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V, 5.8.2 - Dialéctica religiosa en el Quijote

 

Crítica de la razón literaria
 
Una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica

Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Dialéctica religiosa en el Quijote


Referencia V, 5.8.2

 

                                                        Die Vernunft ist die höchste Hure, die der Teufel hat.

                                                                            Martin Luther (Werk-Ausgabe, Bd. 51, s. 126)[1].

 


Jesús G. Maestro: Dialéctica religiosa en el Quijote

Puede pensarse que si la razón es Dios, si la razón es la razón teológica, si la razón es la razón de quienes ganaron en Trento, lo mejor sería volverse loco cuanto antes. Puede pensarse que sobre esta idea Cervantes escribe el Quijote. Pero esto es algo que puede pensarse hoy, en un mundo al revés, o en todo caso en un mundo posterior al Romanticismo europeo, un período, del que aún no nos hemos liberado, y que no deja de ser en muchos aspectos una eversión del Antiguo Régimen. No es, sin embargo, algo que pudiera pensarse a comienzos del siglo XVII. ¿Por qué? Porque el hecho innegable de que el Quijote exprese ante todo el triunfo de la razón antropológica sobre la razón teológica no autoriza a nadie a afirmar que la razón teológica que se impone en Trento (1545-1563) resultara entonces, frente al protestantismo y frente al islam, un racionalismo retrógrado. Todo lo contrario: los teólogos tridentinos eran más racionalistas que los protestantes, quienes reducen la religión a un sentimiento personal y subjetivo, libérrimo y anómico, y muchísimo más racionalistas que los imanes islámicos, los cuales, desde el siglo XII, con la condena explícita del averroísmo, habían renunciado definitivamente al uso de la razón para codificar cualesquiera cuestiones religiosas e incluso antropológicas. Francisco Suárez (1548-1617), como Francisco de Vitoria (1483-1546), era infinitamente más racionalista y más progresista que Erasmo de Rotterdam (1469-1536) y que Martín Lutero (1483-1546) juntos. El primero, como el segundo —fundador del Derecho Internacional—, era un teólogo escolástico; el tercero, un filólogo que pensaba que la realidad estaba hecha de palabras; y el cuarto y último, un místico del fanatismo.

¿Cuál es entonces la idea de religión que bajo tales condiciones históricas objetiva Cervantes en el Quijote? Es una idea de religión que se construye por referencia a tres materializaciones de la experiencia religiosa: el catolicismo, que identifica la religión con la ley de instituciones políticas imperiales, adscritas en ese momento histórico al modelo español, como antes lo habían estado al Imperio Romano; el protestantismo, que identifica la religión con el psicologismo fideísta y providencialista que trata de sustraerse al poder de las instituciones eclesiásticas vaticanas y romanas; y la religión del imperio otomano, cuyo irracionalismo religioso Cervantes condena, parodia y crítica crudelísimamente en toda su obra literaria, especialmente en las comedias turquescas. A estas tres variantes hay que añadir una cuarta, resultante de la postura cervantina ante la dialéctica de las religiones por él conocidas: el ateísmo. Cervantes es a la literatura lo que Spinoza a la filosofía: un materialista y un ateo (Maestro, 2005).

En primer lugar, en la dialéctica entre el cristianismo y el islam, Cervantes actúa como cristiano. No por fe, sino por razones políticas y militares. Porque el imperio turco es el enemigo contra el que lucha en Lepanto y el opresor que lo cautiva durante cinco años en Argel. En La gran sultana, un vulgar sacristán se burla del irracionalismo otomano al hacer creer al más alto jerarca político que puede no sólo dialogar con los pájaros, sino incluso hacer hablar a un elefante. Este hecho, que la crítica más ingenua ha interpretado como un episodio más del arte cómico cervantino, encierra una espantosa burla desde la que se pretende poner en evidencia la ignorancia de la cultura otomana contemporánea en el siglo XVI a la cultura cristiana.

En segundo lugar, en la dialéctica entre el catolicismo y el protestantismo, Cervantes resuelve en favor del Concilio de Trento. ¿Por qué? Porque la Reforma religiosa, con la que simpatizan intelectuales erasmistas, con los que Cervantes nada tiene que ver, pese a cuanto se ha escrito al respecto, introduce un giro subjetivo y fideísta que el autor del Quijote rechaza y ridiculiza en toda su obra. La Reforma religiosa se enfrenta a las instituciones en favor de la fe, es decir, niega la religión como política para afirmar la religión como psicología. Para los reformadores, la religión es una experiencia personal, es un «hecho de conciencia». Para Trento, la religión es una cuestión normativa, no personal; es institucional, no psicológica; es política y universal, no gremial ni localista, y aún menos individual. Y es todavía algo más. Para el protestantismo, lo que determina la salvación o la condenación es la Providencia y su determinismo metafísico. Para el catolicismo, el ser humano es libre para elegir el bien o el mal. ¿Qué significa esto? Significa que mientras Lutero niega la posibilidad de la libertad humana, y renuncia a discutir esta cuestión, Francisco Suárez racionalizaba hasta las últimas consecuencias de la escolástica esta cuestión, con el fin de justificar en el ser humano las posibilidades de actuar con libertad en su vida terrenal y mundana.

En tercer lugar, en la dialéctica entre el deísmo y el ateísmo, Cervantes actúa como un ateo, y como tal construye las ideas objetivadas formalmente en sus obras literarias. Cervantes no es soluble en agua bendita. He insistido desde hace años en estas ideas (Maestro, 2005). Cervantes concibe la religión, todas las religiones, como una expresión de cinismo e hipocresía, cuya única realidad ontológica no es un dios, una creencia o una fe, sino una institución económica, política y social. Cervantes sabe que la Iglesia no es más que una institución humana, y que nada divino hay en ella. A los teólogos de Trento, como a los teólogos de cualquier época y lugar, Dios les importa un bledo. Lo que les importa es el uso de la idea de Dios para imponer institucionalmente un sistema político normativo capaz de controlar políticamente al ser humano, es decir, capaz de imponer y de justificar, desde el poder de un Estado político-teológico, su propia idea de libertad.

Voy a referirme ahora a tres etapas clave de la religión, correspondientes a tres materializaciones históricas de la fenomenología religiosa, siguiendo a Gustavo Bueno (1985), y que tomaré como referencia interpretativa de los materiales religiosos presentes en el Quijote.

Si se analiza la evolución estructural de los contenidos materiales de la experiencia religiosa, es posible distinguir tres grandes estadios o etapas en la historia y genealogía de la religión, a los que antecede un estadio o etapa previa denominada religión natural. El curso de estos tres grandes estadios comprende la totalidad de la evolución humana, y toma como punto de partida los últimos momentos del Paleolítico medio. Con anterioridad a estas tres grandes fases sólo cabe hablar de una religión natural, período protorreligioso que se situaría en el Paleolítico inferior, objetivándose en el uso del fuego por el Homo Erectus (según los antropólogos, estaríamos hablando de un período de unos seiscientos mil años)[2]. Sólo a partir de los últimos momentos del Paleolítico medio podemos hablar de una religión positiva en sentido estricto, con la que se inician los tres estadios, en el último de los cuales —más precisamente en sus postrimerías nos hallamos actualmente:


1. Estadio de la religión primaria o nuclear: numinosidad (zoomorfa).
2. Estadio de la religión secundaria o divina: mitología (andromorfa).
3. Estadio de la religión terciaria o metafísica: teología (escolástica o dogmática).


En su fase primaria, la religión —nuclear y esencialmente numinosa— se encuentra determinada por los procesos antropológicos en función de los cuales los animales comienzan a percibirse como criaturas numinosas. Sigo en este punto fielmente a Gustavo Bueno (1985), al reproducir sus ideas, y afirmar que su filosofía interpreta el proceso de numinización de los animales naturales como un proceso simultáneo de segregación y extrañamiento —la serpiente, por ejemplo, en el Génesis (3, 1)— de unos seres vivos que rodean a los seres humanos y forman parte de un mundo del que se depende (son el alimento, la «comunión») y con el que se convive (pueden ser benignos o causar daño, pueden ser un premio para la vida humana, un castigo terrible o una amenaza indefinida). El significado religioso de las reliquias paleolíticas permite hablar de religión positiva desde el momento en que pueden interpretarse como manifestación real de una percepción objetiva de los animales como arquetipos, como esencia universal. Lo característico de esta forma primaria de religiosidad es su referencia a las realidades animales concretas, empíricas, si bien desarrollada sub specie essentiae, según tres formas principales y sucesivas: a) como parte real y corpórea disociada del animal que ha muerto (cráneo, piel, huesos...), que sería la fase de la religión musteriense; b) como figura de animal representado y disociado del animal empírico (figura que no es alegoría, sino referencia a la esencia universal misma de la especie animal empíricamente existente), que sería la fase correspondiente al arte parietal aurignaciense, solutrense, etc.; y 3) como expresiones germinal o incipientemente mitológicas, resultantes de una combinación de arquetipos reales y fantásticos, pero todavía referidas a animales empíricos. El cuerpo de la religión primaria, es decir, las determinaciones capaces de constituir sus estratos o capas específicas, puede organizarse al menos en tres grupos fundamentales. En un primer momento, se objetivan en las estructuras espaciales o circunstanciales en que el numen animal manifiesta sus referencias concretas, finitas, delimitadas. El numen es un animal que vive en el mundo: bosque, árbol, caverna, lago, montaña, volcán, mar... El numen irradia su numinosidad al recinto de su habitáculo, lugar sagrado en el que está situado no el animal real y viviente de la religión natural, sino el símbolo o fetiche a través del cual el animal viviente queda —en las religiones primarias— elevado al estatuto de numen esencializado. Estos lugares sagrados, hoy reliquias paleolíticas, son los precursores de los templos[3]. En un segundo momento, el cuerpo de la religión primaria se objetiva en las relaciones sociales (el eje circular del espacio antropológico). El carácter originario y elemental de los cultos individualistas pronto se organiza en el cierre de las relaciones circulares, esto es, de las relaciones sociales, en las cuales el individuo actúa como un especialista religioso, un experto en su relación con los animales numinosos (ornitoscopia, augurios, interpretación de graznidos, dirección del vuelo de halcones, etc.). Estos expertos en «ornitoscopia paleolítica» no son todavía sacerdotes, sino simplemente sus precursores más genuinos. Cabe hablar de un tercer momento, que se objetiva en el desarrollo de las relaciones entre los hombres y el animal numinoso (el eje angular del espacio antropológico), y que se manifiesta mediante los rituales de culto que organiza el ser humano en señal de adoración y tributo al numen (danzas, cánticos, ofrendas, sacrificios de personas o animales al animal numinoso, etc.).

El cuerpo de la religión secundaria se desarrolla a partir de la ampliación y expansión de las estructuras materiales constituidas en el período primario. Su máxima expresión se alcanza en la cultura griega de la Antigüedad pagana. Como señala Bueno (1985), desde el eje radial (el ser humano en su relación con la naturaleza y sus fuerzas trascendentes) se observa que el lugar sagrado es ahora el templo, es decir, un espacio sacralizado que se incorpora artificialmente a estructuras urbanas[4]. Los númenes primarios o nucleares se han transformado ahora en dioses míticos, cuyo hábitat se retrotrae a lugares marinos, terrestres, celestes o extraterrestres. Estos templos, más que la casa del numen, son ahora la posada del dios, el lugar al cual puede acudir cuando desee «visitar» a los hombres o «recoger» sus ofrendas o sacrificios. Desde el eje circular (las relaciones de los seres humanos entre sí) se confirma la aparición de los sacerdotes como exclusivos especialistas religiosos, que organizan jerárquicamente la administración de sus trabajos y ministerios, sacerdotes que intervienen activamente en la vida de la comunidad, pero guardando importantes distancias con el pueblo, sobre el cual no formará todavía una Iglesia (institución característica de las religiones terciarias). Se advierte en este contexto el desarrollo de liturgias y dogmas plenamente definidos, así como la creciente extensión de la influencia sacerdotal en las esferas familiares, controlando los lugares de paso o ciclos biológicos de la vida humana —nacimiento, pubertad, matrimonio, muerte—, hasta invadir profundamente toda actividad personal.

En su fase terciaria —y actual— las religiones son realmente teológicas y metafísicas. Y lo son como consecuencia de la influencia que los saberes críticos —ciencia y filosofía— han ejercido sobre el cuerpo y el núcleo de las religiones secundarias o míticas, lo que obligó a estas últimas a explicarse y justificarse como metafísicas que han tenido que incorporar la filosofía griega en forma de teología o filosofía confesional. Los conocimientos críticos procedentes del desarrollo de la filosofía (Platón y Aristóteles principalmente) y de los descubrimientos científicos (física, matemática, geografía, astronomía...), en principio extrarreligiosos, provocan la total reorganización de los contenidos de las religiones secundarias o míticas, que sobreviven, mediante la articulación siempre renovada y sofista de un discurso teológico, a la fuerza crítica y operatoria del racionalismo de las ciencias. Si algo introduce verdaderamente cambios en la Historia de la Humanidad, es el desarrollo operatorio del racionalismo científico, siempre en interacción contra todo tipo de adversarios humanos y adversidades fortuitas. Las religiones terciarias o teológicas llevan a cabo una rectificación o reconversión de los contenidos y las formas de las religiones míticas, de modo que sintetizan el delirio politeísta y se reinstauran sobre principios de verdad racional, haciéndose compatibles con los nuevos avances científicos, que exigen la sistematización, simplificación, negación y crítica de sus contenidos mitológicos originarios. De este modo, la teología sustituye definitivamente a la mitología. Las religiones terciarias son religiones teológicas, es decir, religiones que se han desarrollado mediante la incorporación de la filosofía griega en forma teología, o filosofía confesional o acrítica con sus propios fundamentos[5]. De hecho, ninguna de las llamadas religiones superiores (budismo, judaísmo, cristianismo e islamismo) puede explicarse al margen de una filosofía —una filosofía por supuesto acrítica respecto a sus propios dogmas.

Como sostiene Bueno en El animal divino (1985), el cuerpo de las religiones terciarias puede verse en nuestro tiempo objetivado en la creación de templos que subsisten y se multiplican, no como posada de dioses incorpóreos —no digamos del Dios monoteísta y trascendente—, sino como sinagoga, es decir, como asamblea de creyentes. A su vez, los especialistas religiosos se diluyen aparentemente entre el pueblo de creyentes, de modo que, sin llegar ni mucho menos a la supresión del sacerdocio, las religiones terciarias se abren al ingreso de laicos, seglares e individuos no profesionales en el ejercicio de los misterios y ministerios religiosos. Se desarrolla el proselitismo y las misiones, con un afán de integrar a la humanidad entera en una suerte de Iglesia universal. Se potencian las formas estilizadas de culto, caracterizadas por la oración mental, la mística, y la intensificación de las experiencias de pecado y culpa. El desprecio hacia los animales las religiones teológicas o terciarias es absoluto, a la vez que crece el interés por la individualidad corpórea del ser humano. En la posmodernidad, la situación es junto la contraria: los animales se convierten —como ocurrió en el Paleolítico medio— en los nuevos dioses, particularmente los perros, que son objeto de adoración y culto a través de todo tipo de atenciones por parte del ser humano (cuidados, alimentación, higiene, peluquería, ropa, fiestas de cumpleaños, seguros médicos en lugar de veterinarios, se habla de «bebés» en lugar de «crías», etc.). Las condiciones de expresión litúrgicas adquieren un despliegue masivo, y se sirven ampliamente de la tecnología, la comunicación y las organizaciones sociales[6].

En un contexto de esta naturaleza, como hemos sugerido anteriormente, el dios de la teología deja de ser una entidad viva y personal para convertirse en un sujeto de atributos completamente abstractos, que no son otra cosa que ideas extremas, radicales, de un idealismo filosófico absoluto (infinitud, unidad, eternidad, inmovilidad, inmutabilidad...). Al tratar de reconstruir la religión en términos puramente lógicos y filosóficos, Dios y los misterios desaparecen. Esto explica —como advierte Bueno— que la religión se haya suplantado por un vago humanismo, una suerte de deísmo compatible con todo que, poco a poco, avanza desde formulaciones como la voluntad de Scheler-Ghelen, o la angustia de Heidegger, hasta la esperanza de Bloch, o cualquier otra ocurrencia que sirva, sobre todo a la gente semiculta, para entretenerse con ella. Así, en las religiones terciarias o teológicas las fuentes del espíritu religioso quedan eclipsadas o invisibilizadas, y sólo pueden recuperarse una y otra vez mediante el regreso a mitos y ceremonias sensibles en los que se trata de recuperar una vivencia religiosa con frecuencia inasequible. Los dioses monoteístas limpian los cielos y la tierra de los fantasmas del politeísmo y la mitología, a los cuales paradójicamente se vuelve una y otra vez. El pensamiento racionalista ha sido con las religiones mucho más irónico de lo que se pensaba: el hecho de que el monoteísmo final de las religiones terciarias o teológicas siga siendo múltiple, es decir, politeísta, sumido en la convivencia global de varios dioses supremos, únicos e incompatibles entre sí —Yahvéh, Alá, Dios, Buda...— no deja de ser sumamente revelador. Todo es posible, pues, en un lenguaje como el de la teología, cuyo objeto de conocimiento —Dios— no existe físicamente. Es, en efecto, una pseudofilosofía que nada puede probar, salvo el optimismo metafísico de sus fieles y el entusiasmo formal por sus propias ficciones (Bueno, 1985; Maestro, 2007c).


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NOTAS

[1] «La razón es la mayor de las putas que tiene el Diablo». He aquí la idea de razón que sostiene el fundador del protestantismo.

[2] Durante este período no cabe hablar de religión positiva en sentido estricto, como tampoco cabe hablar de ser humano en términos de antropología filosófica. Dentro de este período de centenares de milenios sólo es posible hablar de las relaciones de los protohombres con los animales, como premisas sobre las cuales habrá de desarrollarse una conducta religiosa posterior, y como relaciones constitutivas de una religión natural. Este último concepto es para el materialismo una construcción filosófica que no denota ninguna religión positiva (incluso se articula al margen, y aún en contra, de toda religión positiva). Es sin embargo un concepto que se ha aplicado, a veces con frívola frecuencia, al ser humano, sobre todo cuando se habla de él situándolo fuera del curso de la civilización histórica (al margen de la cual no existe propiamente), como «buen salvaje», etc., el cual siempre estará más cerca del pitecántropo y aún del australopiteco que de cualquiera de nosotros (Bueno, 1985). Como advierte García Sierra (2000: § 364), para el materialismo filosófico, «la religión natural es el concepto filosófico que la filosofía clásica de la religión desarrolló precisamente para ofrecer un fundamento de verdad a la vida religiosa de la humanidad. Este es justamente el servicio que nosotros creemos puede rendir la nueva versión de este concepto, la religión natural del Paleolítico superior, la religión (que no es religión positiva) de un hombre (el «buen salvaje») que no es hombre todavía. El concepto filosófico de religión natural desempeña el papel de un horizonte necesario para que pueda aparecer como problema el concepto de la religión positiva, que es la religión simpliciter».

[3] Mantienen relaciones de preferencia con la pintura y con la música, pero no con la escultura, la arquitectura ni la poesía. «Los valores estéticos de las pinturas rupestres están subordinaros enteramente a sus valores religiosos» (Bueno, 2007a: 287).

[4] La arquitectura adquiere en ellas funcionalidad propia. Los animales se han dominado o domesticado, están cautivos. La numinosidad animal pasa ahora al ser humano, en quien se encarna la nueva figura prototípica del dios andromorfo. Desde un punto de vista estético, las religiones secundarias encuentran en el templo la figura arquitectónica por excelencia. Del templo harán un uso completamente servil. Cuando el templo se construye para rendir culto a dioses zoomorfos, como es el caso de los templos o habitáculos egipcios, la arquitectura desempeña en cierto modo la función de establo. «En cualquier caso, la arquitectura religiosa secundaria habría de ser entendida como arte sustantivo, atendiendo a la naturaleza misma de sus contenidos religiosos» (Bueno, 2007a: 291).

[5] En efecto, así sucedió con el judaísmo (Filón de Alejandría) y, sobre todo, con el cristianismo (desde Nicea hasta Agustín de Hipona o Tomás de Aquino), y por supuesto con el islamismo (Avicena y Averroes): «Al cristianismo le corresponde la condición de corriente central histórica, por haberse desarrollado en unas «sociedades europeas» más complejas (política, tecnológicamente), en cuyo seno se forjaría la ciencia moderna. En cualquier caso, el cristianismo, por su dogmática específica, abre unos cauces precisos, pero si la Teología dogmática del cristianismo podía ponerse en el mismo plano en el que se dibujan muchas religiones mistéricas (Atiss-Cibeles, Isis-Osiris, &c.). Lo que hizo del cristianismo una religión terciaria sui generis fue sobre todo el haberse visto obligada a asimilar la filosofía griega una vez convertida en la religión del Imperio, el haber tenido que desarrollar una Teología dogmática filosófica, gracias a la cual pudo elevarse a la condición de religión terciaria absolutamente original. Ocurrió como si el Dios de Aristóteles, que permanecía «ensimismado» desde la eternidad, comenzase a revelarse y, lo que es aún más sorprendente, a encarnarse y a hacerse presente en la eucaristía. La importancia específica de estos dogmas cristianos la ponemos precisamente, no tanto en sus contenidos míticos, cuanto en la reconstrucción teológico-filosófica de los mismos. La necesidad de reconstruir estos dogmas con ideas filosóficas griegas determinará, por un lado, como acabamos de decir, la elevación de una dogmática mítica a la condición de religión terciaria; pero, por otro lado, determinará una profunda transformación de las ideas filosóficas griegas, las cuales, al ser «obligadas» a desenvolverse a través de dogmas tan característicos como el de la creación, la encarnación, los ángeles, o la eucaristía, tuvieron que analizarse «regresando» a sus elementos más abstractos y dando de sí ideas implícitas (por ejemplo, creatio ex nihilo, persona e individuo, formas separadas, accidentes separables de la sustancia...) que no se hubieran organizado por sí mismas jamás» (García Sierra, 2000: § 367).

[6] Las religiones terciarias o teológicas se despliegan a partir de una crítica racionalista feroz contra todo tipo de divinidad zoomorfa o andromorfa, al negar toda numinosidad y toda mitología que no pueda expresarse conforme a la teología confesional en que articulan su sistema de pensamiento, propio de un espiritualismo e idealismo que pretende presentarse como racionalista, y que lo es de hecho por oposición a las religiones primarias y secundarias. Semejante crítica a los materiales religiosos precedentes deja consecuencias profundas en la concepción estética de las religiones terciarias. El templo ya no será la casa del dios, que habita en los cielos y es etéreo, sino la casa de los fieles, es decir, literalmente, la «sinagoga» o «casa del pueblo», el lugar en el que se reúnen los idólatras. Aristóteles establece una teología natural al postular un dios incorpóreo que, en consecuencia, no puede representarse ni formalizarse en ningún tipo de imagen o icono (Metafísica, A 5, 986b 21). El islam asumirá este referente como un principio fundamental de su doctrina fideísta. El catolicismo, por su parte, desarrollará toda una iconología y una estética religiosa en la que el arte alcanzará su notable desarrollo al prestar sus mayores servicios. Las obras del arte cristiano, segregadas de su servilismo fenomenológico, pueden interpretarse gnoseológicamente como el arte sustantivo que son de facto y de iure.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Dialéctica religiosa en el Quijote», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (V, 5.8.2), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


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V, 5.8.2.1 - Lo numinoso o las consecuencias del desengaño en el Quijote

 

Crítica de la razón literaria
 
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Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades 
del conocimiento racionalista de la literatura 

Editorial Academia del Hispanismo, 2017-2022. 
Décima edición digital definitiva. 
ISBN 978-84-17696-58-0

Jesús G. Maestro
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Índices





Lo numinoso o las consecuencias del desengaño en el Quijote


Referencia V, 5.8.2.1

 

Jesús G. Maestro: Lo numinoso o las consecuencias del desengaño en el Quijote

Desde el materialismo filosófico, se sostiene que el núcleo de la religiosidad no reside en las superestructuras culturales, ni en fenómenos alucinatorios, ni en experiencias psicológicas o místicas, sino en seres vivientes, criaturas no humanas, pero sí inteligentes, y con capacidad para envolver y actuar sobre la vida de los seres humanos, bien enfrentándose a ellos como enemigos, bien ayudándolos como criaturas bienhechoras (Bueno, 1985). El núcleo de la religión se sustantiva en los númenes y en lo numinoso, a los que es posible delimitar —siempre siguiendo a Bueno (1985)— como centros o referencias dotadas de voluntad y de inteligencia[1], y a los que se atribuye la capacidad de mantener con los seres humanos interacciones de naturaleza semántica y pragmática, en sus relaciones o manifestaciones por parte del numen, y lingüística, en sus oraciones o imprecaciones por parte del hombre.

Los númenes pueden clasificarse en dos grandes órdenes, según Bueno (1985): númenes equívocos y númenes análogos. Los númenes equívocos pueden ser a su vez de dos tipos: divinos y demoníacos. Unos y otros se caracterizan inicialmente por tres constantes: su naturaleza es diferente de la naturaleza humana o animal, su morfología resulta siempre muy semejante a figuras andromorfas o zoomorfas, y su apariencia procede de la combinación y deformación de criaturas visibles empíricamente. Los númenes divinos pueden ser in extremis incorpóreos, completamente metafísicos, al carecer de cuerpo y ser puro espíritu, aunque siempre conserven alguna referencia icónica, indicial o simbólica, a formas humanas o animales (fiereza, fuerza, ojo invisible...). Pueden ser andromorfos, si tienen forma humana (Zeus, Ares, Atenea...), o zoomorfos, si ostentan formas animales (Anubis, la vaca Hathor...). Los númenes demoníacos se situarían en el mundo celeste o terrestre, y se muestran subordinados a los númenes divinos cuando se admite la existencia de estos últimos. Pueden identificarse como incorpóreos (ángeles cristianos), en su expresión extrema, pero en todo caso siempre son androides (los extraterrestres, por ejemplo) o zoomorfos (serpiente, larvas, insectos, etc.). Por su parte, los númenes análogos son aquellos cuya naturaleza se concibe ligada a la progenie de los seres humanos o de los animales, y en consecuencia pueden ser humanos (héroes, caudillos, genios, profetas, chamanes, santos, espectros, ánimas de difuntos...) o zoomorfos (animales totémicos, animales sagrados, etc.).

De todo este conjunto de númenes, de los que están llenos, entre múltiples manifestaciones, el folclore, la religión, la música, la pintura, la escultura, los cuentos populares, las tragedias clásicas, la arquitectura, los relatos míticos y la literatura de todos los tiempos, sólo una clase de ellos son númenes reales. Los númenes equívocos —divinos y demoníacos— no existen materialmente. Son sólo imaginarios. No pueden considerarse como fuente real y material de la experiencia religiosa, sino consecuencia de ella. Sólo los númenes análogos —andromorfos y zoomorfos— pueden considerarse como realmente existentes, y causales de vivencias religiosas. Desde este punto de vista, una filosofía materialista de la religión habrá de inclinarse por situar el núcleo de la experiencia religiosa de los númenes fenomenológicos en referencias humanas reales (númenes andromorfos) o en referencias animales también reales (númenes zoomorfos). Bueno se centró de este modo en los dos «ejes personales» del espacio antropológico, el cual se articula en torno a los tres ejes bien conocidos: circular o humano, radial o cosmológico y angular o religioso. Los dos primeros, por lo que se dirá a continuación, son los «ejes personales» del espacio antropológico, concepto este último que permite interpretar la idea de ser humano y las diferentes relaciones que mantiene con el resto de la realidad. El eje circular del espacio antropológico comprende todas aquellas relaciones que el ser humano, resultado de una evolución biológica —no de creación divina o sobrenatural—, mantiene consigo mismo. Las relaciones entre los seres humanos han de estar basadas en la igualdad, relación que desde criterios lógicos ha de ser simétrica, transitiva y reflexiva. Y esta es una cuestión capital, pues dispone que el núcleo de la experiencia religiosa no puede identificarse en el ser humano, es decir, en el eje circular del espacio antropológico, porque no es posible adorar a un igual, mortal y moral como nosotros, como se adora a un dios. En este sentido, una filosofía materialista de la religión no puede afirmar que los númenes sean humanos, aunque sí ha de aceptar que algunos seres humanos extraordinarios, singulares, son númenes, y númenes reales. De esta forma, sería posible distinguir tres modos de determinación de lo humano como numinoso: a) un modo metafísico, cuando se utiliza la idea de ser humano, de Humanidad, como fuente de vivencias numinosas (así sucede en casi todas las tragedias griegas conservadas, especialmente en la Antígona de Sófocles[2]); b) un modo determinado, positivo y nomotético, pero abstracto, cuando se habla de estructuras humanas definidas, múltiples y supraindividuales (lo numinoso es el clan, el Estado, el padre, el emperador, el caudillo...); y 3) un modo positivo e idiográfico, cuando los individuos numinosos lo son a título personal (genios, locos, chamanes, personas carismáticas, santos...) De cualquier forma, las relaciones circulares —entre personas— son relaciones humanas, sociales, políticas, morales, lingüísticas..., pero no verdaderamente religiosas. Lo numinoso no cabe racionalmente en el eje circular del espacio antropológico, porque las relaciones humanas exigen una igualdad que las relaciones con los númenes no admiten, al implicar una distancia insalvable, una simetría irreversible, una reflexividad inexistente y unos contenidos con frecuencia intransitivos. No es posible considerar numinoso, y menos aún divino, a un hombre o a una mujer cuyo espacio moral y mortal no sólo suponemos, sino que sabemos positivamente que compartimos. El eje radial del espacio antropológico remite a las relaciones que mantiene el ser humano con la naturaleza y sus elementos (tierra, aire, agua, fuego), entidades desprovistas de todo género de inteligencia, aunque posean estructura y organización. Son relaciones de tipo pragmático, mecanicista, y con frecuencia pasan por la experiencia de la técnica y la tecnología. Finalmente, el eje angular remite a las relaciones que el ser humano mantiene con los númenes y lo numinoso, realidades dotadas de vida y de inteligencia a las que se atribuye una capacidad de acción sobre la vida humana, que puede interpretarse como una interacción maligna o benigna. En este eje angular del espacio antropológico se sitúan los animales en su relación numinosa con el ser humano. Y son los animales los que constituyen genuinamente la fuente numinosa en la que situar el núcleo de la experiencia religiosa, es decir, constituyen la génesis del numen del que ulteriormente brotará toda idea de divinidad. Si un dios puede percibirse como un numen vivo y envolvente, con capacidad de interacción sobre los seres humanos, es porque zoológicamente puede percibirse como una suerte de animal terrible, como un animal extraordinario, diríamos, siguiendo a Bueno, más que como un superhombre. Por esta razón, una filosofía materialista de la religión considera que «los seres humanos hicieron a los dioses a imagen y semejanza de los animales» (Bueno, 1985: 170).

Los númenes que aparecen en el Quijote se convocan siempre por relación a la locura del ingenioso hidalgo, su procedencia se circunscribe de forma prácticamente absoluta al intertexto de los libros de caballerías, y su ubicación en el espacio antropológico se limita a un eje angular en el que el racionalismo formalista y teológico del catolicismo los convierte en objeto de chiste y materia cómica. Tal es lo que sucede, de forma deliberada por parte del narrador, cuando momentos antes del escrutinio de la biblioteca de don Quijote (I, 6) el ama ruega al cura que exorcice con agua bendita el aposento de los libros para librarlo de los perniciosos encantadores. El cura, como se sabe, ríe la simpleza. La razón, teológica en este caso, fundamento de las religiones terciarias, se burla de la superchería numinosa y primaria.

De hecho, en el Quijote se apela con frecuencia a los númenes desde una perspectiva profundamente cómica, desde la que sin duda se les minusvalora. Se trata, una y otra vez, de númenes terrestres, sometidos a los celestes y superiores. Con todo, cabe advertir aquí cierta discriminación entre el modo en que unos y otros personajes aluden a este tipo de numinosidades. En boca del narrador, las alusiones numinosas son cómicas y frívolas, y siempre hacen referencia a peripecias relativamente intrascendentes, y chistosas, de la acción. El numen preferido por el narrador es el diablo, en funciones de diablillo, trasno o trasgo, que provoca situaciones molestas, burlescas y lúdicas. Tal es lo que sucede, por ejemplo, en el episodio de los yangüeses, cuando el narrador anuncia que «ordenó, pues, la suerte, y el diablo (que no todas veces duerme), que andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas galicianas de unos arrieros yangüeses…» (I, 15). Atribuciones de esta naturaleza son recurrentes en ambas partes del Quijote. Lo numinoso es, para Cervantes y también para el narrador, motivo de chiste y expresión lúdica.

No sucede, sin embargo, lo mismo para otros personajes, bien por su simpleza personal o intelectual, como el ama de don Quijote o el propio Sancho Panza, bien por las exigencias de su locura, como le sucede al protagonista de la novela. Insisto en que poco antes del escrutinio de la biblioteca de don Quijote, el ama pide al cura que rocíe con agua bendita el aposento de los libros, porque puede haber en él peligrosos encantadores (I, 6). Sobre este hecho, en principio poco significante, volveré en el apartado destinado al análisis de las formas de la materia cómica en el Quijote, en el capítulo dedicado a los accidentes, según la teoría de los géneros literarios que se expone en la Crítica de la razón literaria.

Por su parte, don Quijote nunca apela a los númenes en términos cómicos o frívolos, sino todo lo contrario, con suma gravedad e incluso dramatismo, pues sólo a ellos responsabiliza de sus fracasos y derrotas, al arrebatarle el aposento y la biblioteca, al convertir los gigantes en molinos, al trastornar al Caballero de los Espejos en la figura del bachiller Sansón Carrasco, al encantar a Dulcinea, etc., porque «andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan, y las vuelven según su gusto y según tienen la gana de favorecernos o destruirnos» (I, 25). De hecho, lo numinoso desempeña en esta novela la experiencia del fracaso y del desengaño del protagonista. Con todo, don Quijote convierte a los númenes en los principales protectores de su locura —y por lo tanto de su juego—, de modo que como tales ángeles custodios se sirve de ellos de forma constante y decisiva. El hidalgo toma tales motivos numinosos de los libros de caballerías, naturalmente, cuyo logos hace suyo en todo momento, arropándose el derecho de inventarse, si le parece oportuno, acontecimientos originales, como la paliza que le atribuye a Amadís de Gaula por parte de un encantador, tras los estacazos que, junto con Sancho, acaba de recibir de los yangüeses: «Porque el valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de su mortal enemigo Arcalaús el encantador, de quien se tiene por averiguado que le dio, teniéndole preso, más de docientos azotes con las riendas de su caballo, atado a una coluna de un patio» (I, 15). En otras ocasiones, don Quijote se sirve de estas numinosidades para justificar su impotencia, o el singular derecho a no mostrar su fuerza y valor, ya que, como se trata de fantasmas, no es posible combatirlos humanamente. Dicho de otro modo, el eje circular o humano no puede dominar los fenómenos dados en el eje angular o numinoso: «no hay que hacer caso destas cosas de encantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas, que, como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quién vengarnos, aunque más lo procuremos» (I, 17). No cabe mayor cinismo. Don Quijote sabe muy bien cuáles son sus limitaciones, pues una cosa es estar loco —o jugar a estarlo— y otra bien distinta ser tonto. Arriero y cuadrillero son seres humanos para ser agredidos y amenazados, pero se convierten en númenes o fantasmas cuando don Quijote ha de verse en la situación de responder, o no, a la contundencia de los golpes que le propinan. Lo mismo sucede tras el episodio de los rebaños de ovejas y carneros, que don Quijote se empeña en agredir como si fueran ejércitos.


Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que quieren, y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vio que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos en manadas de ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos bonitamente y verás como, en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero y, dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos como yo te los pinté primero. Pero no vayas agora, que he menester tu favor y ayuda: llégate a mí y mira cuántas muelas y dientes me faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca (I, 18).


Sin embargo, lo especialmente relevante aquí no es tanto la afirmación, indudablemente cómica, del poder numinoso de los encantadores, sino el imperativo de que Sancho no lo verifique: «Pero no vayas agora, que he menester tu favor y ayuda». Don Quijote sabe muy bien que cuanto está diciendo es pura farsa para mantener eficazmente el juego de su locura.

El episodio del bálsamo de Fierabrás permite a don Quijote protagonizar una escena de inocente y chapucera hechicería. Don Quijote toma aquí el ungüento —con el que habría sido untado el cadáver de Cristo, según la mitología religiosa— probablemente del intertexto caballeresco[3].


[Don Quijote] tomó sus simples, de los cuales hizo un compuesto, mezclándolos todos y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció que estaban en su punto. Pidió luego alguna redoma para echallo, y como no la hubo en la venta, se resolvió de ponello en una alcuza o aceitera de hoja de lata, de quien el ventero le hizo grata donación, y luego dijo sobre la alcuza más de ochenta paternostres y otras tantas avemarías, salves y credos, y a cada palabra acompañaba una cruz, a modo de bendición; a todo lo cual se hallaron presentes Sancho, el ventero y cuadrillero, que ya el arriero sosegadamente andaba entendiendo en el beneficio de sus machos (I, 17).


Romero, aceite, sal y vino, son, cuando menos, algunos de los ingredientes mencionados de este mejunje. Son, digamos, sus partes materiales. Pero sus partes formales, hábilmente suprimidas por la Inquisición portuguesa en su censura de 1624, son las oraciones teológicas que, junto con las bendiciones, don Quijote pronuncia y administra a modo de hechizo estrafalario y católicamente improcedente. Una vez más, lo numinoso primario está segregado y desterrado de lo teológico terciario. Y donde Cervantes no lo hizo, la Inquisición lusitana lo advirtió, ad maiorem Dei gloriam. Con lo teológico no se bromea.

Sin embargo, no mucho más adelante, don Quijote negará a los hechizos cualquier valor o poder de intervención en las acciones humanas. Lo cierto es que no imaginamos al final de la segunda parte de la novela a un don Quijote capaz de elaborar un bálsamo como el de Fierabrás. El personaje se estiliza hacia las formas más sofisticadas del racionalismo. El don Quijote inicial es muy distinto del que protagoniza la segunda parte, pero incluso el de 1605, en el avance de la novela, desmiente formas de comportamiento que ha asumido como propias al comienzo de ella. Así, en medio de la aventura de los galeotes, don Quijote niega el valor numinoso de los hechizos, más allá de la mera apelación a los de corte amoroso:


No hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan, que es libre nuestro albedrío y no hay yerba ni encanto que le fuerce: lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos, con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad (I, 22).


A medida que avanza la novela, lo numinoso decrece notoriamente, y sólo se convoca para sustentar la locura, o la ludopatía, de don Quijote, allí donde resulta conveniente, y siempre de forma puntual. Con frecuencia su uso se limitará a los diálogos con Sancho Panza, para inducirle a perseverar en la fe hacia el mundo codificado por las leyes librescas e idealistas de la caballería andante. En consecuencia, lo numinoso será para Sancho el artificio y la causa de una auténtica encerrona, contra la que no habrá argumentos racionales posibles, y dentro de la cual el mito de Dulcinea resultará fundamental. No por casualidad a Sancho se le obligará a creer en la realidad del fingido encantamiento de Dulcinea, cuya génesis comienza a fraguarse ya mediada la primera parte del Quijote:

 

¿Sabes de qué estoy maravillado, Sancho? De que me parece que fuiste y veniste por los aires, pues poco más de tres días has tardado en ir y venir desde aquí al Toboso, habiendo de aquí allá más de treinta leguas. Por lo cual me doy a entender que aquel sabio nigromante que tiene cuenta con mis cosas y es mi amigo, porque por fuerza le hay y le ha de haber, so pena que yo no sería buen caballero andante, digo que este tal te debió de ayudar a caminar sin que tú lo sintieses; que hay sabio destos que coge a un caballero andante durmiendo en su cama, y, sin saber cómo o en qué manera, amanece otro día más de mil leguas de donde anocheció (I, 31).


Una cuestión de la que ha de darse cuenta en el contexto de la numinosidad es la relacionada con la interpretación de augurios que hace don Quijote —y también el narrador— a lo largo de la obra.

Al abrirse camino a la entrada de la cueva de Montesinos, «salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y escusara de encerrarse en lugar semejante» (II, 22). El narrador habla aquí desde la creencia supersticiosa. Con todo, sabemos, sin embargo, que don Quijote es bastante supersticioso, lo cual deja el comparativo «tan agorero como católico» en una interpretación más que dudosa. Recuérdese que don Quijote sale de El Toboso tras haber oído a un labrador entonar los versos del romance «Mala la hubistes, franceses, / en esa de Roncesvalles» (II, 9). El respeto y el valor de los agüeros se reconocen igualmente en el episodio de los iconos y figuras talladas que servirán al retablo de una iglesia. Y así, don Quijote dirá a los labradores que las custodian que «por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto» (II, 58). Y algo más adelante confirmará ante Sancho palabras decisivas: «esto que el vulgo suele llamar comúnmente agüeros, que no se fundan sobre natural razón alguna, del que es discreto han de ser tenidos y juzgados por buenos acontecimientos» (II, 58). Pudiera parecer que don Quijote trata de arrogarse aquí el privilegio de interpretar, a título de discreto —y de cristiano—, el sentido de los augurios. Con todo, la referencia quijotesca apunta a desmitificar la superchería y las creencias supersticiosas[4], por más que el protagonista incurre en ellas en numerosísimas ocasiones, sin duda como formas apropiadas al juego de su locura.

De hecho, la última alusión agorera del relato aparece en el capítulo 73, está en boca de don Quijote, y a Sancho compete esta vez desmitificarla por completo. El narrador dispone muy favorablemente la desconstrucción de todo artificio supersticioso, contra la inquietud de don Quijote.


—No te canses, Periquillo, que no la has de ver en todos los días de tu vida.

Oyólo don Quijote y dijo a Sancho:

—¿No adviertes, amigo, lo que aquel mochacho ha dicho: «no la has de ver en todos los días de tu vida»?

—Pues bien, ¿qué importa —respondió Sancho— que haya dicho eso el mochacho?

—¿Qué? —replicó don Quijote—. ¿No vees tú que aplicando aquella palabra a mi intención quiere significar que no tengo de ver más a Dulcinea?

Queríale responder Sancho, cuando se lo estorbó ver que por aquella campaña venía huyendo una liebre, seguida de muchos galgos y cazadores, la cual, temerosa, se vino a recoger y a agazapar debajo de los pies del rucio. Cogióla Sancho a mano salva y presentósela a don Quijote, el cual estaba diciendo:

¡Malum signum! ¡Malum signum! Liebre huye, galgos la siguen: ¡Dulcinea no parece! […]

Los dos mochachos de la pendencia se llegaron a ver la liebre, y al uno dellos preguntó Sancho que por qué reñían; y fuele respondido por el que había dicho «no la verás más en toda tu vida» que él había tomado al otro mochacho una jaula de grillos, la cual no pensaba volvérsela en toda su vida. Sacó Sancho cuatro cuartos de la faltriquera, y dióselos al mochacho por la jaula, y púsosela en las manos a don Quijote, diciendo:

—He aquí, señor, rompidos y desbaratados estos agüeros, que no tienen que ver más con nuestros sucesos, según que yo imagino, aunque tonto, que con las nubes de antaño. Y, si no me acuerdo mal, he oído decir al cura de nuestro pueblo que no es de personas cristianas ni discretas mirar en estas niñerías, y aun vuesa merced mismo me lo dijo los días pasados, dándome a entender que eran tontos todos aquellos cristianos que miraban en agüeros. Y no es menester hacer hincapié en esto, sino pasemos adelante y entremos en nuestra aldea (II, 73).

 

El lector puede comprobar cuán supersticioso ha sido y es don Quijote, siendo además consciente de la impropiedad, e incluso de la impiedad, que supone confiar en augurios y supercherías. El hallazgo inesperado de una liebre, considerado popularmente signo de mal agüero, no provoca en Sancho ninguna inquietud, frente a lo que sucede en la inflamable psicología de don Quijote, afectada especialmente en estos momentos, tras la derrota en Barcelona, por la experiencia de la melancolía[5].

A su vez, el último de los episodios numinosos de la novela es el de la cabeza encantada, inmediatamente desmentido y desmitificado por el narrador una vez concluido, al igual que sucedió en la aventura del mono «adivino» de maese Pedro. Lo numinoso, como lo mitológico, se disuelve teatralmente en la fábula narrativa del Quijote. Ninguna razón, salvo el sentido lúdico de sus promotores e intérpretes, puede avalarlo. Con todo, en el episodio de la cabeza encantada, don Quijote se distingue sorprendentemente por no dirigir la fórmula de la pregunta a la cabeza en cuestión, sino a quien por ella responde, que, como sabrá posteriormente el lector, es un avispado sobrino de Antonio Moreno. Así, cabe entender que don Quijote, descreído de tal portento —«estuvo por no creer a don Antonio» (II, 62)—, no pregunta a la cabeza, sino a la persona que a su través habla, en la siguiente fórmula: «Dime tú, el que respondes» (II, 62), etc. Don Quijote no cree en semejante patraña, pero acepta jugar con ella. Sólo a posteriori el narrador desmitificará cualquier interpretación sobrenatural, dejando al descubierto el trampantojo de Antonio Moreno, amigo íntimo de bandoleros —como Roque Guinart— y, asimismo, del comandante de las cuatro galeras que custodian Barcelona.


Esta cabeza, señor don Quijote, ha sido hecha y fabricada por uno de los mayores encantadores y hechiceros que ha tenido el mundo, que creo era polaco de nación y dicípulo del famoso Escotillo, de quien tantas maravillas se cuentan; el cual estuvo aquí en mi casa, y por precio de mil escudos que le di labró esta cabeza, que tiene propiedad y virtud de responder a cuantas cosas al oído le preguntaren. Guardó rumbos, pintó carácteres, observó astros, miró puntos y, finalmente, la sacó con la perfeción que veremos mañana, porque los viernes está muda, y hoy, que lo es, nos ha de hacer esperar hasta mañana. En este tiempo podrá vuestra merced prevenirse de lo que querrá preguntar, que por esperiencia sé que dice verdad en cuanto responde (II, 62).


 

________________________

NOTAS

[1] «Numen, inis, incluye, en los usos del latín clásico, referencia a un «centro de deseo eficaz (potente)», a alguna entidad dotada de algo así como intereses, proyectos, planes o decisiones eficaces que pueden tener a los hombres como objeto. Decisiones que el numen revela o expresa de algún modo a los hombres inspirándoles temor, confianza, veneración. También significa asentimiento o voluntad de los dioses, o los dioses mismos, o genios silvestres (Ovidio), o personajes poderosos (Livio)» (García Sierra, 2000: § 353).

[2] Vid. especialmente los versos 332-376, a los que pertenece la siguiente cita de exaltación antropomórfica: «Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre […]. Se enseñó a sí mismo el lenguaje y el alado pensamiento, así como las civilizadas maneras de comportarse, y también, fecundo en recursos, aprendió a esquivar bajo el cielo los dardos de los desapacibles hielos y los de las lluvias inclementes. Nada de lo por venir le encuentra falto de recursos. Sólo del Hades no tendrá escapatoria. De enfermedades que no tenían remedio ya ha discurrido posibles evasiones. Poseyendo una habilidad superior a lo que se puede uno imaginar, la destreza para ingeniar recursos, le encamina unas veces al mal, otras veces al bien. Será un alto cargo en la ciudad, respetando las leyes de la tierra y la justicia de los dioses que obliga por juramento» (Sófocles, 1993: 361-362).

[3] «En un poema épico francés, el bálsamo formaba parte del botín que consiguieron el rey moro Balán y su hijo el gigante Fierabrás («el de feroces brazos») cuando saquearon Roma. Allí, Oliveros se cura de sus mortales heridas bebiendo un sorbo del ungüento. La leyenda está ligada al ciclo de libros de caballerías sobre Carlomagno y los Doce Pares. DQ preparará y beberá este bálsamo, con efectos muy curiosos, en I, 17, 180-182. También se emplea el bálsamo de Fierabrás en Don Belianís de Grecia» (ed. de Rico, vol. I, p. 114, n. 14).

[4] «Derrámasele al otro mendoza la sal encima de la mesa, y derrámasele a él la melancolía por el corazón, como si estuviese obligada la naturaleza a dar señales de las venideras desgracias con cosas tan de poco momento como las referidas. El discreto y cristiano no ha de andar en puntillos con lo que quiere hacer el cielo» (II, 58).

[5] Vid. en este sentido los trabajos de Ferri Coll (2006, 2008) al respecto, sobre la melancolía en el Siglo de Oro y concretamente en el Quijote.






Información complementaria


⸙ Referencia bibliográfica de esta entrada

  • MAESTRO, Jesús G. (2017-2022), «Lo numinoso o las consecuencias del desengaño en el Quijote», Crítica de la razón literaria: una Teoría de la Literatura científica, crítica y dialéctica. Tratado de investigación científica, crítica y dialéctica sobre los fundamentos, desarrollos y posibilidades del conocimiento racionalista de la literatura, Editorial Academia del Hispanismo (V, 5.8.2.1), edición digital en <https://bit.ly/3BTO4GW> (01.12.2022).


⸙ Bibliografía completa de la Crítica de la razón literaria



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