IV, 4.30 - Morfología de la expresión dialógica en el discurso lírico de Jaime Gil de Biedma y Guillermo Carnero

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Morfología de la expresión dialógica en el discurso lírico de Jaime Gil de Biedma y Guillermo Carnero


Referencia IV, 4.30

 

Biedma y Carnero, poetas

La pragmática literaria, esto es, el estudio de los factores textuales ―tanto inmanentes como trascendentes a la escritura― que determinan las condiciones comunicativas de la enunciación del discurso (sea narrativo, lírico o dramático), así  como sus condiciones comunicativas de recepción e interpretación, y la actuación posible del enunciatario sobre el enunciador, se sitúan, en lo que se refiere al poema lírico, en el objeto de investigación más inmediato para algunas de las teorías literarias de finales del siglo XX.

Las poéticas textuales, en que han desembocado la teoría generativa y buena parte de la tradición formalista eslava (especialmente la Escuela de Tartu, cuyos representantes integraron en un corpus teórico coherente las investigaciones sociológicas sobre la ideología con las contribuciones procedentes de la semiótica), y cuya aportación acaso más decisiva haya sido la de competencia literaria (Bierwisch, 1965; Dijk, 1972) como específica capacidad humana que posibilita tanto la producción de estructuras poéticas (expresión) como la comprensión de sus efectos (recepción), han canalizado sus principales ideas hacia una pragmática de la comunicación literaria (Mignolo, 1978), decidiendo así el fracaso del estudio del lenguaje literario como una verbalidad específicamente textual (estructuralismo), al margen del uso o función que puede adquirir en una interacción social.

La pragmática de la literatura, en tanto que parte de la semiótica textual literaria encargada de definir la comunicación literaria como tipo específico de comunicación entre un emisor y un receptor, es heredera de la pragmática lingüística (Morris, 1946; Bobes, 1973: 11-81; Peirce, 1987), que estudia las relaciones mantenidas por el emisor, receptor, contexto y signo en la comunicación. Por su parte, durante los años setenta, T. A. van Dijk y su escuela (1977, 1979) interpretaron esta parte de la semiología como una teoría de los contextos, a la vez que, por los mismos años, Austin (1962), Searle (1964-1975), y Chatman (1971), hacían lo propio tratando de dilucidar si la literatura era o no una acción lingüística especial, poseedora de rasgos ilocutivos específicos, tendencia esta última muy debatida durante largo tiempo (Pratt, 1977; Martínez Bonati, 1981; Lázaro Carreter, 1983).

Desde nuestro punto de vista, estimamos que tales corrientes metodológicas, representativas de las ideas rectoras que han conducido las investigaciones de la pragmática literaria durante los últimos años, no han prestado atención suficiente a dos aspectos que presumimos cardinales en el futuro inmediato de los estudios literarios en relación con su estatuto comunicativo.

Tales son, de un lado, la necesidad de esclarecer los problemas que plantea la descripción analítica de la pragmática de la comunicación inmanente en los textos literarios, es decir, aquella o aquellas situaciones comunicativas textualizadas en un discurso literario, realizadas en la inmanencia misma de la obra, y con un grado de amplitud y abstracción que, al condicionar singularmente la posición de los interlocutores, es necesario estudiar y objetivar bajo las exigencias particulares de cada inmanencia discursiva. Si desde 1961 se contaba con la noción, tan ficticia y estructuralista, de autor implícito, introducida por Booth, sólo bastantes años después se ha llegado a diseñar, con seguridad bastante relativa ―y pensados casi exclusivamente para la novela― unos esquemas referentes a la comunicación inmanente de los textos literarios que reprodujeron Pozuelo (1978) y Díaz Arenas (1986, 1988)―, y que, desde congresos y publicaciones apabullantes, han inducido a acusadas controversias, no sólo debidas a la pluralidad y expansión de las teorías literarias requeteestructuralistas, sino a algo que nos parece de más accesible solución, cual es la necesidad de replantearse, desde una perspectiva más actual y madura, los problemas relativos a una pragmática inmanente de la comunicación literaria (Albaladejo, 1982; Coste, 1986; Posner, 1986; Pozuelo, 1988: 213-225; Villanueva, 1988; Lázaro Carreter, 1990), que continúan siendo los problemas ligados a una expansión del esquema general de la comunicación literaria autor-obra-lector. Un esquema jakobsoniano que ignora la transducción literaria, y que ha sido el laberinto teoreticista de los profesores antemencionados en el último paréntesis.

De otro lado, resulta imposible prescindir del discurso lírico a la hora de escribir y explicar los rasgos característicos de la pragmática de la comunicación literaria. La configuración de un código específico (lenguaje del poema) (Guillén, 1961: 7-8; Paz, 1990: 71), y la asignación al discurso lírico de un estatuto no menos particular, que, subyacente en la inmanencia textual, no sólo puede instituir un enunciador de extraordinarias capacidad locutivas, sino que además prefigura las principales reacciones de un receptor o enunciatario intradiscursivo, cuyas virtualidades no son menos sorprendentes que las de su interlocutor, nos exige la explicación de aquellos rasgos de carácter pragmático que aíslas al discurso lírico como modalidad específica del lenguaje. Las contribuciones de Levin en 1976 se han citado con frecuencia como pioneras en este terreno, que amén de autores como Schwarze (1979), y otros que hemos citado más arriba, presentan todavía escasos seguidores. Tal como ha escrito Culler (1975: 268), «los estructuralistas han trabajado relativamente poco con la poesía […], no ha habido intento alguno de presentar una descripción sistemática de las operaciones de lectura ni de las presuntas convenciones de la lírica». Culler apela a su propio pecado.

En consecuencia, a continuación, trataremos de explicar y describir la morfología de la expresión dialógica en el discurso lírico de Jaime Gil de Biedma (1990) y Guillermo Carnero (1983), cuyo diseño textual y formal confiere a los poemas de tales autores unas propiedades dialógicas, ya específicas de cada uno de los poetas en particular, ya sintetizables como un modelo formal de intertextualidad (Genette, 1962; Kristeva, 1966, 1967; Riffaterre, 1979; Guillén, 1985: 309-327; Fernández Cardo, 1986) o expresión literaria compartida; lo que nos proponemos es estudiar, sobre un corpus poético suficientemente representativo de las trayectorias de Biedma y Carnero, algunas de las situaciones comunicativas que son inherentes, esto es, que se encuentran textualizadas, en tales poemas.

En todo poema existe siempre un sujeto de la enunciación que desde la primera persona es quien habla, al reproducir ―bajo la modalidad discursiva que él mismo dispone― la representación enunciativa de un acto imaginario de lenguaje, como es el poema (Levin, 1976; Smith, 1971; Stierle, 1977). En esta instancia del discurso lírico, a la que denominaremos sujeto poético de la enunciación, reconocemos amplias competencias para la expresión de la materia poética. Del mismo modo que el narrador, dentro de las exigencias de la diégesis narrativa, opera en la novela con suma libertad para manipular espacios, tiempos, lenguaje, personajes, relaciones semánticas diversas, funciones, etc., hasta confeccionar un discurso de expresión literaria cuyas posibilidades parecen inagotables, el sujeto poético, desde la inmanencia del poema lírico, goza de poder suficiente para distribuir a su propósito la materia poética, promocionada desde su competencia estética y comprometida, a su vez, con las exigencias métricas y formales que son inherentes a toda expresión poética.

Desde la perspectiva de una pragmática de la comunicación interior del poema lírico, cabe, inicialmente, preguntarse ¿cómo se sabe quién es el sujeto de la enunciación? Incuestionablemente, se trata de la persona que habla, es decir, de aquella instancia enunciativa que al situarse en el centro de las reflexiones egocéntricas se convierte, a su vez, en el centro del proceso comunicativo de todas las referencias (personales, temporales y espaciales) de su discurso poético. No obstante, tales características no son específicas de la poesía, sino de todo sujeto hablante, cualquiera que sea el género literario en que se manifieste su expresión. Sucede, pues, que mientras en la novela y en el drama el sujeto de la enunciación puede ser personalizado, de modo más o menos preciso, tras cotejar lo que a lo largo del discurso literario se dice de él (intervenciones del narrador, juicios de los demás personajes, reflexiones del propio sujeto...), en el poema, los indicadores textuales de primera persona apenas reciben predicados semánticos que permitan una satisfactoria identificación. El sujeto de la enunciación poética, o yo poético, se instituye con frecuencia de un modo abstracto y autosuficiente, desposeído de predicados semánticos inmediatos y carente de otras referencias textuales que no sean las imprescindibles para constituirse como sujeto poético invariable de su propia enunciación, y en centro de aquellas referencias egocéntricas expresadas en el poema. El estructuralismo denominó simplemente «impersonalidad» a tal abstinencia de predicados semánticos sobre el sujeto poético del discurso lírico.

A propósito de la impersonalidad de cierta poesía, de la que nos hemos ocupado con más detalle en otro lugar (Maestro, 1994), diremos tan sólo que, en algunos textos líricos, el sujeto poético bien puede ser depositario de rasos intensivos que nos permitan reconocer en él desde la imagen de un amante desdeñado hasta las características más personales ―en el texto del poema― de su autor real, bien puede presentarse absolutamente desposeído en la textualidad lírica de sus circunstancias vitales más inmediatas, hasta ofrecer una visión de sí mismo de tipo esencial. La inquietud poetizada, textualizada en el poema lírico, a pesar de tratarse de un conflicto psicológico y frecuentemente individual, se plantea desde un punto de vista esencial, en el sentido de que el sujeto poético (sujeto de la enunciación poética) no se manifiesta como un yo empírico y existencial, sino que, sobre los efectos estéticos de una instancia poética abstracta, e insuficiente en sí misma para su identificación desde la sola inmanencia textual, se presenta como una entidad humana de apariencia esencial y universalista, cuya conducta, sentimientos vitales o estado de ánimo pueden ser representativos de cualquier hombre.

Esta última circunstancia es la que se da, por ejemplo, en poemas de Gil de Biedma como los titulados «Recuerda», «Canción para ese día», «No volveré a ser joven»..., o en otros de Carnero como «Investigación de una doble metonimia» y «Castilla». Detengámonos en el poema «Recuerda» de Biedma.

 

Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar...
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.

 

El autor se sirve en este caso de los pronombres personales yo y ―el título, «Recuerda», en imperativo, postula morfológicamente un sujeto en segunda persona (Alarcos, 1961)― para referirse, desde la inmanencia textual, a dos personalidades que el lector conoce merced a un marco de referencias extraliterario que le permite identificarlas. En efecto, sabemos que el autor real del poema es Gil de Biedma, y que su destinatario inmanente, recipendiario del imperativo que da título al texto lírico, puede ser tal vez el mismo autor ―en cuyo caso hablaríamos de desdoblamiento textual del yo en el discurso lírico ―, o tal vez el posible lector. Sin embargo, ¿qué sucedería si este poema no se leyese desde el punto de vista del conocimiento que tenemos de su autor, o a la luz del contexto biográfico o sociológico al que ningún poeta es ajeno? Si estudiamos los valores intensivos de las formas yo y , observamos que se reducen a una sola nota, tan decisiva en sí misma que excluye otras cualesquiera sobre género, relación o cualidad.

 

1) Yo: sujeto poético de la enunciación lírica.

2) Tú: destinatario inmanente de la enunciación lírica.

 

Las circunstancias temáticas y referenciales del poema no pueden expresarse en términos más esenciales, más distantes de cualquier episodio puntual del vivir humano: el tema del tiempo, que precipita ininterrumpidamente al hombre más allá de sí mismo, hasta la meta final, «un trasfondo / de sima...» El propio Gil de Biedma lo ha dicho, como se nos ha recordado recientemente: «En mi poesía no hay más que dos temas: el paso del tiempo y yo» (Campbell, 1971: 249). La esencialidad prima así, en muchos poemas, sobre lo existencial particular, más próximo a lo que Dionisio Cañas (1990: 16) denominó «campo de fabulación temporalista», que a lo que se ha dado en llamar ―y no desacertadamente― «lucidez realista a veces elegíaca» de este poeta (Mangini, 1976; Masoliver Ródenas, 1976).

Tomando al sujeto poético, diremos que esta instancia del discurso lírico, como realidad inderogable que posibilita la comunicación poética desde la estética de la producción, es responsable de la retórica de la lírica, es decir, de la manipulación de su expresividad, de la contracción armónica de la que es susceptible el soporte material y acústico de la palabra poética, del poder desautomatizador de la poesía respecto a las capacidades más comunes de construcción significativa del lenguaje, de su modulación lírica en el fundamento de la poiesis artística, etc. El sujeto poético posee poder suficiente para elegir aquella modalidad discursiva que le resulte más adecuada a la actividad expresiva que pretende comunicar, puede incluso desaparecer textualmente para ceder ―de la forma en que lo desee― la palabra a otras instancias poéticas, y, por supuesto, gobierna, desde las posibilidades de su propia competencia estética, las propiedades específicas de los textos poéticos, la semántica del texto (su articulación temática, estructura, símbolos, motivos, isotopías, palabras testigo, figuras de pensamiento...), de gramática del texto, si sintaxis (elipsis, hipérbaton, estilo nominal, yuxtaposición, parataxis, hipotaxis...), su morfología, grafías, figuras de dicción...), la ejecución artificiosa, en suma, de los diversos procedimientos del lenguaje en que debe culminar todo la estética de la comunicación lírica.

El sujeto poético no es, sin embargo, la única instancia poética objetivable en la pragmática del discurso lírico. Si admitimos, con García Berrio (1987: 178-179), la obviedad aristotélica de que la actividad expresiva de la semántica artística clásica corresponde estrictamente al entendimiento etimológico y fundacional de la poesía como proceso mimético (poiein: hacer, construir), la mímesis se concibe entonces como una actividad capaz de construir modelos de mundos, es decir, ficciones críticas, ni siquiera literarias, que sirven ante todo los teóricos de la literatura para hablar de lo que ignoran simulando decir algo nuevo y distinto, como alternativa a la realidad.

Consideramos, paralelamente, que el sujeto poético no siempre distribuye del mismo modo los objetos de su poesía, ni opera, sobre la forma de la expresión lírica, con iguales recursos y artificios. Se hace entonces necesaria, desde una pragmática del discurso lírico, la discriminación analítica de las siguientes entidades:

1) Sujeto de la enunciación (yo): Únicamente puede identificarse con la primera persona, que, por supuesto, está presente siempre ―de modo explícito o latente― en todo discurso poético enunciado.

2) Destinatario inmanente de la enunciación (tú): Únicamente puede identificarse con la segunda persona. No siempre está presente en la textualidad del discurso poético, e incluso, de estarlo, puede, bien intervenir de modo directo, asumiendo temporalmente la primera persona ―en cuyo caso recibe el nombre de interlocutario―, bien no intervenir nunca, y actuar como un «yo» virtual que condiciona la actividad y la expresión del emisor ―en cuyo caso recibe el nombre de sujeto interior―. En el primer caso, el destinatario inmanente de la enunciación poética es interlocutario de un diálogo textualizado en el discurso lírico; en el segundo caso, el , destinatario, por igual, inmanente en la enunciación lírica, es el sujeto interior de un dialogismo textualizado en el poema.

3) El sujeto del enunciado: Nos referimos aquí al sujeto gramatical del enunciado, que puede ser la primera, la segunda o la tercera persona. No tiene por qué estar vinculado necesariamente al sujeto de la enunciación. Observemos los versos iniciales del poema «Paestrum», del libro de Carnero Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère (1974).


 

Los dioses nos observan desde la geometría
que es su imagen.
Sus templos no temen a la luz,
sino que en ella erigen el fulgor
de su blancura: columnatas
patentes contra el cielo y su resplandor límpido.
Existen en la luz.

 

En los dos versos iniciales, los dioses constituyen el sujeto gramatical del enunciado poético, mientras que en los tres versos siguientes lo son sus templos, y, acaso finalmente, podría afirmarse de nuevo que, quienes «existen en la luz», son supuestamente los mismos dioses antemencionados.

Entre el sujeto (gramatical) del enunciado y el sujeto de la enunciación (yo hablante) es posible una relación de sincretismo, pero no como algo inexcusablemente necesario en el discurso lírico. De hecho, en el ejemplo que acabamos de proponer no se cumple tal relación. Sin embargo, en el poema «Recuerda», citado anteriormente, y que de nuevo nos resulta aquí esclarecedor, podemos observar cómo el sujeto de su enunciado está en sincretismo con el sujeto de su enunciación, es decir, con la primera persona que «dice» el poema, tal como ocurre en sus versos tres y siete, en que el enunciador del discurso lírico ―esto es, un Yo intratextual o depositario de las pertenencias textuales del autor real: Gil de Biedma― habla de sí mismo al textualizarse convencionalmente, en su propio discurso lírico, como sujeto gramatical de una de las oraciones del enunciado: «...ahondo / sueños en la memoria...»; «un remolino crece / que me arrastra sorbido hacia un trasfondo...» También es posible, y veremos ejemplos de ello, que el sujeto del enunciado poético se encuentre en sincretismo con el destinatario inmanente de la enunciación, esto es, con el , representativo de la segunda persona.

4) El objeto del enunciado. Designamos con esta expresión al objeto del que se habla en el enunciado, esto es, de quién / de qué habla el poema. Sobre el objeto del enunciado recae el contenido general del poema, sus denotata, y por ello es posible identificarlo, al preguntarse a quién (o a qué) corresponden la referencia y las implicaciones de los predicados semánticos que se dicen en el discurso lírico. El objeto del enunciado es el recipendiario intratextual de cuanto dice el poema. Puede estar representado por la primera, por la segunda o por la tercera persona, y su vinculación con el yo, el o el él, como referentes objetuales del contenido poético designados por las palabras del poema, determina, respectivamente, la naturaleza automimética, homomimética y heteromimética del discurso lírico.

Decimos que el sujeto poético es heteromimético cuando el objeto del enunciado es el él, es decir, cuando el contenido referencial intrapoético designa a una tercera persona. El sujeto poético, como instancia de enunciación, habla desde la primera persona (el yo poético), pero no está presente textualmente en el Enunciado del poema. Digamos que el sujeto poético habla desde sí mismo (desde el yo) a propósito de una tercera persona o realidad objetual (sobre el él). La ausencia textual del sujeto poético es la nota más características del siguiente soneto en que Carnero, invariablemente desde la tercera persona, se refiere a la pintura de «Piero della Francesca». El sujeto poético (yo) no sobrepasa los límites de la enunciación, de modo que en absoluto se explicita o penetra en el enunciado del poema.


Con qué acuidad su gestuario
pone en fuga la luz, la verticalidad,
la insulación de las figuras inadecúa el símbolo,
hace abstracción del aire, censura la flora,
sucumben los jinetes
al vértigo del tacto con su brillo.
No hay llaga, sangre, hiel: no son premisa.
Dormición de la sarga, crucifixión del lino;
última instancia del dolor celeste
angustia de la esfera, de los tronos de cono.
La geometría de los cuerpos
y la vaga insistencia de su enunciado único:
no hay hiel, la multitud
no es síntoma del mal, no es un signo del daño.


No creemos redundante recordar aquí, nuevamente, que él pertenece siempre al plano del enunciado; nunca será en la enunciación, ya que ni puede tomar la palabra ni está capacitado para convertirse en destinatario inmanente de aquélla. Al contrario que el yo y el , su presencia nunca excede los límites del discurso enunciado, y es lógico, pues, que con frecuencia, pueda constituirse fácilmente en objeto principal del mismo (Benveniste, 1966, 1974).

Decimos que el sujeto poético es homomimético cuando el objeto del enunciado del poema es el , es decir, cuando la segunda persona es designada como referencia dominante por los predicados del discurso lírico. El sujeto de la enunciación, como instancia poética invariable, habla siempre desde la primera persona, pero, en lugar de desaparecer del discurso enunciado como sucede en la heteromímesis, puede estar en sincretismo con el sujeto del enunciado del poema, y dirigir sus intervenciones a un destinatario inmanente de la enunciación, esto es, a una segunda persona, sobre la que, además, hace recaer la referencialidad del contenido poético.

El sujeto poético habla desde sí mismo (la primera persona, yo), pero lo hace a propósito de una segunda persona o realidad objetual (sobre el ) a la que hace pertenecer la inquietud poetizada. El sujeto poético se presenta textualmente en el enunciado con el objetivo primordial de implicar a una segunda persona en una relación directa con el contenido del discurso lírico. Fijémonos en el poema que, bajo el título de «Muere Eusebio», Gil de Biedma dedica al guarda que se ocupaba de la casa de la Nava de la Asunción, en Segovia, perteneciente a los padres del poeta.

 

Nos lo dijeron al volver a casa. Estabas
mirándonos, caído en la sillita del planchero,
con los ojos atónitos del que acaba de ver
la inexplicable proximidad de la muerte
 
y casi no se queja. Te ofrecimos
algunas vagas frases que hicieran compañía,
cualquier cosa, porque estabas ya solo
definitivamente. Cuánto hubiese querido
 
ser el mismo de entonces... Volveríamos
todos, corriente arriba, para darte
aunque fuera no más que una palabra
de humanidad, un poco de calor. ¡Si fuese
 
igual como las tardes y el Pinar
del Jinete, con humo y viento seco!
Cuando sólo entendíamos
la sonrisa adorable de tus dientes sucios
 
y tus manos deformes como pan
para nosotros, en mitad del mundo:
un mundo inexplicable lo mismo que tu muerte
―nuestra infancia en los años de la guerra civil.

 

Obsérvese que en estos versos se produce un sincretismo sobre la segunda persona (), la cual es objeto del enunciado y, además, destinatario inmanente de la enunciación. Eusebio se configura así, desde el verso inicial ―«estabas...» ―, y no desde el enunciado titular del poema, que lo sitúa en la tercera persona, como destinatario interior del discurso lírico, denotado inmanentemente por la segunda persona o , así como en el tema u objeto principal del enunciado: «Te ofrecimos / algunas vagas frases...», «estabas / mirándonos...», «para darte / aunque fuera no más que una palabra...», «tus dientes sucios / y tus manos deformes como pan...». Levin, en su artículo sobre «Le statut comunicatif du poéme lyrique» (1976), llamaba a este tipo de discursos textos apelativos, entendiendo por tales aquellos que serían organizados como apelaciones dirigidas a un destinatario, y cuyas características se aproximarían a las que Bühler (1934) delimitó en torno a la función apelativa (Apell o Auslösung) del lenguaje.

Finalmente, la automímesis del sujeto poético se manifiesta cuando el objeto del enunciado es el sujeto poético mismo de la enunciación. Es entonces cuando el yo, la primera persona, se convierte en denotatum del discurso lírico, en objeto inequívoco de su enunciado poético. El sujeto de la enunciación, quien habla siempre e invariablemente desde la primera persona, lo hace en esta ocasión a propósito de sí mismo, al instituirse como recipendiario inmanente de sus propios predicados.

Es evidente el sincretismo que se establece entre el sujeto de enunciación (quien habla: yo) y el objeto del enunciado (de quién se habla: yo). El sujeto poético, el yo hablante, convierte sus inquietudes, su propio mensaje poético, en denotata de la discursividad lírica. Aquí sí es posible hablar con propiedad de la reflexividad del discurso lírico, dado que la función reflexiva (Stierle, 1977: 341), en cierto modo inherente a todo discurso lírico (la poesía lírica discursiviza el texto de modo que el texto mismo llega a ser un elemento de su discurso), se proyecta resueltamente sobre el sujeto de la enunciación poética. Obsérvese en el siguiente poema de Gil de Biedma, el titulado «No volveré a ser joven», la identidad que el sujeto de la enunciación poética establece con su propio discurso; nótese que el grado de empatía entre sujeto poético y denotatum es en este poema mucho más acusado que en los ejemplos anteriormente aducidos. A este tipo de discurso, Levin lo denominaba texto egótico (1976), como consecuencia de la explicitud en el enunciado del sujeto de la enunciación, y por referencia a la llamada por Bühler (1934) función expresiva del lenguaje (Ausdruck).

 

Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
Dejar huella quería y marcharme entre aplausos
envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.
Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir, es el único argumento de la obra.

 

En estos doce versos es posible reconocer la presencia, ampliamente textualizada en el enunciado, del sujeto poético de la enunciación como instancia locutiva única objetivable en este discurso lírico. Sin relaciones dialógicas inmanentes de ningún tipo, ni otras referencias decisivas a terceras personas o realidades objetuales, todas las relaciones textuales giran en torno a los referentes pronominales de la primera persona yo. El discurso lírico es indudablemente automimético porque además de concentrar en el sujeto de la enunciación todas las referencias (personales, especiales, temporales, gramaticales...) del texto, y utilizar el lenguaje directo, el yo es precisamente el tema dominante de su discursividad.

Si tomamos el poema «Muere Eusebio», citado más arriba, observamos que, a diferencia de lo que sucede en «No volveré a ser joven», donde la presencia de la primera persona es única y absoluta, en el dedicado al guarda de la casa de sus padres, la primera persona gramatical, depositaria textual de las pertenencias discursivas del autor real, tras situarse en un plural que connota a toda la familia (nos lo dijeron, mirándonos, te ofrecimos, volveríamos todos, entendíamos...) comparte en el enunciado del poema un espacio menor que el ocupado por la segunda persona del singular (), vocativo poético que denota intratextualmente a Eusebio.

Podemos afirmar, pues, que, en este poema, además de la presencia textualizada del sujeto poético de la enunciación bajo formas gramaticales de primera persona del plural, sobresale ante cualquier otra referencia personal la postulación, también intratextual, de un destinatario inmanente de la enunciación poética. Tal destinatario, Eusebio, que no interviene directamente en el discurso lírico, aunque sí es mostrado textualmente por el sujeto poético de la enunciación, recibe el nombre de sujeto interior. En este poema, el destinatario inmanente de las palabras estabas, te ofrecimos, darte, tus manos, tus dientes..., es el sujeto interior, el yo virtual en el que el sujeto de la enunciación reconoce una posición lingüística idéntica a la suya propia y que, sin embargo, no opta por tomar la palabra y convertirse en interlocutor de un diálogo textualizado en el discurso lírico.

En nuestro propósito de describir operatoriamente las situaciones comunicativas textualizadas en los poemas de Gil de Biedma y Carnero, y de verificar las posibilidades expresivas de las diferentes voces en la organización textual de cada uno de estos discursos líricos, nos vemos obligados a referirnos brevemente a los conceptos de diálogo y dialogismo, como formas de comunicación interactiva particularmente definitorias de algunas de las relaciones intradiscursivas que podemos encontrar en abundantes textos líricos de la literatura universal. Adentrémonos, pues, en lo más decisivo de la pragmática inmanente de la comunicación lírica.

Podemos definir el diálogo como aquella forma de expresión, naturalmente dialógica, en la que dos o más sujetos alternan su actividad en la emisión y recepción de enunciados, es decir, en aquel proceso verbal interactivo cuyos valores como actos de palabras están fijados en todos sus aspectos ilocutivos y perlocutivos. Por otra parte, el dialogismo debe entenderse como aquel proceso de comunicación en el que todos los sistemas de signos (convencionales o no) que crean sentido en el conjunto de la obra, son interpretados por un receptor. El dialogismo general de la comunicación sémica exige, de un lado, la existencia de dos sujetos (emisor / receptor) en relación interactiva (expresión - comunicación / interpretación - efecto feed-back), y, de otro lado, que el código utilizado tenga valor social. Y no nos olvidemos de la transducción literaria, esa superación de Jakobson y de todo el estructuralismo del siglo XX.

Hemos dicho con anterioridad que, cuando en un discurso lírico existe un destinatario inmanente de la enunciación, éste siempre se sitúa en la segunda persona, en el , del mismo modo que el sujeto de la enunciación no puede identificarse sino con la primera persona, es decir, con el yo. Cuando el destinatario inmanente de la enunciación interviene de modo directo en el diálogo textualizado, asumiendo temporalmente la primera persona, recibe el nombre de interlocutario, como actuante habitual en un diálogo. Si, por el contrario, el destinatario inmanente de la enunciación poético no interviene de ningún modo en el diálogo al que le invita el sujeto poético de la enunciación, entonces no estamos ante un diálogo textualizado, porque diálogo es concurrencia de argumentos en progresión, y si no hay intercambio de enunciados entre los sujetos hablantes el discurso no puede avanzar, al menos en forma dialógica.

Como ha escrito Mukarovski (1977: 260), «el rol activo del sujeto hablante le incumbe alternativamente a cada uno de los dos interlocutores», lo que quiere decir que el individuo oyente, como es el sujeto interior, no está de ninguna manera privado de tomar la palabra. Obviamente. El diálogo, obvio es decirlo, como unidad fundamental del lenguaje (Albaladejo, 1982: 20), constituye la realización de la comunicación lingüística en grado pleno. Lo cierto es que lo sabemos desde el comienzo mismo de la Retórica de Aristóteles.

El sujeto emisor de un monólogo utiliza el lenguaje sin reconocer otros sujetos lingüísticos con sus mismos derechos, y considerando imposible su intervención en un plano de igualdad. Todo monólogo fija a sus posibles receptores en una posición inalterable, que no reconoce jamás sus posibilidades de acceder a la primera persona, ni de adquirir, consiguientemente, el uso de la palabra como sujeto de la enunciación. Por el contrario, la entidad emisora de una enunciación, cuyo destinatario es el sujeto interior, sitúa a este último en su misma posición lingüística, a la par que reconoce la posibilidad de cederle el uso de la palabra, dado que como receptor inmanente y reconocido del discurso de ningún modo está privado de ella. A este tipo de estructura dialógica, subyacente en abundantes discursos poéticos, la denominamos dialogismo textualizado hacia el sujeto interior.

Vamos a examinar, a continuación, sobre el corpus poético ofrecido en las antemencionadas antologías de Gil de Biedma (1990) y Carnero (1983), las situaciones comunicativas que, textualizadas en sus poemas, constituyen lo más específico de su praxis poética, desde el punto de vista de una investigación pragmática que nos permita delimitar y objetivar, en la inmanencia del texto lírico, las diferentes instancias locutivas que generan y articulan su estructura comunicativa. Así, tras examinar en tales poemas el tratamiento que en cada uno de ellos se hace de expresión dialógica, ofrecemos la siguiente clasificación de los mismos, que detallamos en los epígrafes siguientes: 1) Sin dialogía inmanente; 2) Dialogismo textualizado hacia el sujeto interior; 3) Doble dialogismo textualizado; 4) Dialogía en la enunciación; 5) Desdoblamiento textual del Yo autorial.

 

 

Poemas sin relaciones dialógicas inmanentes

Desde el punto de vista de la pragmática de la comunicación inmanente este tipo de composiciones poéticas son las que presentan la estructura comunicativa más elemental. Se caracterizan, precisamente, por estar desposeídos de toda expresión dialógica inmanente, es decir, de toda situación comunicativa interna al poema mismo. El aspecto más sobresaliente de ellas es la ausencia de interacción en el discurso. Veamos algunos ejemplos:

 

Qué míseras las voces. Llaman, imploran, gimen,
se desatan en llanto. En la espesura surte
una liviana flauta, tímidamente vibra, y resonante asciende y vigorosa turba
los reinos de la sombra.
Vibración de la música
derrumba las altísimas vidrieras. Qué deseo
para que brote el arpa. fluya el clave continuo,
irrumpa a contratiempo la vïola.
En las noches de estío
qué míseras las voces.

 

Este poema de Guillermo Carnero, titulado «Concertato», e incluido en Dibujo de la muerte (1967), expresa con transparencia esta falta de relaciones dialógicas inmanentes de que hablamos. En este poema, el yo, que denota exclusivamente una voz clausurada en los límites de la enunciación ―en ningún momento se textualiza en el enunciado del poema―, se configura como elemento central del sistema indéxico, de modo que no experimenta ninguna alteración de tipo interactancial, al ser utilizado exclusivamente por un solo y único sujeto de la enunciación, quien se identifica de modo ininterrumpido e invariable con la primera persona, desde el principio al fin del discurso lírico.

En «Concertato», el sujeto poético de la enunciación lírica habla solo, siempre e invariablemente. No comparte con ninguna otra entidad locutiva el acto de enunciación. Una instancia poética única es inmanentemente responsable de la producción de estos enunciados; queda descartada de este modo toda propuesta de expresión dialógica, para lo cual sería imprescindible al menos la presencia textual de dos instancias poéticas que posibilitasen entre sí una relación verbal interactiva.

Paralelamente, como se habrá podido observar, podemos hablar de heteromímesis al referirnos a este poema, ya que el sujeto de la enunciación lírica no se textualiza ni una sola vez en el enunciado poético, subrayando así su distancia frente a las realidades diversas de las que habla, como espectador que brinda sus sentidos a la escucha y a la contemplación, sin participar de las fuentes instrumentales que producen el sonido (voces, flauta, vibra, resonante, turba...) la heteromímesis nos ratifica, en efecto, un sujeto poético en cuya intervención no es posible observar, textualizados, ni un yo ni un  que identifiquen en el discurso lírico instancia poética alguna, emisora o receptora del mismo. En los discursos líricos de naturaleza heteromimética ―y éste es un ejemplo de ello― el protagonismo reside, habitualmente, en los sujetos de cada enunciado.

Este tipo de estructuras comunicativas, caracterizadas por la ausencia de relaciones dialógicas intratextuales, son mucho más frecuentes en los poemas de Carnero que en los de Gil de Biedma, cuya poesía, como hemos de ver, es eminentemente dialógica. Así, por ejemplo, en Dibujo de la muerte, de 1967, de los veintiséis poemas que constituyen el libro, sólo doce presentan relaciones dialógicas inmanentes. Esta proporción incluso disminuye desde 1971, con la publicación de El sueño de Escipión, donde sólo seis de los quince poemas allí recogidos introducen en su textualidad estructuras dialógicas. Más parco aún es el resultado que en este sentido nos ofrecen las Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère (1974), donde de trece poemas que componen el libro sólo en cuatro subsisten relaciones dialógicas inmanentes. El azar objetivo, de 1975, ratifica en Carnero esta tendencia a desprender de su poesía cualquier estructura dialógica en favor de la presencia formal ―y casi absoluta― del yo. Sólo en algunos de los poemas escritos a partir de su Ensayo sobre una teoría de la visión (1979) ―y pensamos en títulos como «Discurso de la servidumbre voluntaria»―, su poesía adquiere nuevamente una expresión dialógica, aunque limitada esta vez a la enunciación, y sólo objetivada a través de interrogantes directas que el poema nunca dirige, por otra parte, a destinatarios particulares o existenciales, sino más bien esenciales.

En suma, la poesía de Carnero, por el tratamiento que hace de la pragmática tiende a hacerse, con el paso del tiempo, y contrariamente a lo que sucede con Gil de Biedma, menos dialógica y más heteromimética, es decir, que frente a la textualización de estructuras de comunicación dialógica, representativas de la doble intencionalidad, del contraste estático de pareceres, Carnero se inclina por la progresiva presencia de un sujeto único que se impone no desde el encuentro de dos actitudes, sino desde el punto de vista y la prosperidad de una sola de ellas, la del sujeto único e invariable de la enunciación lírica.

En la poesía de Gil de Biedma la situación es precisamente la contraria. En su lírica domina ampliamente la estructura dialógica sobre la heteromímesis de la discursividad lírica, y lo difícil, relativamente siempre, resulta encontrar en su poesía composiciones de estas últimas características. No obstante, el poema «Ribera de los alisos», demasiado amplio para reproducirlo ahora (Gil de Biedma, 1990: 112-114), constituye una de las ilustraciones acaso más precisas de cuanto aquí queremos justificar. Es la descripción particular y cuidadosa del paisaje, contemplado tímidamente por un poeta cuya palabra certifica el paso del tiempo, frente a esa realidad, retratada ―heteromiméticamente― en tercera persona gramatical.

Diremos, en suma, que para hablar de diálogo textualizado en el discurso lírico es absolutamente imprescindible la existencia al menos de dos instancias poética intratextuales, entre las que se haga posible una relación verbal interactiva. Si el papel de sujeto de la enunciación poética recae de modo permanente e invariable sobre un locutor único, entonces hablamos de enunciación sin diálogo. Tal es la situación que adviene en los poemas antemencionados, en los que la característica dominante, desde el punto de vista de la pragmática de la lírica, es la ausencia absoluta ―intratextualmente hablando― de toda interacción verbal o expresión dialógica.

Sin embargo, la dialogía persiste, imprescindiblemente, pero más allá del texto y su inmanencia, trascendiéndolo, y envolviendo consigo al autor y a sus lectores reales (G. Carnero, 1983: 208):

 

En el vacío
no se engendra discurso,
pero sí en la conciencia del vacío...

 


De nuevo el dialogismo hacia el sujeto interior

Hemos explicado, al referirnos al poema «Muere Eusebio», de Gil de Biedma (1990: 59), las características principales de este tipo de comunicación dialógica en el discurso lírico. No obstante, examinaremos a continuación las posibles diferencias y analogías que, sobre esta fórmula dialógica, se observan en la poesía de Biedma y Carnero.


Ibas y venías tan airosamente lejana entre inciertas
imágenes inertes de belleza antigua,
en el museo ya oscuro, cuando la luz del sol
mágicamente se engarza con el sonido del eco
y resbala entre los ventanales, llueve y retumba
delicadamente, sobre palio,
se desparrama por cañadas ocultas, sonando como débil
galope ―acero y grana brillan― en la llanura
escorzo del lejano muro, arambel, añafil, fuego y azul― inmensa,
ibas y venías en el incesante círculo de la rotunda
tan cerca de los ensortijados ―labor de miniatura
cabellos de la Virgen con el Niño, los hondos
horizontes lavados, hiriente azul la Estigia,
brillante manzana, círculo, en espera del dardo,
sangre recién vertida y latir de lebreles,
que en el caballo laberinto, alto como una llama,
ajustada blancura sobre el azul poniente,
eco de mate fulvo entre los muros eras,
concertabas con el armónico ―Agnès Sorel quizás-
mausoleo, tú, viva ―o Lola Montes.

 

En este poema de Carnero (1983: 83) ―«Atardecer en la pinacoteca»―, perteneciente a su libro Dibujo de la muerte (1967), nos hallamos, de un lado, ante un sujeto poético de la enunciación lírica que desde la primera persona (yo), asume en soledad, de modo permanente e invariable, el uso de la palabra. De otro lado, debemos situar a un destinatario inmanente de la enunciación marco formalmente en el enunciado a través de la segunda persona (ibas, venías, eras, concertabas, tú, viva...), que bajo una nominalización concreta ―Lola Montes―, la cual usurpa excepcionalmente la habitual impersonalidad de las instancias poéticas, presenta unas características específicas como receptor inmanente o sujeto interior del discurso lírico.

El sujeto interior es aquella instancia poética a quien se dirige inmanentemente una enunciación lírica cualquiera, y en parte debe estar textualizado, esto es, formalmente presente, como destinatario intratextual de ella. El sujeto interior puede estar determinado explícitamente, como sucede en este poema de Carnero, donde se utiliza su nombre propio como vocativo poético. En otros casos, sin embargo, el sujeto interior puede participar, igualmente que el sujeto de a enunciación, de la impersonalidad habitual con que el discurso lírico revista a cada instancia poética. Tal circunstancia es la que se da con mucha frecuencia en la poesía de Gil de Biedma, en la que el lector, ante situaciones comunicativas de este tipo, descubre a un interlocutario inmanente ―o sujeto interior― cuya única nota intensiva es la que proporciona el pronombre de segunda persona del singular . He aquí un ejemplo.


La noche, que es siempre ambigua,
te enfurece ―color
de ginebra mala, son
tus ojos unas bichas.
Yo sé que vas a romper
en insultos y en lágrimas
histéricas. En la cama,
luego, te calmaré
con besos que me da pena
dártelos. Y al dormir
te apretarás contra mí
como una perra enferma.

 

Ante este poema de Gil de Biedma titulado «Loca», y perteneciente al libro Moralidades (1966), desde el punto de vista de una lectura exclusivamente inmanentista, careceríamos de recursos suficientes para identificar tanto al sujeto de su enunciación como al destinatario inmanente de ella. Dado que con frecuencia todo discurso lírico puede situarse en un contexto del que, con atención más o menos relativa, el lector ha podido ser informado previamente y, en consecuencia, ser dotado de una competencia intratextual que le permite la hipercodificación (Eco, 1979, 1985) de los elementos discursivos del poema, es fácilmente resoluble ―dentro de evidentes reservas― el acceso a la identidad del ― pese a que, desde su impersonalidad inmanente, el discurso poético origina una pérdida de identidad extradiscursiva que a su vez no se resuelve con una adquisición de identidad intradiscursiva, precisamente porque en la lírica la inmanencia textual es por sí sola insuficiente para personalizar el ―o el yo― poético.

En Dibujo de la muerte (1967), la obra de Carnero en que se hace más frecuente este tipo de discurso dialógico, notablemente atenuado a medida que progresa su producción, se observan dos usos del apelativo poética que remiten o mejor, diseñan, dos tipos específicos de destinatario inmanente. En un caso, el empleo de la forma vosotros, bien como sujeto léxico expansionado, bien como sujeto morfológico expresado en las desinencias verbales, tiene como fin remitir al público o a los lectores en general, textualizando, en el discurso lírico a ellos destinado, un término que designe de forma específica a esa audiencia lectorial que se sitúan más allá de la textualidad lírica y sus apretados límites formales. Expresiones y tiempos verbales en imperativo, tales como decidme, mirad, impregnad, si proyectáis turbar..., venid, conmigo..., dejad, dejadme..., etc, son algunas de las formas que depositan en el texto lírico la presencia del público lector como receptor implícito del poema.

De otro lado, el empleo de la segunda persona del singular () tiende a aparecer en Carnero sólo en aquellos poemas en los que el destinatario inmanente o sujeto interior es una persona concreta y conocida, al menos para el poeta; es el caso de poemas como «Ávila», «Muerte en Venecia», «Melancolía de Paul Scarron, poeta burlesco», «Tempestad», «Jardín inglés»..., y algunos otros de su primera etapa.

En lo referente a Gil de Biedma, la morfología del destinatario inmanente no es esencialmente distinta. El uso de la forma vosotros remite, al igual que en Carnero, a la audiencia lectorial, situada más allá del poema, al que trasciende. Sin embargo, el empleo de la segunda persona del singular, mucho más frecuente en su lírica que en la de Carnero, no remite necesariamente a personajes mejor detallados en el texto lírico. Es el caso de poemas como «Loca», «Volver», «Mañana de ayer y de hoy», frente a otros como «La novela de un joven padre» o «Peeping Tom», en que Pacífico Ricaport en el primer caso, y un «muchachito atónito» en el segundo, personifican sendos interlocutores. En otras composiciones ―sucede en el poema «Amistad a lo largo», de Compañeros de viaje (1959)―, el dialogismo textualiza hacia el sujeto interior se expresa en sólo dos versos:

 

Mirad:
somos nosotros...

 

Igualmente, en otro poema del mismo libro, titulado «Ampliación de estudios», asistimos a una exposición semejante en que el reconocimiento del sujeto interior, vosotros, no merma la presencia de una primera persona en que se ratifica la automímesis del discurso lírico:

 

voy a hablaros
del producto acabado,
o sea: yo...

 

Del mismo que el diálogo textualizado se constituye como aquella unidad discursiva que, de carácter enunciativo, es obtenida por la proyección de la estructura de comunicación en el discurso enunciado, el dialogismo textualizado podría concebirse como aquel discurso, igualmente de carácter enunciativo, que postula sobre una estructura de comunicación, dada en el discurso enunciado, la presencia de un destinatario inmanente que se afirma como legatario global de la enunciación.

 

 

La multiplicación del dialogismo lírico

Existen poemas. más presentes en la lírica de Gil de Biedma que en la del Carnero, en los que es posible identificar y objetivar dos tipos de relaciones dialógicas inmanentes, es decir, dos situaciones comunicativas diferentes textualizadas en un mismo discurso lírico. Veamos un ejemplo tomado del poema «Panorama desde la tour Farnesse», perteneciente al libro de G. Carnero Dibujo de la muerte (1967), cuyos versos finales reproducimos.

 

Tres columnillas vierten en el muro
arabescos de mármol. ¿Es tu mundo
esa oculta terraza, ese piano
que pulsas escondida?
Cuando llegue la noche, y sólo en el lejano valle
alguna ventana relumbre, las pintadas guirnaldas del virginal
ahogarán al paso de los centinelas. Y mañana
todos estos fantasmas que de vosotros son reflejo, os tomarán de la mano,
os llevarán por montes y claveros, como en una sonriente proclamación de la primavera
irán desdibujando poco a poco vuestros rostros, cubriendo de seda vuestras voces,
y pulsarán la mágica espineta,
creando en vuestra imagen olvidada
vuestra mejor canción.

 

Observamos que, ante una estructura pragmática de estas características, el texto lírico, cuya enunciación continúa dependiendo de un único e invariable sujeto poético (yo), se configura como un territorio compartido, desde el punto de vista de la recepción inmanente, por dos destinatarios o sujetos interiores que mantienen relaciones dialógicas con un mismo emisor intratextual. Así, por ejemplo, la destinataria inmanente de los versos «¿Es tu mundo / esa oculta terraza, ese piano / que pulsas escondida?» es una instancia locutiva objetiva y textualizada, diferenciable de aquella otra entidad discursiva ―igualmente intratextual― a la que remiten las formas pronominales y posesivas de la segunda persona del plural:

 

― os tomarán de la mano
― os llevarán
― de vosotros son reflejo
― vuestras voces
― vuestra mejor canción

 

En el ejemplo propuesto, la duplicidad dialógica está constituida por un doble dialogismo textualizado en el discurso lírico hacia sendos sujetos interiores, en el primer caso hacia el , en femenino, en el segundo hacia el Vosotros, acaso como referente en el discurso de una audiencia metatextual.

En la poesía de Gil de Biedma, los discursos líricos de doble dialogismo textualizado apenas se diferencian en cuanto a su morfología ―sí por su frecuencia de aparición― de los que nos ofrece la obra lírica de Carnero. Así, su poema «Elegía y recuerdo de la canción francesa», incluido en Moralidades (1966), presenta morfológicamente, como un ejemplo antemencionado de Carnero, un mismo tipo de construcción en lo que a la expresión dialógica se refiere: de un lado, un sujeto interior textualizado en la forma vosotros que, desde el primer verso, remite inequívocamente a una pluralidad de lectores en su conjunto: «Os acordáis: Europa estaba en ruinas».

De otro lado, hallamos el destinatario particular, identificado con toda precisión para el poeta, y mostrado al lector desde una apelación que lo sitúa en la segunda persona del singular:


Oh rosa de lo sórdido, manchada
creación de los hombres, arisca, vil y bella
canción francesa de mi juventud!
Eras lo no esperado que se impone

 

La enunciación es sola y unívoca, porque único es también el sujeto que la enuncia, pese a que en el resultado textual el lector asiste al encuentro estático de dos entidades destinatarias diferentes, de dos actitudes coexistentes en que se fundamenta acaso una doble intencionalidad por parte del autor. Al lector corresponde, finalmente, proporcionar el espacio psíquico en que la oposición dialógica, desarrollada por el poema en su discurso lírico, pueda alcanzar su mejor interpretación. Cada enunciación, dad acto de habla, puede instaurar su propia instancia poética, su propia entidad discursiva, ya interlocutora, ya meramente interlocutaria, diseñando de este modo unas dramatis personae del poema, que una investigación pragmática sobre la inmanencia del discurso lírico necesita objetivar e identificar (Albaladejo, 1984; García Berrio, 1980a).

 

 

Las personas de la enunciación

Abordaremos en este epígrafe la descripción de una estructura dialógica singularmente compleja debido a una particularidad esencial, cual es su existencia exclusivamente teórica o virtual en el nivel de la enunciación o «mise en discours» del lenguaje poético.

Desde que en 1966 Benveniste introdujera las primeras pautas que nos permitieron diferenciar nociones como las de enunciado y enunciación, las diversas teorías que se han formulado sobre actos de lenguaje, enunciación, y pragmática lingüística en general (Albaladejo, 1982a, 1983; García Berrio, 1978, 1978a, 1980), han tratado de relacionar el texto (enunciado) con el acto de escribirlo (enunciación), con objeto de encontrar en el primero los indicios formales y semánticos del segundo. Desde este punto de vista, apoyándonos en los presupuestos metodológicos de una teoría de la enunciación, trataremos de explicar y describir la inserción de una estructura dialógica en el proceso mismo de la enunciación ―que no enunciado― del discurso lírico, como acto de lenguaje donde se genera el texto, y cuya consistencia será exclusivamente virtual, puesto que en ese texto o enunciado no se introducirá ningún rasgo formal o semántico de tal proyección dialógica. Fijémonos en los siguientes versos (4-7) del poema «Sagrado corazón y santos, por Ignacio Guarana (1802)», perteneciente al libro Dibujo de la muerte (1967), de Carnero.

 

Al ánimo del viejo pintor, ¿traen los años
serenidad o dicha, o un hábito ya antiguo
de andar en sortilegio por largos corredores
de una ausencia que duele?


¿Quién es el destinatario inmanente de esta pregunta formulada por el poeta?... Nadie; al menos en la textualidad o enunciado del discurso lírico, que es donde se objetivan la literatura y sus propiedades inmanentes. Estamos ante un erotema. Nos hallamos, pues, ante un discurso lírico en el que se textualiza un interrogante, un imperativo epistémico (Grice, 1975; Hintika, 1962), caracterizado formalmente por la ausencia de un destinatario inmanente o sujeto interior que actúe de recipendiario o depositario intratextual frente al mensaje transmitido en el discurso lírico por el sujeto poético de su enunciación. Desde nuestro punto de vista, estimamos que este tipo de relaciones dialógicas, situadas en el nivel de la enunciación, sólo pueden explicarse reconociendo la existencia virtual o teórica de una instancia discursiva que, perteneciente por entero a este plano de la enunciación, garantice en tal nivel el proceso de comunicación-emisor, mensaje, receptor― que todo hablante postula en cada acto individual de utilización del lenguaje. Cuando Gil de Biedma dice, en su poema «Idilio en el café»,


¿Quiénes son,
rostros vagos nadando como en un agua pálida,
estos aquí sentados, con nosotros vivientes?

 

surge, por nuestra parte, el siguiente interrogante: ¿a quién pregunta Gil de Biedma la identidad de estos «rostros vagos» que casi parecen estar sentados frente al poema? De nuevo aflora el erotema lírico. Desde nuestro punto de vista, una explicación posible sería la siguiente.

El poema «Idilio en el café» presenta, desde la pragmática de la comunicación literaria, una relación dialógica que se inicia en el autor real, hombre biografiable y exterior al texto, que es Gil de Biedma, y concluye en un lector real, valga la redundancia, pues no hay lectores irreales, que puede ser cualquiera de nosotros una vez que nos hallamos acercado a la lectura del poema. Si tal es la situación comunicativa trascendente al poema mismo, desde el punto de vista de la comunicación inmanente, o estudio de las situaciones comunicativas textualizadas en el discurso lírico, creemos necesario acudir una vez más a los célebres conceptos de enunciado y enunciación, para ofrecer una interpretación más coherente acerca de este tipo de relaciones dialógicas.

En el enunciado del poema, esto es, en el resultado escrito del acto individual de utilización del lenguaje, el lector puede certificar o objetivar la presencia textual de un yo que designa, intratextualmente, al locutor inmanente o sujeto poético de la enunciación lírica, quien, desde un punto de vista trascendente, connota o remite a Gil de Biedma, autor real del poema: «Ahora me pregunto...», «No sé bien de qué hablo...», «Pongo, ahora mismo, / la mano ante los ojos...», etc. Más adelante, concretamente ante la segunda de las estrofas,


No sé bien qué hablo. ¿Quiénes son,
rostros vagos nadando como en un agua pálida,
estos aquí sentados, con nosotros vivientes?
La tarde nos empuja a ciertos bares
o entre cansados hombres en pijama.

 

el lector se encuentra con que el sujeto poético del discurso lírico formula una interrogación desposeída textualmente ―esto es, en el enunciado― de destinatario inmanente o sujeto interior que haga suyas, actuando como recipendiario de las mismas, las palabras transcritas por ese yo hablante que se instaura como enunciador inmanente del poema

Una respuesta fácil podría ser que tal interrogación está dirigida, en términos generales, al lector o conjunto de lecturas que pueda tener el poema. Sin embargo, para ello sería necesario que, bien el lector, bien un vocativo o apelativo poético, se encontraran textualizados en el enunciado mismo del discurso lírico, y permitieran de este modo la presencia objetiva en el texto de tales alocutarios, lo que no sucede en este caso. ¿Quién es entonces el destinatario de esta pregunta que formula Gil de Biedma?

Desde nuestro punto de vista su destinatario ha de ser necesariamente inmanente e, inevitablemente, habrá de situarse no en el enunciado, donde ha hemos visto que no lo emplaza el poeta, sino en la enunciación, en la puesta en discurso del lenguaje por unos usuarios, de existencia meramente virtual en la enunciación, pero que pueden, sin embargo, textualizarse o no, según las modalidades del sujeto hablante, en el enunciado del discurso lírico.

La enunciación no es sino el acontecimiento constituido por la aparición de un enunciado, o espacio textual, en el que pueden observarse las instancias locutivas inmanentes ―emisor (yo), mensaje y receptor (tú)― que, sólo virtualmente, son postuladas desde el acto mismo de la enunciación del lenguaje poético.

Pensamos por estas razones, que una teoría sobre la pragmática inmanente de los discursos líricos debe contemplar la posibilidad de objetivar y sistematizar, en aquellos poemas que así lo requieran, un destinatario en el nivel de la enunciación, de consistencia exclusivamente virtual o teórica, siempre que el texto lírico demande o postule su existencia a través de una oración interrogativa desposeída formalmente de un sujeto interior en su enunciado poético. Lo contrario, en una interrogación o apelación dad, haría imposible la realización del efecto feed-back, fenómeno de carácter dialógico inherente a todo proceso de comunicación literaria. A la actividad de la enunciación pertenece todo cuanto, existente en la inmanencia discursiva, se sitúa ―virtual o empíricamente― fuera del texto enunciado. Tal es el caso del destinatario inmanente que, ausente del enunciado, es postulado por el sujeto poético del discurso lírico en el nivel de la enunciación, donde instaura una relación dialógica específicamente virtual.

 

 

El desdoblamiento del sujeto poético

Otras de las estructuras dialógicas habitualmente textualizadas en la poesía de estos autores, menos frecuentemente en la obra de Carnero que en la de Gil de Biedma, dado el carácter, eminentemente dialógico de la lírica de este último, es aquella en que el sujeto poética de la enunciación lírica se encuentra en sincretismo con el destinatario inmanente o sujeto interior de su propio discurso lírico, es decir, que el yo (hablante) y el (oyente) textualizados en el poema, no son sino la expresión textual de dos instancias diferentes que responden a una misma realidad autorial, cual es la del poeta biografiable que suscribe el poema más allá de su inmanencia.

Creemos que el poema de Carneo «Galería de retratos», del libro Dibujo de la muerte (1967), admite una lectura de las características que apuntamos, si estimamos que el destinatario inmanente o sujeto interior del discurso lírico remite a los recuerdos y pensamientos propios del poeta, que él mismo evoca, bajo denominaciones diferentes, para incorporarlos al presente en su actividad o brevedad originales.


Venid, venid, fantasmas, a poblarme
y sacien vuestros ojos a la muerte.
[...]
Todos estos recuerdos que renacen
venid conmigo, siento vuestra mano
húmeda como niebla, recorramos
las estancias sin luz, desguarnecidas.
Abandonadme suaves vuestros dedos
y oscureced mis labios y mis ojos
para que sólo dancen en la noche
como una sangre tibia entre dos aguas
vuestros pálidos labios casi fríos.
Rodeen vuestros brazos este cuerpo
en el que habéis dormido mientras era
el mañana un calor anticipado.
Y cuantísimos años rechacé
vuestra común presencia salvadora.
Sólo vuestro calor imaginado
redime tantos años de locura.

 

Con frecuencia, hallamos en la poesía de Gil de Biedma ejemplos más transparentes de este tipo de estructuras dialógicas, y tal es el caso de poemas como «Aldaba», u otros de la última etapa en que el poeta acude a la autonominación, como «Contra Gil de Biedma» y «Después de la muerte de Gil de Biedma».

En el primero de estos poemas, titulado «Aldaba», el desdoblamiento textual del yo autorial adquiere consistencia dialógica desde el momento en que el sujeto poético de la enunciación, instancia locutiva designada en el poema no primera sino en segunda persona gramatical.


Despiértate. La cama está más fría
y las sábanas sucias en el suelo.
Por los montantes de la galería
llega el amanecer,
con su color de abrigo de entretiempo
y liga de mujer.
Despiértate pensando vagamente
que el portero de noche os ha llamado.
Y escucha en el silencio: sucediéndose
hacia lo lejos. Se oyen enronquecer
los tranvías que llevan al trabajo.
Es el amanecer.

 

Sin embargo, el poeta no conservará el desdoblamiento textualizado hasta el final, pues en los dos últimos versos del poema recupera la primera persona, reveladora de la estructura dialógica hasta entonces privilegiada en el discurso lírico: «porque conozco el día que me espera, / y no por el placer».

Acaso, aparente o formalmente, este tipo de estructuras dialógicas, que no representan sino una expresión muy ultimada de lo que, en el caso de Gil de Biedma (1990: 22-25), Cañas ha estudiado bajo el título de «El poeta y su doble», podría identificarse con un monólogo enunciado desde la segunda persona. Estimamos, como hemos escrito al referirnos anteriormente al sujeto interior y a su funcionalidad en el discurso lírico, frente a la instancia destinataria del monólogo, que este último fija a sus posibles receptores en una posición inalterable que no reconoce jamás sus posibilidades de acceder a la primera persona, ni de adquirir, consiguientemente, el uso de la palabra como sujeto de la enunciación. Tal circunstancia no se da frente al sujeto interior, que, como receptor inmanente y reconocido del discurso, de ningún modo le está vedada la primera persona, al menos de derecho, pues otra cosa es que la asuma o no en el texto.

Otro testimonio de este tipo podemos encontrarlo en el poema titulado «Contra Gil de Biedma», en que su autor al igual que Cienfuegos, Miguel de Unamuno, Dámaso Alonso, Blas de Otero, Luis Rosales, y otros varios poetas más (Cano, 1971), acude a la autonominación para adquirir absoluta conciencia de sí mismo a partir de la doble textualización. En este poema, una autoridad polifónica (Ducrot, 1986) que, como autor real, domina la primera voz o entidad enunciativa fundamental, genera, en su propio discurso, dos voces o entidades enunciativas secundarias, objetivablemente distintas en la inmanencia textual o enunciado (yo, sujeto de la enunciación / , destinatario inmanente de ella) y, sin embargo, sintetizables real y empíricamente en la trascendencia discursiva al proceder de un mismo autor, hombre biografiable de carne y hueso, que es Gil de Biedma.


De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,
dejar atrás un sótano más negro
que mi reputación ―y ya es decir―,
poner visillos blancos
y tomar criada,
renunciar a la vida de bohemio,
si vienes luego tú, pelmazo,
embarazoso huésped, memo vestido con mis trajes,
zángano de colmena, inútil, cacaseno,
con tus manos malvadas,
a comer en mi plato y a ensuciar la casa?

 

Creemos, en suma, que un estudio de la pragmática del discurso lírico debe demostrar cómo un enunciado señala, objetiva o textualiza, desde el proceso mismo de su enunciación, la superposición de aquellas voces que pueden formar parte de sus relaciones dialógicas intratextuales, indicando, por medio del lenguaje, las condiciones y el alcance en su cualificación de los interlocutores. Acaso aquellos poemas en que subyace un desdoblamiento textualizado del yo autorial son los discursos líricos en que se demuestra más compleja ―y completamente― la manipulación, irónica sin duda en el caso de Gil de Biedma, de las múltiples convenciones de que depende en la lírica la comunicación inmanente de sus instancias interlocutoras.






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Morfología de la expresión dialógica en el discurso lírico de Jaime Gil de Biedma y Guillermo Carnero