal de un material objetivo y externo —el autor—, que se supone dado de forma autónoma, apriorística y total. El receptor reconstruirá así formalmente unos contenidos, muy impregnados de subjetividad y psicologismo, y basará la naturaleza científica de su proceder en un mero descriptivismo. Supondrá que la verdad reside en la materia —la vida del autor, sus trabajos y adversidades— y que él mismo, como científico o intérprete, no hace sino descubrirla, desvelarla, esto es, describirla. La materia, el objeto, será el lugar en el que reside la ciencia, y la forma (matemática, lógica, lingüística...) no hará más que reflejarla o representarla.

El punto débil de esta idea de ciencia, como de toda teoría literaria descriptivista, es que carece de posibilidades para discriminar conocimientos cuyo estatuto gnoseológico es claramente diferente. Tal proceder se podría aplicar por igual a la Química y a la Matemática que a la Historia, la Jurisprudencia o a la Teoría de la Literatura. Incluso podría aplicarse a la Teología, aun cuando esta disciplina no es una ciencia (dado que su objeto de conocimiento —Dios— no existe). Además, al descriptivismo se le pueden hacer otras dos objeciones importantes: 1) no da cuenta del proceso efectivo, operativo y constructivista, de las ciencias positivas, ya que ninguna ley universal puede derivarse de un número finito de datos experimentales (la inferencia por abstracción no basta para fundamentar un conocimiento objetivo, verdadero y necesario); y 2) es pura ingenuidad gnoseológica pretender que, por un lado, hay unos hechos (materia) y, por otro, una teoría (forma); es decir, por un lado, unos hechos sensoriales y, por otro, sobrevalorándolos, una construcción racional (de apariencia lingüística, lógica o matemática). Muy al contrario de lo que suponen estas dos limitaciones, la razón, la construcción racional, es la reorganización misma de las percepciones, de los preceptos, que son los objetos mismos. La verdad está en los hechos, tal como reconoce la tradición filosófica racionalista (verum est factum)[1].

Son descriptivistas todas las teorías de la ciencia y todas las corrientes de interpretación literaria que identifican la verdad científica con la materia misma constitutiva del campo categorial de cada ciencia, en nuestro caso, la literatura y, concretamente, la figura del autor. Hipostasían la materia —el autor—, a la que consideran como una multiplicidad indefinida de partes extra partes —vida, sociedad, historia...—. Las formas asociadas o implicadas en el proceso científico no se consideran como constitutivas de ninguna verdad, sino como métodos o medios de acceso, una suerte de proposiciones, inventarios, representaciones, grafías y grafemas, lenguajes, en suma, destinados a desvelar o descubrir una verdad dada en el Mundo (M) de forma apriorística y acrítica, siguiendo los términos de Bueno (1995). El Mundo sería una realidad preexistente y eterna, en sí misma inalterable, frente a la cual el ser humano sólo puede hacer descripciones o desvelamientos. Así es como la verdad queda identificada con una aléetheia, en el sentido de Heidegger en Ser y tiempo (§ 45), por ejemplo[2]. Así es como se impone la idea metafísica de descubrir un autor tras el autor, una ideología tras un nombre, un sentido trascendente tras una vida común y corriente, unas palabras mágicas tras el artificio de una obra literaria, esto es, en suma, un dios tras un ser humano[3].

Al Romanticismo debemos sin duda la exaltación metafísica, teológica, más elevada que ha alcanzado la figura anónima del autor —valga el oxímoron— en la cultura occidental. Como bien ha apuntado Dámaso López (1993: 43), «el Romanticismo declaraba la importancia suprema del autor, pero al tiempo declaraba que si no se hallaba a mano el autor que necesitaba el lector, podía inventarse para dar satisfacción a esa necesidad». Es decir, la idea que el Romanticismo nos ha impuesto del autor literario es una idea profundamente psicologista, metafísica y teológica. Una idea que perdura incluso en nuestros días, si bien desde el reverso nihilista de la no menos teológica posmodernidad. Hemos pasado del todo sublime a la nada cósmica. De la mística romántica, creacionista, metafísica y germánica, la interpretación literaria ha pasado al nihilismo mágico de tres grandes prestidigitadores y sofistas de la posmodernidad: Barthes, Derrida y Foucault. Y entre tanto, Cervantes, como cualesquiera otros autores del canon clásico, ahí están: donde estaban. Y lo que es más importante, seguimos ignorando de ellos muchas cosas que necesitamos saber. ¿Qué sentido tiene hoy día la pretensión de ignorar conocimientos relativos a un autor? Ninguno.

He querido dejar para el final de este epígrafe la cita de un texto que me parece decisivo, no sólo por su pertinencia en lo relativo al descriptivismo autorial, sino por su importancia desde el punto de vista de la hermenéutica histórica y filológica, donde con injusta frecuencia se olvida mencionarlo. Se trata de las palabras que Baruch Spinoza dedica en el Tratado teológico-político (VII, 4) a la figura del autor. Aparentemente pueden parecer una simple apología de la «falacia intencional» (Wimsatt y Beardsley, 1954), pero Spinoza va muchísimo más lejos, en el siglo XVII, de lo que puede alcanzar la mente de cualquier nuevo crítico norteamericano, en el siglo XX:


Si leemos un libro que contiene cosas increíbles o imperceptibles o escrito en términos muy oscuros y no conocemos su autor ni sabemos en qué época ni con qué ocasión lo escribió, en vano nos esforzaremos en asegurarnos de su verdadero sentido. Pues, ignorando todo eso, no podemos saber de ningún modo qué pretendió o pudo pretender el autor. Por el contrario, si conocemos bien esas circunstancias, orientamos nuestros pensamientos sin perjuicio ni temor alguno a atribuir al autor, o a aquel al que destinó su libro, más o menos de lo justo, ni a pensar en cosas distintas de las que pudo tener en su mente el autor o de las que exigían el tiempo y la ocasión.

Pienso que esto para todo el mundo está claro. Es muy frecuente, en efecto, que leamos historias parecidas en libros distintos y que hagamos de ellas juicios muy diferentes, según la diversa opinión que tengamos sobre sus autores. Yo sé que he leído hace tiempo, en cierto libro, que un hombre, llamado Orlando furioso, solía agitar en el aire cierto monstruo alado y que atravesaba volando todas las regiones que quería; que él sólo mataba cruelmente a un sinnúmero de hombres y gigantes, y otras fantasmagorías por el estilo, totalmente imperceptibles al entendimiento. Ahora bien, yo había leído una historia similar a esta en Ovidio sobre Perseo; y otra en los libros de los Jueces y de los Reyes sobre Sansón, que degolló, sólo y sin armas, a miles de hombres; y sobre Elías, que volaba por los aires y se elevó, finalmente, al cielo en caballos y carro de fuego. Estas historias, repito, son completamente semejantes, y sin embargo damos un juicio muy distinto de cada una de ellas. Pues decimos que el primero no quiso escribir más que cosas divertidas, el segundo cosas políticas y el tercero cosas sagradas; y lo único que nos convence de ello son las distintas opiniones que tenemos de sus escritores.

Está claro, pues, que nos es imprescindible tener noticias sobre los autores que escribieron cosas oscuras o imperceptibles al entendimiento si queremos interpretar sus escritos (Spinoza, 1670/1986: 212).


Spinoza escribe estas palabras ante uno de los momentos culminantes de su interpretación filológica y hermenéutica de las Sagradas Escrituras. Spinoza no habla por hablar, sino que teoriza sobre hechos exigentes, apremiantes, delicados. Y sobre todo muy arriesgados para la vida de alguien que trata de dar una explicación profundamente racionalista y materialista de unos textos considerados sagrados, en una época en que la única razón tolerada era la razón teológica, negadora y represora con frecuencia de cualesquiera razones antropológicas.

Spinoza se hace una pregunta que muchos de los modernos teóricos de la literatura y de la hermenéutica ni siquiera han sabido plantearse: cómo interpretar racionalmente textos que rebasan, en el horizonte de expectativas en que se encuentra el lector, los límites de la razón humana. En su exégesis de la Escritura, Spinoza buscó el punto de apoyo de la razón humana interpretadora en la figura del autor, como constructor de un sentido que podría tenerse en cuenta o tomarse como referencia. Y allí donde no encontró autor alguno, buscó en las posibilidades que le ofrecía la ecdótica, la filología y la gramática hebreas, constatando las insalvables lagunas habidas en estos dominios, abandonados durante siglos por los judíos, al no haberlas cultivado como disciplinas[4]. Sumido en tal aislamiento frente a los textos de la Escritura, que en tan numerosos pasajes resultan completamente irracionales, Spinoza optó por la interpretación racional, lógica y materialista de las ideas objetivas formalizadas en los manuscritos conservados[5]. Este judío, heterodoxo entre los suyos, y de expulsa ascendencia hispanolusa, se convertía así en el primer hermeneuta de la Escritura que utiliza, en la interpretación de tales textos, una razón exclusivamente antropológica y materialista. Lejos de renunciar al sentido, lo reconstruyó desde la razón humana, entonces —siglo XVII— razón dialéctica frente a la razón teológica.

En efecto, un mismo texto puede ser objeto de una interpretación literaria, política o religiosa. Pero no lo será en vano. Porque quien construya una u otra interpretación lo hará en función de determinadas causas y con el fin de alcanzar determinados objetivos. Estas causas vienen dadas por condiciones necesarias, inevitables, e incluso naturales, porque un autor conocido no se puede negar, y porque un autor desconocido se puede analizar a partir de otros, más o menos abundantes, materiales literarios disponibles, entre ellos su propia obra literaria, sus realidades y consecuencias filológicas, históricas, políticas, etc., tal como postula Spinoza en el fragmento arriba citado. Y sobre todo, a partir de las ideas objetivadas formalmente en un texto, que no hay que olvidar que son ideas objetivadas formalmente en ese texto por un su autor, y no atribuibles al azar, la fortuna o el Espíritu Santo, sino a una causalidad material, lógica y racional, fundamentada en las acciones humanas de un sujeto operatorio, vivo y de carne y hueso, de la que sólo podrá dar cuenta una explicación igualmente materialista, racional y lógica. Lo demás será retórica fantástica y teología metafísica, es decir, tropología fraudulenta destinada tanto a convencer con argumentos falsos (sofística) como a disimular la intolerable ignorancia del profesor universitario, que, incapaz de expresarse en términos científicos, disimula su incompetencia profesional bajo el trampantojo de un discurso tan sofisticado como estéril.

Así es como un lector, nunca inocente, se convierte en un intérprete primero, constructor de sentidos, y en un transductor después, al difundir e imponer sobre otros lectores sus propias interpretaciones, influyendo, a veces decisivamente, en posteriores procesos de lectura protagonizados por innumerables personas. Por todas estas razones, lo que finalmente de veras importa no es tanto la interpretación en sí —con ser algo decisivo—, cuanto las razones que la justifican —al ser algo fundamental ante lo que han de dar cuenta lector e intérprete—. Las causas y fines de una interpretación científica han de ser siempre conceptuales, materialistas y lógicas, y nunca psicológicas, metafísicas o ideológicas. El código de la interpretación ha de ser puro M3. Quienes pretenden usar la literatura para hablar de ella en términos psicológicos e ideológicos harían bien en abandonar las instituciones universitarias y académicas, cuyo fin es el desarrollo del conocimiento científico. Si la crítica posmoderna ha renunciado a la idea de ciencia y a la idea de verdad, que sus practicantes abandonen las instituciones estatales dedicadas al estudio de la ciencia, y que les den de comer los respectivos gremios y partidos políticos a los que sirven sus intereses psicológicos e ideológicos, y en absoluto científicos. Es un fraude a toda sociedad política, a todo Estado, negar el conocimiento científico y simultáneamente cobrar a fin de mes dinero de esa sociedad estatal, que paga a una institución científica en la que, si estás, estás para trabajar por el desarrollo del conocimiento científico que estás negando a estudiantes, investigadores y colegas. Y ahora, si puedes, sigue negando al autor: sólo tendrás razones para hacerlo si nunca has escrito nada en tu vida académica.


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NOTAS

[1] Son abundantes los conceptos que apuntan en esta dirección, desde Anaxágoras («el hombre piensa porque tiene manos») hasta Vico («el criterio de tener ciencia de una cosa es efectuarla»). En este mismo contexto, cabe recordar las declaraciones de Pierre-Gilles de Gennes, Premio Nobel de Física (1991), al diario El País (22 de mayo de 1993): «Para pensar hace falta estar en contacto con la realidad».

[2] El análisis de Heidegger ha sido bien impugnado por Friedländer (1928-1930/1989: 214-221).

[3] No por casualidad el descriptivismo evita establecer divisiones profundas entre unas ciencias y otras. Considera las clasificaciones científicas como meros recursos pragmáticos, administrativos, o incluso pedagógicos. En este sentido, como advierte Bueno (1995), a quien seguimos aquí, el descriptivismo podría aceptar el proyecto de una «ciencia unificada» formalmente, así como posturas afines a un monismo gnoseológico. Se opone sobre todo al constructivismo del circularismo, y también al del teoreticismo y del adecuacionismo. Han sido descriptivistas E. Husserl en el desarrollo de su fenomenología, así como el primer positivismo lógico del Círculo de Viena (M. Schlick y R. Carnap). También Heidegger en las páginas de Ser y tiempo en que, haciendo las funciones de discípulo de Husserl, se refiere a la verdad como aléetheia, con el fin de desvelar lo oculto y ponerlo al descubierto, para «mostrar los entes en su misma identidad», el Dasein, y otros especímenes de la misma familia, igualmente inexistente. El descriptivismo parte de este criterio: «el fin de la ciencia es dar una descripción verdadera de los hechos». Puede adscribirse también al inductivismo (en el paradigma de Bacon, en la perspectiva del ordo inventionis), y acaso al deductivismo (en el paradigma de Kepler). Según Bueno y la teoría del cierre categorial, «sólo se puede reducir a pura descripción la ciencia a costa de interpretar las transformaciones lógico-matemáticas que le son inherentes como meras tautologías» (Bueno, 1992: I, 74).

[4] «La primera y no pequeña dificultad consiste en que exige un conocimiento completo de la lengua hebrea. Pero, ¿cómo alcanzarlo? Los antiguos expertos en esta lengua no dejaron a la posteridad nada sobre sus fundamentos y su enseñanza; al menos, nosotros no poseemos nada de ellos: ni diccionario, ni gramática, ni retórica» (Spinoza, 1670/1986: 206).

[5] «Pues, no hallando en la Escritura ningún otro medio, aparte de estos, no debemos, como ya hemos dicho, inventarlos […]. Aquí sólo nos proponemos investigar los documentos de la Escritura, para extraer de ellos, como si fueran datos naturales, nuestras conclusiones […]. Dicho en pocas palabras, el método de interpretar la Escritura no es diferente del método de interpretar la naturaleza, sino que concuerda plenamente con él. Pues, así como el método de interpretar la naturaleza consiste primariamente en elaborar una historia de la naturaleza y en extraer de ella, como de datos seguros, las definiciones de las cosas naturales; así también, para interpretar la Escritura es necesario diseñar una historia verídica y deducir de ella, cual de datos y principios ciertos, la mente de los autores de la Escritura como una consecuencia lógica. Todo el que lo haga así (es decir, si para interpretar la Escritura y discutir sobre las cosas en ella contenidas, no admite otros principios ni otros datos, aparte de los extraídos de la misma Escritura y de su historia), procederá siempre sin ningún peligro de equivocarse y podrá discurrir sobre las cosas que superan nuestra capacidad con la misma seguridad que sobre aquellas que conocemos por la luz natural» (Spinoza, 1670/1986: 94-95). Y más adelante: «Nuestro método (fundado en que el conocimiento de la Escritura se saque de ella sola) es el único y el verdadero» (Spinoza, 1670/1986: 206).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El autor desde la teología literaria constructivista o creacionista. La falacia descriptivista», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 4.1.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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III, 4.1.2 - El autor desde la teología literaria destructivista o nihilista. La falacia posmoderna

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





El autor desde la teología literaria destructivista o nihilista.

La falacia posmoderna



Referencia 
III, 4.1.2



Eludir al autor porque no se le puede conocer es una forma de evitarse problemas, pero no es una forma de resolverlos.

Dámaso López García (1993: 27).


 

Crítica de la razón literaria, Jesús G. Maestro

Cuando hoy día se habla de autor, y llega la hora de discutir su estatuto y función en el campo de los estudios literarios, casi siempre suele aducirse en primera instancia el nombre de Rolando Barthes. Sucede, sin embargo, que las ideas de don Rolando sobre el autor literario, que se han hecho tan populares —lo cual es muy lógico, dada su simpleza[1]—, son muy poco originales, sobre todo si leemos a Friedrich Nietzsche, a Thomas S. Eliot, a Edgar M. Forster, a William K. Wimsatt y a Monroe Beardsley, entre otros. Por esta razón, no conviene empezar por Barthes, que es final, sino por Nietzsche, que es el principio. El popular artículo de Barthes sobre el autor (1968) no es sino un collage, retórico y reiterativo, e igualmente teológico, del fragmento 125 de La gaya ciencia de Friedrich Nietzsche.

 

¿No habéis oído hablar de aquel hombre loco que, con una linterna encendida, en la claridad del mediodía, iba corriendo por la plaza y gritaba: «busco a Dios»? Y ¿que precisamente arrancó una gran carcajada de los que allí estaban reunidos y no creían en Dios? ¿Es que se ha perdido?, decía uno. ¿Se ha extraviado como un niño?, decía otro, o ¿es que se ha escondido? ¿Tiene miedo de nosotros? ¿Ha emigrado?, así gritaban riendo unos con otros. El hombre loco saltó en medio de ellos y los taladró con sus miradas. «¿Adónde se ha ido?», exclamó, «voy a decíroslo. Lo hemos matado nosotros. Vosotros y yo. Todos somos sus asesinos, pero ¿cómo hemos hecho esto? ¿Cómo hemos podido vaciar el mar? ¿Quién nos ha dado una esponja capaz de borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho para desprender esta tierra del sol? ¿Hacia dónde se mueve ahora? ¿Hacia dónde nos movemos nosotros, apartándonos de todos los soles? ¿No nos precipitamos continuamente?, ¿hacia atrás, adelante, a un lado y a todas partes? ¿Existe todavía para nosotros un arriba y un abajo?, ¿no vamos errantes como a través de una nada infinita?, ¿no nos absorbe el espacio vacío?, ¿no hace más frío? ¿No viene la noche para siempre, más y más noche? ¿No se han de encender linternas a mediodía? ¿No oímos todavía nada del rumor de los enterradores que han enterrado a Dios? ¿No olemos todavía nada de la corrupción divina? También los dioses se corrompen. ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto!, y ¡nosotros lo hemos matado! […]. ¿Qué son, pues, estas iglesias ya, sino las sepulturas y los monumentos funerarios de Dios?» (Nietzsche, 1882/1986: 155-156)[2].


Sin embargo, para los filósofos materialistas Dios estaba muerto desde Tales de Mileto y su célebre afirmación según la cual «todo está lleno de dioses». Si todo es Dios, nada es Dios. Un principio semejante estará en la base de la filosofía materialista y ateísta de Baruch Spinoza. Y del mismo modo el «motor inmóvil» de la metafísica aristotélica es otro Dios completamente muerto, y por entero ignorante de cualesquiera «movimientos» posteriores a él. Nada más absurdo para Aristóteles que la existencia de un Dios consciente de un mundo cuya creación se le atribuye. El Dios de los filósofos, el Dios de la ontoteología, siempre ha estado muerto. El único Dios vivo ha sido el Dios de los teólogos, entre los cuales Nietzsche ocupa un lugar privilegiado, y no sólo por haber hecho de la Filosofía un refranero. Si las palabras de Nietzsche tienen alguna gravedad es solamente porque al afirmar que «Dios ha muerto» está afirmando en realidad que lo que ha muerto es la Razón. Nietzsche es un místico que identifica la Razón con Dios, es decir, que identifica y subordina la Razón humana a la Razón divina. Nietzsche fue incapaz de pensar racionalmente al margen de Dios. Hijo bastardo del luteranismo, al fin y al cabo, fue incapaz de desarrollar una Razón antropológica al margen de una Razón teológica. Hasta tal punto esto es así para Nietzsche y sus admiradores posmodernos, como Barthes, Derrida o Foucault, que la muerte de Dios es la muerte de la Razón, de toda Razón, porque para ellos no hay más razón que la Razón teológica. Piensan como curas, no como hombres. Hablan como teólogos, no como filósofos. Es decir, usan metáforas, no conceptos. Usan figuras retóricas, no figuras gnoseológicas. Lo suyo es la tropología seductora, no la ciencia explicativa. Gracias a Nietzsche, el discurso posmoderno es el discurso de quienes son incapaces de usar la razón y de pensar en términos seculares y laicos. El discurso posmoderno se basa siempre en metáforas teológicas, en expresiones irracionales, en la negación de la razón en tanto que razón identificada exclusivamente con un Dios inexistente y omnipresente, haciendo del mundo interpretado racionalmente un mundo ilegible. El psicoanálisis freudiano, y sobre todo el lacaniano, es una de las mejores expresiones de cómo la tropología irracional se instituye como retórica explicativa de un cosmos humano. En realidad, el discurso posmoderno es el discurso de la renuncia y de la impotencia: no saben usar la razón humana y viven declarando una y mil veces la muerte de la razón teológica, de la cual no saben prescindir. Para los posmodernos, como para los reformadores y los contrarreformadores de los siglos XVI y XVII, la razón teológica es la única razón posible. Son incapaces de pensar como hombres. Viven en la nostalgia perenne y estéril de un pensamiento divino. Todo su discurso es una patraña. Desde la nietzscheana y retórica muerte de dios hasta la no menos mística y retórica palabrería lacaniana, destinada a exaltar el analfabetismo humano previo a la inserción del recién nacido en un orden cultural e inteligente. Si el estado supremo del individuo es el fetal y embrionario, tal como postula Lacan en sus escritos, asistemáticos y retóricos, nada habrá más valioso y perfecto que el analfabetismo general del género humano[3]. Sin embargo, en un mundo en el que el desconocimiento de la ley no nos exime de su cumplimiento, quizá sea mejor aprender a leer y a escribir. Y todo esto aunque un retórico como Derrida condene la escritura mediante la escritura —y difusión editorial y comercial— de libros tan populares como irracionales. La única razón legítima, posible y factible, es la razón antropológica, secular y laica. El racionalismo teológico, además de idealista e ilusorio, desemboca en el irracionalismo más absoluto y monista. La razón teológica es la metáfora fraudulenta de quien no tiene nada que decir en este mundo. Que dicho sea de paso es el único existente.

Como el propio Barthes, Nietzsche es un autor de lectura fácil. Sus escritos son brillantes, siempre iluminados por metáforas atractivas; renuncian a toda sistematicidad, a cambio de pensamientos y declaraciones atomizadas, sueltas, fragmentarias, a modo de citas, sentencias o átomos psicológicos de muy fácil digestión; finalmente, cabe añadir que su tono de protesta, de indignación, de arrebato contra todo y contra todos, siempre da en algún blanco. Si lo criticamos todo, siempre acertaremos en algo. De hecho, la posmodernidad no es más que una retórica paráfrasis de los escritos de Nietzsche: se proscribe la expresión sistemática del pensamiento, en favor de exposiciones atomizadas de cosas sueltas; se renuncia a la idea de verdad, es decir, a la expresión conceptual y lógico-formal de la materia, para incurrir en una suerte de limbo exclusivamente formalista en el que sólo habitan palabras, interpretaciones, dichos, en ausencia total de realidades que permitan verificar la verdad de lo que decimos y la coherencia de lo que hacemos; se sustituyen los problemas reales por problemas falsos, que exigen soluciones igualmente falsas, y por lo tanto inaplicables, es decir, se reemplazan las dialécticas auténticas (civilización / barbarie, ricos / pobres, justicia / injusticia, Feudo / Estado, ética / moral...) por dialécticas fraudulentas (hombre / mujer, blanco / negro, homosexual / heterosexual, ciudadano / emigrante...). La posmodernidad nos otorga el discurso formalista —exclusivamente formalista— de una protesta indiscriminada contra todo sin reflexionar racionalmente sobre nada, ni sobre las causas reales de los problemas, ni sobre las consecuencias materiales que deben ponerse en marcha para subsanarlos. El discurso posmoderno sólo sirve como «terapia de grupo», esto es, como ejercicio psicológico y sociológico, de gremios autistas y minorías imperialistas —los nuevos feudalismos— que tratan de monopolizar, cada uno a su modo, el bienestar socio-económico y el malestar retórico-cultural de la vida cotidiana de Occidente.

El caso de Thomas S. Eliot es extraordinariamente lamentable. He de confesar, sin ninguna reserva, que los textos de crítica literaria escritos por este autor son de una pobreza de ideas fuera de lo común. La admiración que sus ensayos sobre literatura ha despertado en generaciones de individuos merece, desde mi punto de vista, un estudio de sociología académica de envergadura, en que se explique cómo es posible que tan paupérrimos textos se hayan leído complacientemente durante décadas de forma tan acrítica y tan irracional. Es admirable que alguien haya tenido el valor de escribir cosas así sobre el autor y el crítico literarios:


Pero creo que los escritos de crítica, de los que ha habido algunos ejemplos sobresalientes en el pasado, deben una buena parte de su interés al hecho de que el poeta, en el fondo de su mente, si no como intención ostensible, intenta siempre defender la clase de poesía que escribe, o formular la que desea escribir[4].


Tamaña obviedad es difícil de recusar, ciertamente. Y nadie me acuse de aducir la cita fuera de contexto: léase, si hay fuerzas, el artículo completo, «The Music of Poetry», e incluso los Selected Essays, y juzgue el lector racionalista lo que pasa por la mente de su autor: pura inanidad psicologista. ¿Qué me dicen de este otro fragmento de Eliot?:


Cuando los dos gases anteriormente mencionados se mezclan en presencia de filamento de platino, forman ácido sulfuroso. Esta combinación tiene lugar sólo si el platino se halla presente; no obstante, el ácido que se acaba de crear no toma nada del platino, y el propio platino evidentemente no es afectado. La mente del poeta es el hilo de platino. En parte o de manera exclusiva puede actuar con la experiencia del hombre; pero, cuanto más perfecto sea el artista, más completamente separados se hallarán en él el hombre que sufre y la mente que crea; y con mayor perfección digerirá y transmutará la mente las pasiones que son su material[5].


Sin duda, Eliot habla como un cura, que no como un químico. Su derrame psicologista, parabólico y teológico, sobre la literatura es admirable. Lástima que la mente de un poeta nada tenga que ver con hilos de platino... Como resulta fácilmente observable, el uso de metáforas fraudulentas ha tenido siempre muchos adeptos. ¿Es eso crítica literaria? Para Roland Barthes, su principal albacea, sí.

Edgard M. Forster es otro de los autores a los que Barthes debe sus ideas acerca de «la muerte del autor». Forster, en su libro Two Cheers for Democracy (1951), escribe lo siguiente:


Y he aquí el punto de vista que deseo mantener: que toda la literatura tiende a la condición del anonimato, y que, en tanto en cuanto las palabras son creativas, la firma simplemente nos distrae de su verdadera significación[6].


Si lo que dice Forster fuera cierto, bastaría abrir un diccionario lexicográfico de español para leer el Quijote, en lugar de leer el texto que compuso Cervantes. ¿Tiende la literatura al anonimato? ¿De veras? ¿Qué literatura tiende a la anonimia? ¿En qué época? ¿De qué literatura cree hablar Forster? Si la creatividad de la literatura está en las palabras, ¿qué papel desempeñamos, no ya el autor, sino los lectores y los hablantes de una lengua? ¿O es que las palabras adquieren por sí mismas, y al margen de los seres humanos, el significado que poseen? ¿Cómo se puede ser tan magistralmente ridículo? Esta referencia de Forster la desarrollará Barthes de forma muy recurrente. Así, afirmar que los autores no son originales, porque la originalidad reside en la Lengua o en la Escritura, como si se tratara de una metafísica o de un Limbo en el que todos tenemos una parcela asignada, es un mensaje muy posmoderno y muy teológico. El ginecólogo, el agente bursátil o el astrónomo, en la medida en que escriben textos sobre obstetricia, finanzas o astrofísica, son más originales, como autores, que Dante, Cervantes o Goethe como literatos. ¿Quién puede creerse semejante patraña? Sólo alguien para quien las diferencias entre una vagina, un cometa, el número ocho y un verso alejandrino resulten inexistentes o imperceptibles. Es decir, nadie que esté en su sano juicio. Cada texto tiene sus propios valores y exigencias, y en un cuadro clínico no hay literatura, como tampoco la hay en la lista de los números primos ni en la tabla periódica de los elementos químicos. Neutralizar tales textos en la «escritura», como cajón de sastre en el que cabe de todo, es declararse insipiente ante la literatura y, también, ante la medicina, la física o la matemática. Sólo un sofista puede mantener argumentos de este tipo.

Pero la degradación que en esta obra alcanza el autor de Aspects of the Novel es creciente, al afirmar que «mientras el autor escribía, olvidó su nombre; al leerlo, nosotros olvidamos el suyo y el nuestro»[7]. Grandes cualidades serán, sin duda, las de un intérprete de la literatura sujeto a tales amnesias... ¿Se imaginan la misma actitud en un botánico, en un médico o en un economista, satisfechos de olvidar el nombre de los organismos vegetales, de las células sanas y enfermas, o de las operaciones financieras que haya que identificar y ejecutar? El botánico podría decir que todo es vegetación; el médico, que todo es microscopia; y el economista, que todos son guarismos..., de la misma manera que este tipo de (pseudo)teóricos de la literatura dicen que «todo es escritura». Excelente diagnóstico. «La literatura —concluye Forster— intenta no tener firma»[8]. Forster parece haber confundido la obra literaria con un cuerpo antediluviano y al lector de novelas, poemas o tragedias, con un animal analfabeto.

A William K. Wimsatt y a Monroe Beardsley corresponde el hecho de haber sido autores del artículo titulado «The Intentional Fallacy», incluido en 1954 en su libro The Verbal Icon. Studies in the Meaning of Poetry. En este trabajo, Wimsatt y Beardsley diagnostican como errada toda interpretación crítica que identifique en el texto la intención de su autor. El lector queda excomulgado en tanto que lector de un autor. El lector ha de leer el texto, no al autor. Me explicarán Wimsatt y Beardsley cómo es posible leer el Quijote sin leer a Cervantes. No exagero si confieso que ni el propio Borges, ni antes que él el mismísimo Unamuno, culminaron, ni aún mediaron, semejante proyecto[9]. Borges era un cínico, pero no un tonto.

La célebre afirmación de estos «nuevos críticos» norteamericanos, en la que, en nombre de la nada más absoluta, proclaman la expropiación del texto literario —tanto al autor como al lector— carece de toda consistencia y de toda coherencia. Nótese cómo se habla de literatura desde la Anglosfera:


El poema no es propiedad del crítico ni del autor (se separa del autor al nacer y entra en el mundo sin que aquel tenga poder para intervenir en él o para controlarlo). El poema pertenece al público. Su cuerpo es la lengua, esa posesión peculiar del público, y trata sobre el ser humano, un objeto de público conocimiento. Lo que se dice sobre el poema se somete al examen público como cualquier otra afirmación sobre lingüística o sobre psicología[10].


Wimsatt y Beardsley parecen haber confundido al poema con la Hacienda pública de los Estados Unidos, al lenguaje con los bonos del Tesoro, y al autor con el ministro de Finanzas. El poema no sería propiedad del autor, si el autor no fuera su artífice, y si las leyes del copyright no lo reconocieran como tal en sus derechos. Aparte de esto, el texto literario no se comporta nunca —que se sepa— como una suerte de nasciturus independentista, que nada más nacer proclama megáricamente su autonomía en un cosmos afanoso por controlar sus sentidos e interpretaciones. «El poema pertenece al público», dicen Wimsatt y Beardsley. Sí. Y al autor, y al depósito legal, y al centro de catalogación bibliográfica de cada Estado. ¿A quién va a pertenecer un poema, si no es a su público? Una afirmación de esta naturaleza es tan rupestre como afirmar que los animales pertenecen al veterinario o que las estrellas y los planetas son propiedad del astrónomo. Como si las mascotas no tuvieran dueño, o como si fuera necesario disponer de un telescopio para ver el sol a las doce del mediodía.

La actitud de Wimsatt y Beardsley se basa en una suerte de argumento propio de la triple negación, impuesto al estilo de la más pura preceptiva sofista: la intención del autor no debe existir; si aún así sobreviviera, no debemos reconocerla; y, si con todo, fuera posible su reconocimiento, debemos silenciarla para siempre. Wimsatt y Beardsley deberían saber que hay más cosas en la literatura de las que ellos son capaces de comprender, y que aquello de lo que ellos creen ser conscientes no agota, ni mucho menos, el campo de los materiales y las formas literarios. Wimsatt y Beardsley confunden el finis operantis del autor, al que ellos califican de «falacia intencional», con el finis operis de la interpretación literaria, al que no saben qué nombre otorgarle, y respecto al cual quedan iluminados en el esplendor de su ignorancia. Hablan de la literatura como si el único interés del lector fuera una curiosidad vulgar por el autor (hábitos, formas de vida, noviazgos o matrimonios, preferencias geográficas o climáticas, creencias religiosas o apetencias sexuales), y como si cada autor fuera reductible a una sola y única intención, de fácil identificación, comprensión o manejo. ¿Han leído Wimsatt y Beardsley a Cervantes? ¿Podrían aclararnos ellos, especialistas en falacias autoriales, cuál fue la intención de Cervantes al escribir el Quijote? ¿O es que creen que acaso lo hizo para censurar los libros de caballerías? Para estos dos «críticos» el fin de la interpretación literaria es negar el equipaje del autor, extraviarlo y hacerlo desaparecer, como si no hubiera existido. Cualquier lector que pretenda buscarlo, redescubrirlo o, simplemente, echarlo de menos, será desautorizado y castigado. Wimsatt y Beardsley luchan en una batalla perdida de antemano, porque las obras literarias no surgen de la nada, sino que tienen un autor que, mientras vive, escribe (pertenece al género físico, M1), y una vez muerto biológicamente puede ser analizado como idea y como concepto (pertenece al género lógico, M3), al ser objeto de biografías, sociologías, historiografías, filologías, lingüística forense..., y otros quehaceres científicos, los cuales requieren una educación científica y crítica, y no la tertulia psicologista a la que tan menudo se reducen las clases de literatura (o de escritura) en las universidades estadounidenses y canadienses contemporáneas. Lamentablemente, los imperativos académicos de la Anglosfera se han implantado, irracionalmente, en Europa, a través del programa de Bolonia y el Espacio Europeo de Educación Superior, y simultáneamente también en la Hispanosfera, donde toda esta degradación se ha aceptado sin la menor objeción. Y díganme que es mentira lo que afirmo. Sepan que es la formación de los estudiantes y la complacencia y complicidad de un profesorado acomodado y nada exigente las que no me dejan mentir.

Wimsatt y Beardsley esgrimen un concepto de intención autorial completamente psicologista, y en absoluto lógico o científico. ¿Qué valor dativo reconocen Wimsatt y Beardsley en la intención autorial a la que global e indiscriminadamente califican de falaz? ¿Acaso la literatura carece de dirección y sentido teleológicos? ¿Acaso Cervantes en el Quijote no expone una interpretación intencional de la idea de razón y de la idea de locura que resulta imprescindible tener en cuenta para afirmar que si la razón es Dios, si la razón es una razón teológica, si la razón es la razón de quienes vencieron en Wittenberg (1517) o en Trento (1545-1565), lo mejor es volverse loco cuanto antes, y como tal actuar en un mundo que niega al ser humano ideas fundamentales? La intención de un autor no puede leerse exclusivamente en clave psicológica, como han hecho Wimsatt y Beardsley, porque una lógica, una razón, un criterio, que rebasa siempre la psicología individual del crítico de turno, exige al artífice de una obra literaria el desarrollo de una teleología y la organización conceptual de un finis operantis objetivadas ambas en las formas de la literatura. Que el crítico actúe como el árbitro de la interpretación literaria quiere decir que ha de juzgar, esto es, de arbitrar por relación a normas establecidas, y no según preferencias psicológicas, estados de ánimo o simpatías más o menos intencionales[11].

Como ha advertido sabiamente Dámaso López García, «el impersonalismo, con demasiada frecuencia, no se utiliza para neutralizar una influencia negativa, sino para establecer una influencia negativa contra los autores» (López, 1993: 142). En suma, Wimsatt y Beardsley sólo consiguen desembarazarse de algo que no son capaces de explicar: la complejidad del concepto de autor en la formalización y conceptualización de los materiales literarios. Precursores al fin y al cabo de la posmodernidad, sólo nos han dejado escritos acerca de cómo renunciar a cuestiones irrenunciables[12].

A Barthes, por su parte, le mueven intereses varios y consecuencias espurias, bien ajenos a la literatura y a sus posibilidades de conocimiento. Mueve a Barthes un afán de colectivismo idealista, en virtud del cual todos somos creadores de todo, dueños del texto, intérpretes del verbo, demiurgos del Lenguaje, médiums de un logos invertebrado: si hablo, habla por mí el lenguaje; si leo un texto, todos los textos se expresan en él; si alguien escribe, todos los autores escriben con él; de modo que no es posible distinguir nada en el lenguaje, ni en los textos, ni en la autoría... La miopía hermenéutica de un Barthes es, sin duda, difícil de superar. Con todo, gracias a unas cuantas metáforas, bien aderezadas, y a una buena dosis de sofística literaria, la vacuidad de sus discursos se ha impuesto sobre generaciones de lectores que, como les sucedía a los acusadores de Sócrates, creían saberlo todo, ignorando, precisamente, el todo.

Sin embargo, a Barthes le mueve sobre todo un impulso cuyas consecuencias no son en absoluto idealistas, sino muy prácticas y rentables: lograr la desaparición pública del autor. ¿Con qué fin? Con el fin de sustituirlo por el crítico. La tan cacareada «muerte del autor» se salda con la institucionalización pública del crítico literario, en quien se atesora desde este momento todo lo que hay que saber y que ignorar acerca de la literatura. Barthes es más que Racine, y que Víctor Hugo, y que Cervantes, y que Shakespeare, y que Dante... Estos últimos son sólo nombres, todos los textos hablan en ellos, y en sus propios textos nunca se sabe muy bien quién habla. Para saberlo, debemos leer a Barthes: él es el médium a través del cual habla el «ser» de la literatura y el «espíritu» de la escritura. Si Barthes hubiera leído a Hegel no habría tenido reparos en reconocerse como el Espíritu Absoluto de la hermenéutica literaria posmoderna.

Con sus propuestas, Barthes se ha convertido en el principal censor y espermicida del autor. Sus escritos pretenden que la censura no sea solamente un atributo del lector —lo que ha sido siempre—, sino sobre todo un derecho del intérprete. Del intérprete reconocido, cualificado, famoso y populista. De aquí a lo «políticamente correcto» no hay distancias. No en vano la posmodernidad ha encontrado en Rolando Barthes (y en sus metáforas) al mejor de sus mentores: el verdugo del autor. La censura es la supresión objetiva de ideas y conceptos que los seres humanos se imponen entre sí, según el grado de poder (política) y de saber (sofística) que detenten en sus relaciones sociales e históricas, y de acuerdo con un sistema normativo ideológicamente codificado. Barthes fue enteramente un sofista de la censura. Barthes censuró nada menos que el núcleo genético y causal, esto es, el artífice, de todo cuanto material literario existe de forma efectiva y práctica: la obra literaria. El autor será, pues, un veneno para la literatura, y sobre todo un veneno para el lector «inocente» de obras literarias, al que sin duda infectará con el tósigo de sus ideas, casi siempre burguesas, renacentistas, reformistas, empiristas, racionalistas, etc., etc., etc... Gracias a Barthes, el lector conservará su inocencia y su pureza. Es decir, su ignorancia, negadora de la ciencia.

En suma, Barthes no lleva a cabo un «homicidio», sino más bien una «expropiación». A Barthes no le interesa un autor anónimo y desconocido, un autor que no haya demostrado célebremente sus dotes como artífice de obras literarias geniales. Barthes se ocupó de hecho de autores celebérrimos. Y evidentemente no mató a nadie, sino que, mucho más hábilmente, se apropió de todo su patrimonio interpretativo. La riqueza literaria de un autor pasa a manos de su intérprete, el crítico literario, ese lector modélico capaz, casi en exclusiva, de hacer legible la literatura a ojos de lectores ignorantes y silentes. La vis numinis del autor pertenece ahora al crítico, esto es, al transductor. Barthes se apropia de Balzac. El crítico suplanta al autor. Hércules vence al León. Y adquiere para sí la fuerza del animal vencido. Pero Hércules es un mito, y el crítico literario —al menos para los que hemos leído a Harold Bloom o a Georges Steiner— también.

Barthes pretende convertir al autor en un testigo de cargo contra sí mismo, en una criatura molesta y perniciosa a la comprensión literaria. Pretende anularlo como materia, como forma y como idea. Sin embargo, el silencio del autor es mucho más elocuente que la mejor de las más fraudulentas metáforas barthesianas.

El idealismo metafísico y la teología tropológica de Barthes contra el autor se da de bruces frente a uno de los símbolos más simples de la cultura occidental: ©. Los derechos de la propiedad intelectual dan al traste con toda la retórica barthesiana. En ocasiones, la lectura puntual del código civil es más útil que horas dedicadas a muchos escritos de presuntos teóricos de la literatura. Proclamar la muerte del autor, tal como hace Barthes, no es sino una declaración de nihilismo mágico.

No hay texto sin autor (o autora, como se añade ahora). Hablar de la «muerte del autor», tal como hizo Barthes (1968), equivale, en el mejor de los casos, a hacer pública una boutade de las más llamativas, en un determinado momento histórico de la evolución de las teorías literarias formalistas y posformalistas. En el peor de los casos, tal como hizo Foucault (1969), supone la imposición de una falacia interpretativa, de una falsa conciencia objetiva, que, basándose en una metafísica del lenguaje, exige la hipostasía del discurso, cuya génesis queda sustraída de toda realidad efectivamente existente.

De acuerdo con las exigencias de la Crítica de la razón literaria, no cabe hablar retóricamente de «autores implícitos», «autores explícitos», «autores implicados», «instancias narradoras» anónimas, y otras entidades análogas o correlativas (del tipo «lectores explícitos», «implicados», «ideales», y demás familia). Tales expresiones no son figuras gnoseológicas, sino figuras retóricas. No ofrecen interpretaciones de los materiales literarios, sino que son en sí mismas figuras retóricas que habrá que interpretar por relación a determinadas teorías literarias, de corte idealista y formalista, que las han inventado para (auto)desarrollarse neologísticamente como ficciones interpretativas de las formas lingüísticas de los textos literarios. Realmente, desde la pragmática de la emisión literaria, sólo cabe hablar de autor (al que no tiene sentido llamar real, porque sería redundante) y narrador (que es el personaje que cuenta la historia y manipula el discurso). No hay obra literaria sin autor, por más que haya múltiples críticos que quieran negar su existencia. Labor absurda que consiste en negar una evidencia, aunque, como en el caso del Lazarillo, se trate de una evidencia anónima. No insistiré de nuevo en el caso de una crítica (¿literaria?) hispanoamericana, que, poseída de argumentos anglosféricos, creía leer a Foucault cuando leía la epístola de Lázaro de Tormes. Una lectura reciente de Foucault («Qu’est-ce qu’un auteur?», 1969) habría provocado este desenlace. Como se verá, lo que hace Foucault es, simplemente, vaciar de contenido el concepto de autor, como si algo así fuera posible, es decir, como si fuera posible disociar la autoría del Quijote de la existencia de Cervantes, o disociar impunemente al autor del Lazarillo de la autoría del Lazarillo, confundiendo irracionalmente, en este supuesto, la anonimia con la inexistencia, para aceptar finalmente que el Lazarillo, o el Quijote, o la guía de teléfonos de Pontevedra, los ha escrito un sujeto indefinible, deconstruido, desintegrado, diseminado, inexistente, que lo mismo puede ser la «huella cósmica», el Volksgeist, un extraterrestre o el Espíritu Santo. Lo siento por el señor Foucault, y sobre todo por sus acríticos lectores, pero por muy mágicamente que se interpreten o suenen sus palabras, el hecho de que Cervantes existió materialmente y que materialmente escribió las Novelas ejemplares, y el Quijote, entre otras obras, es un hecho inderogable y una verdad que ni un bobo puede negar. La teología siempre ha tenido dos caras: una religiosa, desde la cual, efectivamente, las religiones afirman la existencia metafísica de irrealidades indemostrables; y otra secular, pero no menos metafísica, desde la cual la posmodernidad, por ejemplo, niega la existencia física de realidades materiales tan evidentes como comprobables.

«Al autor, como a la materia, le cuesta desaparecer» (López, 1993: 64), y tratar de vaciar de contenido el concepto de autor, como ha pretendido Foucault —sin lograrlo, porque Cervantes sigue donde estaba—, es un retórico ejercicio de prestidigitación. Un delirio irracional. Nihilismo mágico. Mefistófeles se lo anunció a Fausto muy tempranamente: no hay forma de acabar con la materia[13]. Pero no adelantemos acontecimientos, y concluyamos con la crítica a las ideas de Barthes.

Como todo autor posmoderno, Barthes se sirve de figuras que expresan dialécticas falsas. Me refiero a la dialéctica autor / lector. Es falsa. Desde el momento en que autor y lector no son términos antinómicos, ni referentes opuestos, sino conceptos conjugados, es decir, realidades que se construyen de forma mutua, entrelazada e integradora. El problema de las dialécticas falsas es que, en primer lugar, exigen soluciones igualmente falsas, y, en segundo lugar, ocultan dialécticas verdaderas. La verdad que Barthes oculta en la falsa concepción dialéctica que plantea entre el autor y el lector es la que enfrenta al propio Barthes, como crítico literario, con el autor, frente al que se instituye como verdugo. La verdadera dialéctica es la que Barthes trata, como buen sofista, de ocultar: autor / crítico. Ambos disputan por una autoridad que domine la interpretación del texto. Sucede que, en los tiempos en que escribe Barthes, el crítico tiene ganada la partida. ¿Por qué? Porque domina los medios de información y de publicación más allá de las posibilidades de que dispone el autor. El autor es alguien que escribe y publica ideas de las que es artífice; el crítico, por su parte, es alguien que escribe y publica sobre lo que ha escrito y publicado el autor, y alguien que hace todo esto para imponer una interpretación de tales ideas a un lector cuya supuesta inocencia pretende preservar. Sin embargo, el autor está tan muerto como viva está la inocencia del lector. Una y otra son metáforas fraudulentas. Barthes sólo ha conseguido la admiración de lectores acríticos. De hecho, su obra no resiste una interpretación sistemática. Está construida sobre átomos psicológicos, figuras retóricas, fragmentos asistemáticos, títulos engañosos... Barthes es el Montaigne de finales del siglo XX, un encantador de encantadores de serpientes[14]. Y diré por qué.

Barthes parte de un concepto de escritura completamente idealista, metafísico y absurdo. La escritura es según él cualquier cosa que pueda interpretarse gráficamente. Un lugar, en suma, en el que todos los gatos son pardos: literatura, cartel de circo y gastronomía son escritura. Pues no. Porque no todo es uno y lo mismo, y porque no todo está relacionado con todo, y aún menos de cualquier manera. El concepto de escritura en que se basa Barthes, y toda la posmodernidad, es una falacia, una vacuidad, una metáfora fraudulenta, un absurdo, como lo son estas palabras suyas que cito a continuación:


La escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe […] La voz pierde su origen, el autor entra en su propia muerte, comienza la escritura (Barthes, 1968/1987: 65).


Evidentemente cualquier escritura supone una construcción en la que se objetivan y solidifican unos contenidos, unas ideas, unos conceptos: no hay escritura cuyas formas carezcan de contenidos, porque entonces no cabe hablar de escritura, sino simplemente de rayas, trazos o grafías absurdas. La escritura existe porque sus contenidos son o han sido formalmente legibles, es decir, porque se pueden conceptualizar. No hay «escrituras megáricas», es decir, escrituras construidas ex nihilo, sin causa ni consecuencia, por seres inexistentes, dioses metafísicos, criaturas mitológicas, extraterrestres o simplemente vegetales. En suma, no hay escritura sin sujeto operatorio, es decir, sin escritor o autor. La escritura no es ningún lugar neutro: la escritura es cualquier cosa menos neutralidad. Y no es en absoluto el sepulcro o el tanatorio en el que Barthes y la posmodernidad quieren encerrarnos a todos cuantos usamos el lenguaje, oral o escrito, para expresarnos y hacernos valer social y cognoscitivamente. El lenguaje humano, y especialmente la literatura, son superiores e irreductibles a un tanatorio de figuras retóricas.

La escritura es un material formalmente interpretable y conceptualizable, en una symploké de términos y referentes con los que esa escritura, sus contenidos y sus formas, mantienen relaciones indisociables. La escritura es una totalidad atributiva cuyos componentes no pueden separarse gratuitamente, es decir, no pueden aislarse o incomunicarse unos de otros sin destruir la totalidad de la que forman parte, esto es, el texto. La escritura tiene un valor genitivo, dativo y ablativo inderogable, pues siempre es escritura, es decir, formalización, de un contenido, que alguien ha construido y que alguien podrá interpretar. Toda escritura es pragmáticamente declinable, porque lo es de algo, por alguien y para alguien. Donde un retórico como Rolando Barthes dice que «la escritura es la destrucción de toda voz», cualquier otro retórico de signo contrario podría decir, con la misma gratuidad, que «la escritura es la construcción de una voz». O de muchas voces, pues, ¿acaso no es esto último lo que sostiene alguien como Bajtín? La escritura permite que el texto quede establecido y codificado como un todo sistemático que ha de ser el punto de partida y de llegada de toda interpretación.

La literatura, por su parte, es una construcción imposible sin las operaciones conscientes de un ser humano. El autor no posee importancia como individuo en sí, sino que posee importancia como sujeto operatorio, es decir, como persona real que, conformada desde un contexto geográfico, histórico y político, opera con materiales literarios, hasta el punto de no existir nunca al margen de toda esa serie de circunstancias que lo determinan de forma decisiva en relación con la formalización de los materiales de la literatura. ¿Qué significa esto? Que la escritura es una construcción operatoria, obrada por el ser humano, real, de carne y hueso, y nunca ideal o exclusivamente formal, que la escritura literaria no es una construcción operatoria cualquiera que surja ex nihilo, y que toda construcción operativamente literaria obedece siempre a un finis operis y a un finis operantis cuya teleología resulta interpretada, consciente e inserta en un determinado contexto, que la historia y los lectores se encargan de rebasar y trascender. El autor no puede ser eliminado de las operaciones de construcción e interpretación literarias, ya que él es el primero que las ejecuta, al ser causa primigenia de la obra de arte literaria. La única forma de escribir un texto sin que el autor sea relevante es la de copiar de forma exacta otro texto previamente existente. Y como sabemos, sobre este asunto ya ironizó Borges mucho mejor que metaforizó Barthes. Continuemos, pues.


Es el lenguaje, y no el autor, el que habla […]. La lingüística acaba de proporcionar a la destrucción del Autor un instrumento analítico precioso, al mostrar que la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que funciona a la perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores: lingüísticamente, el autor nunca es nada más que el que escribe, del mismo modo que yo no es otra cosa sino el que dice yo: el lenguaje conoce un «sujeto», no una «persona», y ese sujeto, vacío excepto en la propia enunciación, que es la que lo define, es suficiente para conseguir que el lenguaje se «mantenga en pie», es decir, para llegar a agotarlo por completo (Barthes, 1968/1987: 66-68).


Primera pregunta: ¿Qué lenguaje «se mantiene en pie» al margen del ser humano? ¿El lenguaje literario? Evidentemente, no. ¿De qué está hablando entonces Rolando Barthes? No conozco ningún tipo de lenguaje que sea enunciado simplemente por sujetos y no por personas, es decir, sujetos efectivamente insertados en estructuras contextuales (sociales, históricas, pragmáticas, políticas...) más amplias, que los conforman, organizan y desarrollan, por muy rudimentarias que éstas sean. De hecho, la primera y más urgente funcionalidad del lenguaje es la social: si no hubiese necesidad de comunicación, no habría necesidad de una herramienta lingüística. El lenguaje es una capacidad evolutiva que surge y se transforma en el seno de una especie eminentemente social y política, la especie humana. La lingüística estructural ha hecho olvidar a Barthes que el lenguaje es una construcción específicamente humana, y que al margen del ser humano no cabe en modo alguno hablar de lenguaje escrito, y menos aún de lenguaje literario. El Quijote lo ha escrito Cervantes, y no un sujeto gramatical. Y el Lazarillo de Tormes lo ha escrito alguien cuyo nombre ignoramos, pero que, con todo, es superior a un yo sintácticamente correcto. Conviene no confundir la anonimia con la inexistencia. Ni al sujeto gramatical con la persona efectivamente existente en el mundo real, geográfico, histórico y político. El yo gramatical no existiría, si no existieran los seres humanos, dado que —hasta el momento— los animales no pueden apelar verbalmente a sí mismos desde un lenguaje doblemente articulado. La forma existe porque existe una materia a la que ésta se refiere. Por eso forma y materia son nociones inseparables, entrelazadas, conjugadas. No hay monedas de una sola cara. Sólo para sofistas e idealistas la forma puede «existir» al margen de la materia (es la postura de un teoreticista como Popper). Y es evidente que la forma que «existe» al margen de la materia sólo existe psicológicamente, esto es, en la mente del sofista o idealista de turno. Barthes, indudablemente, comercia con monedas monofaciales.

De sobra sabemos que el lenguaje como sistema no existe, salvo como construcción ideal y límite. Lo que se da en realidad es la existencia de múltiples lenguajes, de modo que cada uno de ellos implica un cierto grado de cultura objetiva, como diría Bueno (1997). El lenguaje, junto con otros muchos factores indisociables del propio lenguaje, conforma al sujeto y lo convierte en persona. De hecho, el uso de un determinado lenguaje —Buffon hablaría aquí de estilo— indica ya muchísimo acerca de un autor. El lenguaje, cuando no consideramos la historia de su comunidad de referencia, es simplemente estructura y gramática. ¿Cómo es posible que el mundo académico contemporáneo, prácticamente desde los últimos años del siglo XX, y de forma específica el propio Barthes desde 1968, hayan incurrido en uno de los más graves dislates de la gnoseología filológica y lingüística de todos los tiempos, al creer que el lenguaje puede considerarse de modo absoluto al margen del autor y de los hablantes, de la comunidad y de la historia en las que se encuentra implantado? Así, desde tales absurdos, se llega a pensar que todos los idiomas valen lo mismo, y se proclama la isovalencia de las lenguas y de las culturas, lo que constituye una falacia antropológica, lingüística, histórica, política y económica, falacia que, en la España del momento en el que escribo estas líneas, ha triunfado para mayor gloria de los nacionalismos subestatales, feudalismos posmodernos que trocean nuestro Estado, haciéndonos desiguales ante leyes desiguales que igualan lenguas inigualables. El origen contemporáneo de esta falacia está en el idealismo alemán, en las filosofías nacionalistas de Fichte y Herder, y en la globalización posmoderna que de ellas ha hecho la Anglosfera. El lenguaje escrito implica necesariamente un amplio grado de politización y civilización. Y el lenguaje literario aún mucho más. No todos los idiomas son capaces de expresarse literariamente, y aún menos científicamente, y no todas las comunidades humanas llegan a alumbrar una literatura escrita, y mucho menos un pensamiento científico sistemáticamente organizado y transmisible. Prosigamos con las metáforas fraudulentas de Rolando Barthes.


El alejamiento del Autor […] no es tan sólo un hecho histórico o un acto de escritura: transforma de cabo a rabo el texto moderno (o —lo que viene a ser lo mismo— el texto, a partir de entonces, se produce y se lee de tal manera que el autor se ausenta de él a todos los niveles). Para empezar, el tiempo ya no es el mismo […]; no existe otro tiempo que el de la enunciación, y todo texto está escrito eternamente aquí y ahora (Barthes, 1968/1987: 68).


Estas palabras, sin duda inspiradas en una pésima interpretación del Fedro (274d-275b) platónico[15], que pocos años más tarde el propio Derrida (1972) deturparía sofísticamente muy a su modo, revelan la falta sobresaliente de sistematización de que adolecen los escritos de Barthes. Es curioso cómo sobre los textos de los filósofos clásicos cualquiera pude decir hoy en día lo que le plazca, con un libertinaje interpretativo avalado siempre por los medios de difusión. Aquí, una vez más, el propio Barthes pierde la razón y se desautoriza a sí mismo. Al decir que el tiempo histórico de construcción y de interpretación de un texto no es el mismo, efectivamente reconoce que toda obra literaria se escribe en un momento determinado por la historia, la geografía y la política. Su declaración es una de las más baratas y simplistas versiones de la hermenéutica: cuando a la hermenéutica se le arrebata todo su interés dialéctico y filosófico acerca del problema que supone leer los textos fuera de su momento histórico, como si el tiempo no hubiese transcurrido, ya no cabe hablar ni de interpretación ni de hermenéutica, sino simplemente de retórica. Barthes es un especialista en la ruptura de todas las symplokés: a la obra literaria le amputa el autor, a la escritura le priva de la especificidad y conceptualización de sus contenidos, al lenguaje le hurta el hablante, al texto lo cercena del contexto, y al tiempo le arrebata nada menos que la Historia, la geografía no cuenta y de la política se hace abstracción... Sin duda Barthes es el mayor prestidigitador que ha conocido el siglo XX. Nunca el nihilismo mágico ha llegado tan lejos.

Para mayor sorpresa, si en el párrafo citado anteriormente Barthes sostenía que nada está conectado con nada (texto / contexto, hablante / lenguaje, tiempo / Historia, autor / obra literaria...), ahora sostiene justo la idea contraria: todo está conectado con todo. Y de cualquier manera[16].


Hoy en día sabemos que un texto no está constituido por una fila de palabras, de las que se desprende un único sentido, teológico, en cierto modo (pues sería el mensaje del Autor-Dios), sino por un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original: el texto es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura […]. El escritor se limita a imitar un gesto siempre anterior, nunca original; el único poder que tiene es el de mezclar las escrituras, llevar la contraria a unas con otras, de manera que nunca se pueda uno apoyar en una de ellas; aunque quiera expresarse, al menos debería saber que la «cosa» interior que tiene la intención de «traducir» no es en sí misma más que un diccionario ya compuesto, en el que las palabras no pueden explicarse sino a través de otras palabras, y así indefinidamente (Barthes, 1968/1987: 69).


Todo está relacionado con todo y, sobre todo, las palabras. Todo es sintaxis. Cualquier cosa es gramática. El contenido de la literatura es una «cosa interior» que el autor tiene intención de «traducir», pero que no puede «traducir» porque resulta que ya está escrita. Suponemos que en los diccionarios, como él mismo apunta ipso facto. Si las palabras sólo se explicaran a través de palabras, y no a través de realidades, como en efecto sucede, la realidad en que vivimos estaría hecha de palabras, y no de materia, como de hecho acontece. Si el mundo (M) se puede expresar mediante signos, como mundo interpretado que es (Mi), es decir, como mundo formalizado y conceptualizado, es porque sus formas y conceptos apuntan sin reservas a una realidad material efectivamente existente y absolutamente inderogable.

La última cita de Barthes no hace más que redundar en la falsedad de sus tesis: si sólo existiera el texto, este sería siempre original, precisamente porque ese texto, así concebido, sería la construcción única —pese a la socialización indiscriminada y metafísica de las palabras, tal como la postula Barthes— de un sujeto, sujeto que además posee, consciente o inconscientemente, toda una cultura literaria. Además, no es ni puede ser nunca nada neutro, al encontrarse inserto en unas coordenadas lingüísticas, históricas, políticas, muy determinadas, de las que es resultado, y no causa. Todos estos elementos hacen, en primer lugar, que el texto sólo pueda manipularse como lo que es, una construcción formal —y autorial— que conceptualiza materiales inderogables, y que, en segundo lugar, el autor haya de considerarse como una figura fundamental a la hora de interpretar cualquier texto. De nuevo sus argumentos restan razón a su tesis.


Una vez alejado el Autor, se vuelve inútil la pretensión de «descifrar» un texto. Darle a un texto un Autor es imponerle un seguro, proveerlo de un significado último, cerrar la escritura (Barthes, 1968/1987: 70).


No conviene confundir, como hace Barthes aquí, al ingeniero con el cerrajero: el autor no es un candado, es un artífice. Ni el autor asegura al texto un significado definitivo —¿acaso la certeza de saber que Cervantes es el autor del Quijote nos asegura otros significados definitivos sobre esta obra?—, ni nadie, por muy lector modélico que sea, o pretenda serlo, tiene las llaves que cierran la hermenéutica de la interpretación literaria —¿o acaso Barthes nos ha dejado algún comentario de texto que no pueda ser superado en el futuro por nuevos intérpretes del mismo hecho literario?—. Afirmar, como aquí hace Barthes, que el crítico tradicional dota al texto de un autor y clausura así toda interpretación posible es hacer acrobacias con la metáfora de que «el autor ha muerto» para acabar perdiendo el equilibrio de la forma más ignominiosa. Nadie puede imponer a un texto un autor impunemente —acaso sólo Rosa Navarro (2003) lo ha logrado de forma definitiva con el Lazarillo—, pues es el texto mismo la construcción operatoria de un autor, y eso es lo único innegable. Lo demás son licencias poéticas y figuras retóricas. ¿A quién enviaba la editorial del señor Barthes el porcentaje correspondiente a las ventas de sus libros?

A medida que nos acercamos al final de su artículo, el despliegue de metáforas fraudulentas alcanza en Barthes límites delirantes:


Esta concepción le viene muy bien a la crítica, que entonces pretende dedicarse a la importante tarea de descubrir al Autor (o a sus hipóstasis: la sociedad, la historia, la psique, la libertad) bajo la obra: una vez hallado el Autor, el texto se «explica», el crítico ha alcanzado la victoria; así pues, no hay nada asombroso en el hecho de que, históricamente, el imperio del Autor haya sido también el del Crítico, ni tampoco en el hecho de que la crítica (por nueva que sea) caiga desmantelada a la vez que el Autor. En la escritura múltiple, efectivamente, todo está por desenredar, pero nada por descifrar; puede seguirse la estructura, se la puede perseguir (como un punto de media que se corre) en todos sus nudos y todos sus niveles, pero no hay un fondo; el espacio de la escritura ha de recorrerse, no puede atravesarse; la escritura instaura sentido sin cesar, pero siempre acaba por evaporarlo: procede a una exención sistemática del sentido. Por eso mismo, la literatura (sería mejor decir la escritura, de ahora en adelante), al rehusar la asignación al texto (y al mundo como texto) de un «secreto», es decir, un sentido último, se entrega a una actividad que se podría llamar contrateológica, revolucionaria en sentido propio, pues rehusar la detención del sentido, es, en definitiva, rechazar a Dios y a sus hipóstasis, la razón, la ciencia, la ley (Barthes, 1968/1987: 70).


Francamente, es difícil leer algo más nefasto. ¿Qué quiere decir que «el espacio de la escritura ha de recorrerse», pero que «no puede atravesarse»? ¿Qué quiere decir eso de que «la escritura instaura sentido sin cesar», pero que siempre «lo evapora»? ¿Qué quiere decir que la escritura ejecuta una «exención sistemática del sentido»? Sinceramente, no sé de qué se está hablando. Barthes habla de la «escritura» como si esta fuera un ser humano en estado gaseoso o hecho de éter, pero aun así dotado de conciencia, e incluso de cabeza, tronco o extremidades. Pura mística. Si la «escritura» de la que habla Barthes existiera, sin duda sería un fantasma muy atractivo. Nada más absurdo, salvo la relación de identidad entre escritura y literatura —superación de todo disparate posible—, como si dos realidades tan diferentes pudieran hacerse mutuamente solubles, indistintas, únicas. Sólo una mente miope, acrítica y acientífica puede establecer una relación de identidad tan burda y tan grosera. Es como decir que todos los elementos químicos que constituyen la tabla periódica de los elementos son el mismo elemento químico. Una afirmación así permite escribir un cuento al estilo de Borges, pero no interpretar  la autopsia de un cuerpo muerto ni ejercer la medicina forense, por ejemplo. Por otro lado, es evidente que reconocer la existencia inderogable del autor no equivale en modo alguno a privilegiar su presencia —ni la de sus supuestas hipóstasis— frente al texto. Se trata solamente de saber que el texto es una construcción humana, y que el hombre es un sujeto implantado siempre en una situación política, geográfica, cultural, lingüística, religiosa, social, etc., que resulta determinante. Si se despoja al ser humano de estas características, lo que queda es un referente irreal y, esta vez sí, teológico. Barthes acaba cayendo en la misma metafísica que condena, en la misma teología de la que pretende huir. Barthes hace teología de la escritura —su concepto de escritura es absolutamente metafísico—, al considerar el texto como una obra que emana de un ser sin historia, sin cultura, sin idiolecto, sin contexto, sin voz original ni personalidad definida... Barthes convierte al texto en una Biblia infinita, al autor en un ángel caído y a sí mismo en el sumo sacerdote de una nueva teología de la literatura, que en la práctica no será otra cosa que una tropología de la escritura.

Y para terminar, no nos perdamos su extraordinaria idea de lo que es el lector:


La unidad del texto no está en su origen, sino en su destino, pero este destino ya no puede seguir siendo personal: el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología; él es tan sólo ese alguien que mantiene reunidas en un mismo campo todas las huellas que constituyen el escrito […]. El nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor (Barthes, 1968/1987: 71).


Resulta que la interpretación literaria no es personal. No contento con eliminar al autor, elimina ahora al lector, ya que lo dota de unas características tan irreales, teológicas y metafísicas, que no creo que haya en este mundo terrenal y humano nadie que reúna los requisitos necesarios para ser un «lector» a gusto de Barthes: «el lector es un hombre sin historia, sin biografía, sin psicología». Confieso que no conozco a un sólo ser humano que, habiendo aprendido a leer, carezca de historia, de biografía o de psicología. Si la muerte del autor se salda con el nacimiento de un lector así, es evidente que estamos ante un aborto absoluto.

¿Qué nos queda tras las tesis de Barthes? Un texto escrito por un ser no humano (lo cual es inconcebible) y de existencia dudosa, destinado a un lector igualmente a-humano (lo cual es imposible, a menos que Barthes piense en criaturas extraterrestres de genealogía extrahumana) y de existencia no menos dudosa, que sin embargo se inserta en una tradición literaria —implicada en ese concepto psicologista y metafísico de «escritura»—, puesto que el autor nunca trabaja con material inédito. En conclusión, se trata de una tesis cuya inconsecuencia es manifiesta desde cualquier punto de vista racional. Los argumentos de Barthes redundan en contra de sí mismos, y su reducción al absurdo es evidente. Barthes no posee aquí ningún tipo de rigor conceptual, inmerso en un acrobático exhibicionismo de vocabulario metafísico y teológico. Precisamente de aquel que dice querer desprenderse y condenar. Muy bien, pues esta fue, y aún es, la teoría literaria que se imparte en las universidades occidentales, con el aplauso y la complacencia de generaciones de profesores y estudiantes.

A diferencia de Barthes, quien anuncia «la muerte del autor», y lo exhibe —cual lección de anatomía— como un cadáver, Foucault lo recupera. Pero lo recupera para embalsamarlo, no para rehabilitarlo, es decir, se sirve de él para formalizarlo al antojo de su ideología, y convertirlo en una propiedad del discurso. El discurso es aquí, naturalmente, la escritura, esto es, cualquier cosa expresable gráficamente. Nunca, desde los tiempos del Romanticismo, el autor ha sido un espíritu tan puro, etéreo e irreal. El concepto que Foucault sostiene de autor es por completo fantasmagórico, desde el momento en que tal autor no existe en el mundo real ni físico (M1), y por entero psicologista (M2), ya que carece de toda posibilidad de conceptualizarse lógicamente (M3).

Foucault hace todo lo posible por evitar un encuentro real con el autor. Y lo consigue, naturalmente. Lo consigue renunciado a interpretar la realidad de la literatura y la verdad de la existencia humana. Foucault no sólo ignora la palabra «artífice», sino que confunde irracionalmente autoría indiscriminada con autoría acrítica y con autoría arbitraria, en un limbo metafísico desde el que parece describir un mundo cuya realidad efectiva desconoce por completo. Me pregunto en qué mundo ha vivido Foucault. Sin duda en un mundo interpretado imaginariamente, psicológicamente, ideológicamente, retóricamente, pero nunca en términos lógicos, ni científicos, ni materialistas. Foucault codificó el mundo a través de una retórica por completo fraudulenta. Y lo que nos ha dejado ha sido una metáfora, y no precisamente blanca, como hubiera deseado Derrida: nos ha dejado una metáfora psicologista, que carece de puntos de apoyo en el mundo real y efectivamente existente. Y quien lo dude, que lea[17]:


El nombre del autor no pertenece al estado civil de un hombre, ni pertenece a la ficción de la obra; se sitúa en la ruptura que da lugar a una serie de discursos y a su particular modo de existencia. En consecuencia, podemos decir que en una civilización como la nuestra hay una serie de discursos que están dotados de una función autorial, mientras que otros están desprovistos de ella. Una carta personal bien puede tener una firma, pero no tiene un autor; un contrato bien puede tener a alguien que garantiza su verdad, pero no tiene autor. Un texto anónimo que leemos en la fachada de una calle habrá tenido un redactor, pero no tiene autor. La función autorial es, pues, característica de un modo de existencia, de circulación y de funcionamiento de determinados discursos en el seno de una sociedad.


Este fragmento debe figurar en la historia de la teología literaria como aquel que mejor define el nihilismo mágico: el autor no existe, por obra y gracia de las palabras de Foucault. Las cartas tienen firma, pero no autor; las actas notariales y otros documentos públicos tienen testigos, testaferros o albaceas, pero no autores; los anuncios públicos y los mensajes publicitarios tienen redactores, pero no autores. Dicho de otro modo: la literatura y los géneros epistolares nacen de la nada; las notarías y ministerios de Justicia de un Estado, así como sus Constituciones legales y ordenamientos jurídicos, son de autoría extraterrestre o inspiración divina; y los publicistas y las agencias de publicidad nada tienen que ver en el diseño, autoría y artificio que da lugar, con frecuencia tras interminables jornadas laborales, a los anuncios públicos que innumerables consumidores de todo el mundo leemos por doquier. Al señor Foucault sólo le resta decir —en 1969— que la redacción de los periódicos no tiene periodistas, sino máquinas de escribir. Vamos camino del medio siglo de las metafóricas palabras de Foucault, y ni la informática más avanzada ha logrado hacer al autor soluble en el plasma los más modernos ordenadores.

De todas las formas de discurso, la ideología es la que menos exige el concurso de la inteligencia. La ciencia y la filosofía crítica son, por su parte, las que más lo requieren. Foucault apenas ha escrito nada que no haya ido destinado a lectores de metáforas ideológicas. El autor es insoluble en la escritura. Y no hay tropología que acabe con él.

Sostener, como sostiene Foucault, que el autor es una función textual, una propiedad de la escritura, una psicología procedente de formas infinitas, es como trazar el radio de una circunferencia no menos infinita. Es algo tan absurdo como pretender que la gallina se convierta en huevo, es decir, más expresivamente, reducir el concepto de autor al concepto de escritura equivaldría a la pretensión de diseñar un huevo a partir exclusivamente del plumaje de una gallina. Está claro: para Foucault, el autor, o es texto, o no existe. Pues no, porque el autor rebasa toda posibilidad de ser textualizado, y eso incluso cuando desde la posmodernidad se sostenga un concepto de texto equivalente a la superficie de una circunferencia de radio infinito. Si el señor Foucault, en lugar de disolver y destruir —renunciando a ellas— las relaciones que unen y explican a los textos y a las personas se hubiera dedicado a estudiarlas y a discutirlas, quizás nos habría sido de alguna utilidad, aportando posibles soluciones a los problemas que se nos plantean. Pero las metáforas no explican ni resuelven nada. Todo lo contrario: son tropos que exigen, ellos mismos, explicaciones constantes. Y menos aún explican las metáforas fraudulentas, esas cuyos términos y relaciones no existen en ninguna parte del mundo físico y real. Todavía en su Arqueología del saber Foucault perdía la razón con estas palabras:


Más de uno, como yo sin duda, escribe para carecer de rostro. No me pregunte quién soy ni me pida que permanezca inalterable: eso es una moral de estado civil; regula nuestros documentos de identidad. Que nos deje libres cuando se trata de escribir[18].


Me pregunto simplemente si hay alguna moral no civil. Sí, la hay. La religiosa. Y la militar. ¿Son esas las formas morales que ansía Foucault? Pues que le aprovechen. Yo me quedo con la civil. Me quedo con el Estado. Siempre ha sido más difícil construir un Estado, y contribuir a organizarlo mejor cada día, que a destruirlo en nombre de un idealismo ácrata e imposible. Propugnar la destrucción o la disolución del Estado, es decir, el exterminio de una sociedad humana políticamente organizada, siempre ha sido lo más fácil de propugnar para mentes simples y charlatanes que nunca han contribuido ni a la construcción ni a la defensa del Estado que los ha hecho posibles.


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NOTAS

[1] «Las opiniones de Barthes, a pesar de la vehemente novedad que parecen expresar, apenas difieren del historicismo o del sociologismo más obtuso» (López, 1993: 46-47).

[2] Cfr. F. Nietzsche, Die fröhliche Wissenschaft [1882, 18872], en Sämtliche Werke, III, München · Berlin, Deutscher Taschenbuch Verlag · Gruyter, 1988, págs. 482-483: «Habt ihr nicht von jenem tollen Menschen gehört, der am hellen Vormittage eine Laterne anzündete, auf den Markt lief und unaufhörlich schrie: „Ich suche Gott! Ich suche Gott!“ —Da dort gerade Viele von Denen zusammen standen, welche nicht an Gott glaubten, so erregte er ein grosses Gelächter. Ist er denn verloren gegangen? sagte der Eine. Hat er sich verlaufen wie ein Kind? sagte der Andere. Oder hält er sich versteckt? Fürchtet er sich vor uns? Ist er zu Schiff gegangen? ausgewandert? —so schrieen und lachten sie durcheinander. Der tolle Mensch sprang mitten unter sie und durchbohrte sie mit seinen Blicken. „Wohin ist Gott?“ rief er, „ich will es euch sagen! Wir haben ihn getödtet, —ihr und ich! Wir Alle sind seine Mörder! Aber wie haben wir diess gemacht? Wie vermochten wir das Meer auszutrinken? Wer gab uns den Schwamm, um den ganzen Horizont wegzuwischen? Was thaten wir, als wir diese Erde von ihrer Sonne losketteten? Wohin bewegt sie sich nun? Wohin bewegen wir uns? Fort von allen Sonnen? Stürzen wir nicht fortwährend? Und rückwärts seitwärts, vorwärts, nach allen Seiten? Giebt es noch ein Oben und ein Unten? Irren wir nicht wie durch ein unendliches Nichts? Haucht uns nicht der leere Raum an? Ist es nicht kälter geworden? Kommt nicht immerfort die Nacht und mehr Nacht? Müssen nicht Laternen am Vormittage angezündet werden? Hören wir noch Nichts von dem Lärm der Todtengräber, welche Gott begraben? Riechen wir noch Nichts von der göttlichen Verwesung? —auch Gotter verwesen! Gott ist todt! Gott bleibt todt! Und wir haben ihn getödtet!“ […] „Was sind denn diese Kirchen noch, wenn sie nicht die Grüfte und Grabmäler Gottes sind?“».

[3] Vid. a este respecto «Ciencia y psicoanálisis» (Madrid Casado, 2013) y Julen Robledo (2015).

[4] «But I believe that the critical writings, of which in the past there have been some very distinguished examples, owe a great deal of their interest to the fact that the poet, at the back of his mind, if not as his ostensible purpose, is always trying to defend the kind of poetry he is writing, or to formulate the kind that he wants to write» (Eliot, 1957/1979: 26).

[5] «When the two gases previously mentioned are mixed in the presence of a filament of platinum, they form sulphurous acid. This combination takes place only if the platinum is present; nevertheless the newly formed acid contains no trace of platinum, and the platinum itself is apparently unaffected: has remained inert, neutral and unchanged. The mind of the poet is the shred of platinum. It may partly or exclusively operate upon the experience of the man himself; but, the more perfect the artist, the more completely separate in him will be the man who suffers and the mind which creates; the more perfectly will the mind digest and transmute the passions which are its material» (Eliot, 1932/1986: 18).

[6] «An here is the point I would support: that all literature tends towards a condition of anonymity, and that, so far as words are creative, a signature merely distracts us from their true significance» (Forster, 1951/1972: 81).

[7] «While the author wrote he forgot his name; while we read him we forget both his name and our own» (Forster, 1951/1972: 86).

[8] «Literature tries to be unsigned» (Forster, 1951/1972: 83).

[9] Fue proverbial el caso de una profesora —cuyo nombre, por decoro, no cito aquí—, que, en un poco lucido coloquio cervantino, emocionada con la metafísica de la teoría literaria posmoderna, negaba leer a Cervantes cuando leía el Quijote, a la vez que creía «sin dudas» leer al propio Foucault cuando leía el Lazarillo. Al parecer, la insigne estudiosa había leído recientemente el trabajo de Michel Foucault sobre «Qu’est-ce qu’un auteur?» (1969). A los sofistas, como a los encantadores de serpientes, conviene no sólo mirarlos con atención, sino, sobre todo, leerlos usando la razón.

[1o] «The poem is not the critic’s own and not the author’s (it is detached from the author at birth and goes about the world beyond his power to intend about or control it). The poem belongs to the public. It is embodied in language, the peculiar possession of the public, and it is about the human being, an object of public knowledge» (Wimsatt y Beardsley, 1954/1970: 5).

[11] «La pregunta que siempre quiero plantear a los críticos que desestiman la intención del autor como la norma que les guía se podría convertir en el precepto categórico o sencillamente en la regla de oro. Quiero preguntarles lo siguiente: ‘Cuando escribes un ensayo crítico, ¿quieres que haga caso omiso de tu intención y tu sentido original? ¿Por qué me dices ‘Eso no es, en absoluto, lo que quería decir; no es eso, en absoluto’? ¿Por qué me pides que respete la ética del lenguaje de tus escritos cuando tú no la respetas en los escritos de otros?’ No sorprendió que Barthes se molestase cuando sus intenciones fueron desvirtuadas por Picard. Pocos críticos dejan de mostrar su indignación moral cuando se desvirtúa su sentido en reseñas y otras interpretaciones de sus interpretaciones. Pero su susceptibilidad es a menudo de dirección única, y por ello muestran una inconsistencia que equivale a un criterio doble: uno para sus autores, otro para ellos mismos. Son como el granjero arrendatario cuya creencia en la redistribución de las propiedades de todos abarcaba la tierra, el dinero, los caballos, las gallinas y las vacas, pero, cuando se le preguntaba por los cerdos, decía: ¡Demonio!, sabéis que tengo un par de cerdos» (Hirsch, 1972/1997: 157-158).

[12] En este punto, estoy completamente de acuerdo con Dámaso López García: «El autor se elimina del horizonte de la atención crítica sencillamente porque la variedad y complejidad de las manifestaciones de un autor desbordan los planteamientos teóricos y prácticos de quienes ejercen la crítica […]. La mejor manera de resolver un problema es la de declarar que su solución no interesa para los fines que se persiguen y así se puede seguir siendo objetivo sin dificultad» (López, 1993: 147).

[13] Lástima que Foucault no haya reparado en este pasaje del Faust: «Was sich dem Nichts entgegenstellt, / Das Etwas, diese plumpe Welt, / So viel als ich schon unternommen, / Ich wußte nicht ihr beizukommen, / Mit Wellen, Stürmen, Schütteln, Brand— / Geruhig bleibt am Ende Meer und Land! / Und dem verdammten Zeug, der Tier- und Menschenbrut, / Dem ist nun gar nichts anzuhaben» (Goethe, 1808/1996: 48; parte I, vs. 1363-1370). Trad. esp. de José Roviralta (Madrid, Cátedra, 1991: 144): «Lo que se opone a la nada, ese algo, ese mundo grosero, por más que lo haya intentado yo, no he podido hacerle mella alguna con oleadas, tormentas, terremotos ni incendios; tranquilos quedan al fin mar y tierra. Y tocante a la maldita materia, semillero de animales y hombres, no hay medio absolutamente de dominarla».

[14] Como ha escrito Dámaso López (1993: 161), «las ideas de R. Barthes son siempre interesantes. Pero su valor demostrativo es inversamente proporcional a su brillo estilístico». Dicho a la llana, y con palabras significantes: Barthes, como retórico, es un sofista sobresaliente; como teórico de la literatura, una nulidad manifiesta.

[15] «Oí que había por Náucratis, en Egipto, uno de los antiguos dioses del lugar al que, por cierto, está consagrado el pájaro que llaman Ibis. El nombre de aquella divinidad era el de Theuth. Fue este quien, primero, descubrió el número y el cálculo, y, también, la geometría y la astronomía, y, además, el juego de damas y el de dados, y, sobre todo, las letras. Por aquel entonces, era rey de todo Egipto Thamus, que vivía en la gran ciudad de la parte alta del país, que los griegos llaman la Tebas egipcia, así como a Thamus llaman Ammón. A él vino Theuth, y le mostraba sus artes, diciéndole que debían ser entregadas al resto de los egipcios. Pero él le preguntó cuál era la utilidad que cada una tenía, y, conforme se las iba minuciosamente exponiendo, lo aprobaba o desaprobaba, según le pareciese bien o mal lo que decía. Muchas, según se cuenta, son las observaciones que, a favor o en contra de cada arte, hizo Thamus a Theuth, y tendríamos que disponer de muchas palabras para tratarlas todas. Pero, cuando llegaron a lo de las letras, dijo Theuth: «Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría». Pero él le dijo: «¡Oh artificiosísimo Theuth! A unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta para los que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quieres las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad». Así pues, el que piensa que al dejar un arte por escrito, y, desde la misma manera, el que lo recibe, deja algo claro y firme por el hecho de estar en letras, rebosa ingenuidad y, en realidad, desconoce la predicción de Ammón, creyendo que las palabras escritas son algo más, para el que las sabe, que un recordatorio de aquellas cosas sobre las que versa la escritura […]. Pero, eso sí, con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier, igual entre los entendidos que como entre aquellos a los que no les importa en absoluto, sin saber distinguir a quiénes conviene hablar y a quiénes no. Y si son maltratadas o vituperadas injustamente, necesitan siempre la ayuda del padre, ya que ellas solas no son capaces de defenderse ni de ayudarse a sí mismas» (Platón, Fedro, 274d-275b).

[16] Para Rolando Barthes, autor de metáforas fraudulentas, de afirmaciones asistemáticas y de variada fraseología arbitraria, todo está conectado con todo y simultáneamente nada está relacionado con nada. Insisto en que Barthes rompe arbitrariamente toda symploké. Tiene razón López cuando afirma, frente a don Rolando, que «la obra literaria mantiene relaciones no sólo con la biografía del autor, también las mantiene con el estado de la lengua que exhibe, con la idea de literatura que prevalece el momento de su escritura y con la sociedad en la que nace. Oscurecer alguna de esas relaciones equivale a privar a la obra literaria de una de sus dimensiones» (López, 1993: 127).

[17] «Le nom d’auteur n’est pas situé dans l’état civil des hommes, il n’est pas non plus situé dans la fiction de l’oeuvre, il est situé dans la rupture qui instaure un certain groupe de discours et son mode d’être singulier. On pourrait dire, par conséquent, qu’il y a dans une civilisation comme la nôtre un certain nombre de discours qui son pourvus de la fonction «auteur», tandis que d’autres en sont dépourvus. Une lettre privée peut bien avoir un signataire, elle n’a pas d’auteur; un contrat peut bien avoir un garant, il n’a pas d’auteur. Un texte anonyme que l’on die dans la rue sur un mur aura un rédacteur, il n’aura pas un auteur. La fonction auteur est donc caractéristique du mode d’existence, de circulation et de fonctionnement de certains discours à l’intérieur d’une société» (Foucault, 1969: 798).

[18] «Plus d’un, comme moi sans doute, écrivent pour n’avoir plus de visage. Ne me demandez pas qui je suis et ne me dites pas de rester le même: c’est une morale d’état-civil; elle régit nos papiers. Qu’elle nous laisse libres quand il s’agit d’écrire» (Foucault, 1969a: 28).






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «El autor desde la teología literaria destructivista o nihilista. La falacia posmoderna», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (III, 4.1.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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