V, 5.8.2 - Dialéctica religiosa en el Quijote

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Dialéctica religiosa en el Quijote


Referencia V, 5.8.2

 

                                                        Die Vernunft ist die höchste Hure, die der Teufel hat.

                                                                            Martin Luther (Werk-Ausgabe, Bd. 51, s. 126)[1].

 


Jesús G. Maestro: Dialéctica religiosa en el Quijote

Puede pensarse que si la razón es Dios, si la razón es la razón teológica, si la razón es la razón de quienes ganaron en Trento, lo mejor sería volverse loco cuanto antes. Puede pensarse que sobre esta idea Cervantes escribe el Quijote. Pero esto es algo que puede pensarse hoy, en un mundo al revés, o en todo caso en un mundo posterior al Romanticismo europeo, un período, del que aún no nos hemos liberado, y que no deja de ser en muchos aspectos una eversión del Antiguo Régimen. No es, sin embargo, algo que pudiera pensarse a comienzos del siglo XVII. ¿Por qué? Porque el hecho innegable de que el Quijote exprese ante todo el triunfo de la razón antropológica sobre la razón teológica no autoriza a nadie a afirmar que la razón teológica que se impone en Trento (1545-1563) resultara entonces, frente al protestantismo y frente al islam, un racionalismo retrógrado. Todo lo contrario: los teólogos tridentinos eran más racionalistas que los protestantes, quienes reducen la religión a un sentimiento personal y subjetivo, libérrimo y anómico, y muchísimo más racionalistas que los imanes islámicos, los cuales, desde el siglo XII, con la condena explícita del averroísmo, habían renunciado definitivamente al uso de la razón para codificar cualesquiera cuestiones religiosas e incluso antropológicas. Francisco Suárez (1548-1617), como Francisco de Vitoria (1483-1546), era infinitamente más racionalista y más progresista que Erasmo de Rotterdam (1469-1536) y que Martín Lutero (1483-1546) juntos. El primero, como el segundo —fundador del Derecho Internacional—, era un teólogo escolástico; el tercero, un filólogo que pensaba que la realidad estaba hecha de palabras; y el cuarto y último, un místico del fanatismo.

¿Cuál es entonces la idea de religión que bajo tales condiciones históricas objetiva Cervantes en el Quijote? Es una idea de religión que se construye por referencia a tres materializaciones de la experiencia religiosa: el catolicismo, que identifica la religión con la ley de instituciones políticas imperiales, adscritas en ese momento histórico al modelo español, como antes lo habían estado al Imperio Romano; el protestantismo, que identifica la religión con el psicologismo fideísta y providencialista que trata de sustraerse al poder de las instituciones eclesiásticas vaticanas y romanas; y la religión del imperio otomano, cuyo irracionalismo religioso Cervantes condena, parodia y crítica crudelísimamente en toda su obra literaria, especialmente en las comedias turquescas. A estas tres variantes hay que añadir una cuarta, resultante de la postura cervantina ante la dialéctica de las religiones por él conocidas: el ateísmo. Cervantes es a la literatura lo que Spinoza a la filosofía: un materialista y un ateo (Maestro, 2005).

En primer lugar, en la dialéctica entre el cristianismo y el islam, Cervantes actúa como cristiano. No por fe, sino por razones políticas y militares. Porque el imperio turco es el enemigo contra el que lucha en Lepanto y el opresor que lo cautiva durante cinco años en Argel. En La gran sultana, un vulgar sacristán se burla del irracionalismo otomano al hacer creer al más alto jerarca político que puede no sólo dialogar con los pájaros, sino incluso hacer hablar a un elefante. Este hecho, que la crítica más ingenua ha interpretado como un episodio más del arte cómico cervantino, encierra una espantosa burla desde la que se pretende poner en evidencia la ignorancia de la cultura otomana contemporánea en el siglo XVI a la cultura cristiana.

En segundo lugar, en la dialéctica entre el catolicismo y el protestantismo, Cervantes resuelve en favor del Concilio de Trento. ¿Por qué? Porque la Reforma religiosa, con la que simpatizan intelectuales erasmistas, con los que Cervantes nada tiene que ver, pese a cuanto se ha escrito al respecto, introduce un giro subjetivo y fideísta que el autor del Quijote rechaza y ridiculiza en toda su obra. La Reforma religiosa se enfrenta a las instituciones en favor de la fe, es decir, niega la religión como política para afirmar la religión como psicología. Para los reformadores, la religión es una experiencia personal, es un «hecho de conciencia». Para Trento, la religión es una cuestión normativa, no personal; es institucional, no psicológica; es política y universal, no gremial ni localista, y aún menos individual. Y es todavía algo más. Para el protestantismo, lo que determina la salvación o la condenación es la Providencia y su determinismo metafísico. Para el catolicismo, el ser humano es libre para elegir el bien o el mal. ¿Qué significa esto? Significa que mientras Lutero niega la posibilidad de la libertad humana, y renuncia a discutir esta cuestión, Francisco Suárez racionalizaba hasta las últimas consecuencias de la escolástica esta cuestión, con el fin de justificar en el ser humano las posibilidades de actuar con libertad en su vida terrenal y mundana.

En tercer lugar, en la dialéctica entre el deísmo y el ateísmo, Cervantes actúa como un ateo, y como tal construye las ideas objetivadas formalmente en sus obras literarias. Cervantes no es soluble en agua bendita. He insistido desde hace años en estas ideas (Maestro, 2005). Cervantes concibe la religión, todas las religiones, como una expresión de cinismo e hipocresía, cuya única realidad ontológica no es un dios, una creencia o una fe, sino una institución económica, política y social. Cervantes sabe que la Iglesia no es más que una institución humana, y que nada divino hay en ella. A los teólogos de Trento, como a los teólogos de cualquier época y lugar, Dios les importa un bledo. Lo que les importa es el uso de la idea de Dios para imponer institucionalmente un sistema político normativo capaz de controlar políticamente al ser humano, es decir, capaz de imponer y de justificar, desde el poder de un Estado político-teológico, su propia idea de libertad.

Voy a referirme ahora a tres etapas clave de la religión, correspondientes a tres materializaciones históricas de la fenomenología religiosa, siguiendo a Gustavo Bueno (1985), y que tomaré como referencia interpretativa de los materiales religiosos presentes en el Quijote.

Si se analiza la evolución estructural de los contenidos materiales de la experiencia religiosa, es posible distinguir tres grandes estadios o etapas en la historia y genealogía de la religión, a los que antecede un estadio o etapa previa denominada religión natural. El curso de estos tres grandes estadios comprende la totalidad de la evolución humana, y toma como punto de partida los últimos momentos del Paleolítico medio. Con anterioridad a estas tres grandes fases sólo cabe hablar de una religión natural, período protorreligioso que se situaría en el Paleolítico inferior, objetivándose en el uso del fuego por el Homo Erectus (según los antropólogos, estaríamos hablando de un período de unos seiscientos mil años)[2]. Sólo a partir de los últimos momentos del Paleolítico medio podemos hablar de una religión positiva en sentido estricto, con la que se inician los tres estadios, en el último de los cuales —más precisamente en sus postrimerías nos hallamos actualmente:


1. Estadio de la religión primaria o nuclear: numinosidad (zoomorfa).
2. Estadio de la religión secundaria o divina: mitología (andromorfa).
3. Estadio de la religión terciaria o metafísica: teología (escolástica o dogmática).


En su fase primaria, la religión —nuclear y esencialmente numinosa— se encuentra determinada por los procesos antropológicos en función de los cuales los animales comienzan a percibirse como criaturas numinosas. Sigo en este punto fielmente a Gustavo Bueno (1985), al reproducir sus ideas, y afirmar que su filosofía interpreta el proceso de numinización de los animales naturales como un proceso simultáneo de segregación y extrañamiento —la serpiente, por ejemplo, en el Génesis (3, 1)— de unos seres vivos que rodean a los seres humanos y forman parte de un mundo del que se depende (son el alimento, la «comunión») y con el que se convive (pueden ser benignos o causar daño, pueden ser un premio para la vida humana, un castigo terrible o una amenaza indefinida). El significado religioso de las reliquias paleolíticas permite hablar de religión positiva desde el momento en que pueden interpretarse como manifestación real de una percepción objetiva de los animales como arquetipos, como esencia universal. Lo característico de esta forma primaria de religiosidad es su referencia a las realidades animales concretas, empíricas, si bien desarrollada sub specie essentiae, según tres formas principales y sucesivas: a) como parte real y corpórea disociada del animal que ha muerto (cráneo, piel, huesos...), que sería la fase de la religión musteriense; b) como figura de animal representado y disociado del animal empírico (figura que no es alegoría, sino referencia a la esencia universal misma de la especie animal empíricamente existente), que sería la fase correspondiente al arte parietal aurignaciense, solutrense, etc.; y 3) como expresiones germinal o incipientemente mitológicas, resultantes de una combinación de arquetipos reales y fantásticos, pero todavía referidas a animales empíricos. El cuerpo de la religión primaria, es decir, las determinaciones capaces de constituir sus estratos o capas específicas, puede organizarse al menos en tres grupos fundamentales. En un primer momento, se objetivan en las estructuras espaciales o circunstanciales en que el numen animal manifiesta sus referencias concretas, finitas, delimitadas. El numen es un animal que vive en el mundo: bosque, árbol, caverna, lago, montaña, volcán, mar... El numen irradia su numinosidad al recinto de su habitáculo, lugar sagrado en el que está situado no el animal real y viviente de la religión natural, sino el símbolo o fetiche a través del cual el animal viviente queda —en las religiones primarias— elevado al estatuto de numen esencializado. Estos lugares sagrados, hoy reliquias paleolíticas, son los precursores de los templos[3]. En un segundo momento, el cuerpo de la religión primaria se objetiva en las relaciones sociales (el eje circular del espacio antropológico). El carácter originario y elemental de los cultos individualistas pronto se organiza en el cierre de las relaciones circulares, esto es, de las relaciones sociales, en las cuales el individuo actúa como un especialista religioso, un experto en su relación con los animales numinosos (ornitoscopia, augurios, interpretación de graznidos, dirección del vuelo de halcones, etc.). Estos expertos en «ornitoscopia paleolítica» no son todavía sacerdotes, sino simplemente sus precursores más genuinos. Cabe hablar de un tercer momento, que se objetiva en el desarrollo de las relaciones entre los hombres y el animal numinoso (el eje angular del espacio antropológico), y que se manifiesta mediante los rituales de culto que organiza el ser humano en señal de adoración y tributo al numen (danzas, cánticos, ofrendas, sacrificios de personas o animales al animal numinoso, etc.).

El cuerpo de la religión secundaria se desarrolla a partir de la ampliación y expansión de las estructuras materiales constituidas en el período primario. Su máxima expresión se alcanza en la cultura griega de la Antigüedad pagana. Como señala Bueno (1985), desde el eje radial (el ser humano en su relación con la naturaleza y sus fuerzas trascendentes) se observa que el lugar sagrado es ahora el templo, es decir, un espacio sacralizado que se incorpora artificialmente a estructuras urbanas[4]. Los númenes primarios o nucleares se han transformado ahora en dioses míticos, cuyo hábitat se retrotrae a lugares marinos, terrestres, celestes o extraterrestres. Estos templos, más que la casa del numen, son ahora la posada del dios, el lugar al cual puede acudir cuando desee «visitar» a los hombres o «recoger» sus ofrendas o sacrificios. Desde el eje circular (las relaciones de los seres humanos entre sí) se confirma la aparición de los sacerdotes como exclusivos especialistas religiosos, que organizan jerárquicamente la administración de sus trabajos y ministerios, sacerdotes que intervienen activamente en la vida de la comunidad, pero guardando importantes distancias con el pueblo, sobre el cual no formará todavía una Iglesia (institución característica de las religiones terciarias). Se advierte en este contexto el desarrollo de liturgias y dogmas plenamente definidos, así como la creciente extensión de la influencia sacerdotal en las esferas familiares, controlando los lugares de paso o ciclos biológicos de la vida humana —nacimiento, pubertad, matrimonio, muerte—, hasta invadir profundamente toda actividad personal.

En su fase terciaria —y actual— las religiones son realmente teológicas y metafísicas. Y lo son como consecuencia de la influencia que los saberes críticos —ciencia y filosofía— han ejercido sobre el cuerpo y el núcleo de las religiones secundarias o míticas, lo que obligó a estas últimas a explicarse y justificarse como metafísicas que han tenido que incorporar la filosofía griega en forma de teología o filosofía confesional. Los conocimientos críticos procedentes del desarrollo de la filosofía (Platón y Aristóteles principalmente) y de los descubrimientos científicos (física, matemática, geografía, astronomía...), en principio extrarreligiosos, provocan la total reorganización de los contenidos de las religiones secundarias o míticas, que sobreviven, mediante la articulación siempre renovada y sofista de un discurso teológico, a la fuerza crítica y operatoria del racionalismo de las ciencias. Si algo introduce verdaderamente cambios en la Historia de la Humanidad, es el desarrollo operatorio del racionalismo científico, siempre en interacción contra todo tipo de adversarios humanos y adversidades fortuitas. Las religiones terciarias o teológicas llevan a cabo una rectificación o reconversión de los contenidos y las formas de las religiones míticas, de modo que sintetizan el delirio politeísta y se reinstauran sobre principios de verdad racional, haciéndose compatibles con los nuevos avances científicos, que exigen la sistematización, simplificación, negación y crítica de sus contenidos mitológicos originarios. De este modo, la teología sustituye definitivamente a la mitología. Las religiones terciarias son religiones teológicas, es decir, religiones que se han desarrollado mediante la incorporación de la filosofía griega en forma teología, o filosofía confesional o acrítica con sus propios fundamentos[5]. De hecho, ninguna de las llamadas religiones superiores (budismo, judaísmo, cristianismo e islamismo) puede explicarse al margen de una filosofía —una filosofía por supuesto acrítica respecto a sus propios dogmas.

Como sostiene Bueno en El animal divino (1985), el cuerpo de las religiones terciarias puede verse en nuestro tiempo objetivado en la creación de templos que subsisten y se multiplican, no como posada de dioses incorpóreos —no digamos del Dios monoteísta y trascendente—, sino como sinagoga, es decir, como asamblea de creyentes. A su vez, los especialistas religiosos se diluyen aparentemente entre el pueblo de creyentes, de modo que, sin llegar ni mucho menos a la supresión del sacerdocio, las religiones terciarias se abren al ingreso de laicos, seglares e individuos no profesionales en el ejercicio de los misterios y ministerios religiosos. Se desarrolla el proselitismo y las misiones, con un afán de integrar a la humanidad entera en una suerte de Iglesia universal. Se potencian las formas estilizadas de culto, caracterizadas por la oración mental, la mística, y la intensificación de las experiencias de pecado y culpa. El desprecio hacia los animales las religiones teológicas o terciarias es absoluto, a la vez que crece el interés por la individualidad corpórea del ser humano. En la posmodernidad, la situación es junto la contraria: los animales se convierten —como ocurrió en el Paleolítico medio— en los nuevos dioses, particularmente los perros, que son objeto de adoración y culto a través de todo tipo de atenciones por parte del ser humano (cuidados, alimentación, higiene, peluquería, ropa, fiestas de cumpleaños, seguros médicos en lugar de veterinarios, se habla de «bebés» en lugar de «crías», etc.). Las condiciones de expresión litúrgicas adquieren un despliegue masivo, y se sirven ampliamente de la tecnología, la comunicación y las organizaciones sociales[6].

En un contexto de esta naturaleza, como hemos sugerido anteriormente, el dios de la teología deja de ser una entidad viva y personal para convertirse en un sujeto de atributos completamente abstractos, que no son otra cosa que ideas extremas, radicales, de un idealismo filosófico absoluto (infinitud, unidad, eternidad, inmovilidad, inmutabilidad...). Al tratar de reconstruir la religión en términos puramente lógicos y filosóficos, Dios y los misterios desaparecen. Esto explica —como advierte Bueno— que la religión se haya suplantado por un vago humanismo, una suerte de deísmo compatible con todo que, poco a poco, avanza desde formulaciones como la voluntad de Scheler-Ghelen, o la angustia de Heidegger, hasta la esperanza de Bloch, o cualquier otra ocurrencia que sirva, sobre todo a la gente semiculta, para entretenerse con ella. Así, en las religiones terciarias o teológicas las fuentes del espíritu religioso quedan eclipsadas o invisibilizadas, y sólo pueden recuperarse una y otra vez mediante el regreso a mitos y ceremonias sensibles en los que se trata de recuperar una vivencia religiosa con frecuencia inasequible. Los dioses monoteístas limpian los cielos y la tierra de los fantasmas del politeísmo y la mitología, a los cuales paradójicamente se vuelve una y otra vez. El pensamiento racionalista ha sido con las religiones mucho más irónico de lo que se pensaba: el hecho de que el monoteísmo final de las religiones terciarias o teológicas siga siendo múltiple, es decir, politeísta, sumido en la convivencia global de varios dioses supremos, únicos e incompatibles entre sí —Yahvéh, Alá, Dios, Buda...— no deja de ser sumamente revelador. Todo es posible, pues, en un lenguaje como el de la teología, cuyo objeto de conocimiento —Dios— no existe físicamente. Es, en efecto, una pseudofilosofía que nada puede probar, salvo el optimismo metafísico de sus fieles y el entusiasmo formal por sus propias ficciones (Bueno, 1985; Maestro, 2007c).


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NOTAS

[1] «La razón es la mayor de las putas que tiene el Diablo». He aquí la idea de razón que sostiene el fundador del protestantismo.

[2] Durante este período no cabe hablar de religión positiva en sentido estricto, como tampoco cabe hablar de ser humano en términos de antropología filosófica. Dentro de este período de centenares de milenios sólo es posible hablar de las relaciones de los protohombres con los animales, como premisas sobre las cuales habrá de desarrollarse una conducta religiosa posterior, y como relaciones constitutivas de una religión natural. Este último concepto es para el materialismo una construcción filosófica que no denota ninguna religión positiva (incluso se articula al margen, y aún en contra, de toda religión positiva). Es sin embargo un concepto que se ha aplicado, a veces con frívola frecuencia, al ser humano, sobre todo cuando se habla de él situándolo fuera del curso de la civilización histórica (al margen de la cual no existe propiamente), como «buen salvaje», etc., el cual siempre estará más cerca del pitecántropo y aún del australopiteco que de cualquiera de nosotros (Bueno, 1985). Como advierte García Sierra (2000: § 364), para el materialismo filosófico, «la religión natural es el concepto filosófico que la filosofía clásica de la religión desarrolló precisamente para ofrecer un fundamento de verdad a la vida religiosa de la humanidad. Este es justamente el servicio que nosotros creemos puede rendir la nueva versión de este concepto, la religión natural del Paleolítico superior, la religión (que no es religión positiva) de un hombre (el «buen salvaje») que no es hombre todavía. El concepto filosófico de religión natural desempeña el papel de un horizonte necesario para que pueda aparecer como problema el concepto de la religión positiva, que es la religión simpliciter».

[3] Mantienen relaciones de preferencia con la pintura y con la música, pero no con la escultura, la arquitectura ni la poesía. «Los valores estéticos de las pinturas rupestres están subordinaros enteramente a sus valores religiosos» (Bueno, 2007a: 287).

[4] La arquitectura adquiere en ellas funcionalidad propia. Los animales se han dominado o domesticado, están cautivos. La numinosidad animal pasa ahora al ser humano, en quien se encarna la nueva figura prototípica del dios andromorfo. Desde un punto de vista estético, las religiones secundarias encuentran en el templo la figura arquitectónica por excelencia. Del templo harán un uso completamente servil. Cuando el templo se construye para rendir culto a dioses zoomorfos, como es el caso de los templos o habitáculos egipcios, la arquitectura desempeña en cierto modo la función de establo. «En cualquier caso, la arquitectura religiosa secundaria habría de ser entendida como arte sustantivo, atendiendo a la naturaleza misma de sus contenidos religiosos» (Bueno, 2007a: 291).

[5] En efecto, así sucedió con el judaísmo (Filón de Alejandría) y, sobre todo, con el cristianismo (desde Nicea hasta Agustín de Hipona o Tomás de Aquino), y por supuesto con el islamismo (Avicena y Averroes): «Al cristianismo le corresponde la condición de corriente central histórica, por haberse desarrollado en unas «sociedades europeas» más complejas (política, tecnológicamente), en cuyo seno se forjaría la ciencia moderna. En cualquier caso, el cristianismo, por su dogmática específica, abre unos cauces precisos, pero si la Teología dogmática del cristianismo podía ponerse en el mismo plano en el que se dibujan muchas religiones mistéricas (Atiss-Cibeles, Isis-Osiris, &c.). Lo que hizo del cristianismo una religión terciaria sui generis fue sobre todo el haberse visto obligada a asimilar la filosofía griega una vez convertida en la religión del Imperio, el haber tenido que desarrollar una Teología dogmática filosófica, gracias a la cual pudo elevarse a la condición de religión terciaria absolutamente original. Ocurrió como si el Dios de Aristóteles, que permanecía «ensimismado» desde la eternidad, comenzase a revelarse y, lo que es aún más sorprendente, a encarnarse y a hacerse presente en la eucaristía. La importancia específica de estos dogmas cristianos la ponemos precisamente, no tanto en sus contenidos míticos, cuanto en la reconstrucción teológico-filosófica de los mismos. La necesidad de reconstruir estos dogmas con ideas filosóficas griegas determinará, por un lado, como acabamos de decir, la elevación de una dogmática mítica a la condición de religión terciaria; pero, por otro lado, determinará una profunda transformación de las ideas filosóficas griegas, las cuales, al ser «obligadas» a desenvolverse a través de dogmas tan característicos como el de la creación, la encarnación, los ángeles, o la eucaristía, tuvieron que analizarse «regresando» a sus elementos más abstractos y dando de sí ideas implícitas (por ejemplo, creatio ex nihilo, persona e individuo, formas separadas, accidentes separables de la sustancia...) que no se hubieran organizado por sí mismas jamás» (García Sierra, 2000: § 367).

[6] Las religiones terciarias o teológicas se despliegan a partir de una crítica racionalista feroz contra todo tipo de divinidad zoomorfa o andromorfa, al negar toda numinosidad y toda mitología que no pueda expresarse conforme a la teología confesional en que articulan su sistema de pensamiento, propio de un espiritualismo e idealismo que pretende presentarse como racionalista, y que lo es de hecho por oposición a las religiones primarias y secundarias. Semejante crítica a los materiales religiosos precedentes deja consecuencias profundas en la concepción estética de las religiones terciarias. El templo ya no será la casa del dios, que habita en los cielos y es etéreo, sino la casa de los fieles, es decir, literalmente, la «sinagoga» o «casa del pueblo», el lugar en el que se reúnen los idólatras. Aristóteles establece una teología natural al postular un dios incorpóreo que, en consecuencia, no puede representarse ni formalizarse en ningún tipo de imagen o icono (Metafísica, A 5, 986b 21). El islam asumirá este referente como un principio fundamental de su doctrina fideísta. El catolicismo, por su parte, desarrollará toda una iconología y una estética religiosa en la que el arte alcanzará su notable desarrollo al prestar sus mayores servicios. Las obras del arte cristiano, segregadas de su servilismo fenomenológico, pueden interpretarse gnoseológicamente como el arte sustantivo que son de facto y de iure.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Dialéctica religiosa en el Quijote», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (V, 5.8.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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